Dos refugiadas sirias con un niño, en Líbano. NABIL MOUNZER EFE
Las formas de persecución y violencia en contextos de conflicto no son neutras en función del género. Tampoco lo es la respuesta del entorno. Lo que sobre ellos se considera un crimen de guerra, sobre ellas se percibe a menudo como un crimen individual o incluso como motivo de vergüenza o culpa de la víctima. Son esas formas específicas de violencia y la aceptación o connivencia del entorno lo que convierte a las mujeres refugiadas en doblemente vulnerables.
Se puede ser refugiada por ser mujer. La violencia de género, el matrimonio forzado, la mutilación genital, el feminicidio, la esterilización y el aborto selectivo, los crímenes de honor o la trata de personas con fines de explotación sexual son algunos de los motivos de persecución de las personas refugiadas por razones de género. Pero más allá de las refugiadas por ser mujeres, las mujeres refugiadas sufren formas específicas de violencia.
Guerra y violaciones sistemáticas son indisociables desde tiempos inmemoriales. Pero mientras antes las violaciones formaban parte del botín de guerra, desde mediados del siglo XX se han convertido en estrategia de guerra. Recordemos las violaciones sistemáticas por parte de las tropas japonesas durante la II Guerra Mundial o el medio millón de mujeres tutsis que fueron violadas, mutiladas sexualmente o asesinadas por el ejército ruandés en 1994. La guerra de los Balcanes fue un escenario terrible también en este sentido. Más allá de humillar, destruir y castigar, violar y embarazar a las mujeres es una forma de perpetuar el control social, redibujar las fronteras étnicas y destruir la comunidad del adversario. Las masacres matan los cuerpos; las violaciones, el alma. En la huida, las mujeres refugiadas siguen siendo las cuidadoras de su entorno. Escapan y al mismo tiempo cuidan de los que escapan con ellas. En contextos de desesperación, el cuerpo de las mujeres es la moneda de cambio más habitual para obtener ayuda. Recordemos, por ejemplo, los abusos sexuales que sufrieron mujeres sirias para recibir ayuda humanitaria de Naciones Unidas en manos de consejos locales. En unos casos se trata de transacción sexual. En otros, directamente de violación en contextos de impunidad generalizada. En cualquier caso, la violencia acostumbra a ser doble: por parte del acosador y por parte de la comunidad que las repudia.
Para escapar de la violencia sexual y el deshonor que comporta para la víctima, muchas familias refugiadas optan por casar precozmente a sus hijas. A más pobreza, falta de educación, inseguridad e inestabilidad política, más matrimonios precoces. Una cuarta parte del total de matrimonios de refugiados sirios registrados en Jordania tiene entre sus cónyuges a una menor de 18 años. Aunque el matrimonio precoz se percibe como una vía de salvación, diversos informes señalan que las niñas que se casan antes de la mayoría de edad están más expuestas a ser víctimas de violencia de género. También aumentan los problemas de salud vinculados al embarazo y disminuye el acceso a los servicios de salud y la educación.
Pero la violencia (sexual) contra las mujeres refugiadas va más allá de la impunidad vivida en contextos de conflicto y huida. También se da en los campos de refugiados. Uno de los casos más extremos es el de los campos de refugiados rohingyas en Bangladesh. A pesar de que las mujeres y los niños son mayoría, apenas se las ve. Viven escondidas entre paredes de plástico por miedo a ser acosadas al ir al baño o en busca de comida. Tampoco están definitivamente a salvo en Europa. Diversos informes han denunciado numerosos casos de acoso y violación en los campos de refugiados en Grecia. A pesar de ser una realidad conocida, la propia Agencia de los Derechos Fundamentales (FRA) alertaba de la alarmante ausencia de datos sobre la violencia que se ejerce sobre las mujeres y niñas refugiadas una vez en Europa.
Finalmente, la doble vulnerabilidad de las mujeres refugiadas se convierte en arma de doble filo en el momento de solicitar asilo en Europa. Con unos regímenes de asilo cada vez más restrictivos, la vulnerabilidad —además de la persecución— es cada vez más una condición necesaria para recibir protección. En este sentido, ellas están más bien posicionadas que ellos, por ejemplo, para ser reubicadas a otro país de la Unión Europea o disponer de un techo en los largos tiempos de espera. Al mismo tiempo, esta misma vulnerabilidad las desposee de su propia agencia. Como más inválidas se presenten mejor. Aquí está la gran contradicción al final del viaje: mientras que la fuerza es imprescindible para llegar, la invalidez es a menudo el requisito indispensable para recibir protección. Con una última violencia añadida: casi a modo de expiación, se espera de ellas que expliquen las violencias (sexuales) sufridas por el camino a los pocos días de llegar. La confesión es la carta de llegada, pues de ello dependerá lo que venga después.
*Blanca Garcés Mascareñas, investigadora del CIDOB.
Artículo publicado en El País.