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Un fallo contra el corazón de la organización popular

Por Eli Gómez Alcorta*. –
La gravedad de la confirmación de la condena de Cristina Fernández no reside solo en el hecho de proscribir de por vida a la principal dirigente opositora. Reside en su intención de inhibir la reorganización del campo empancipatorio.

Al confirmar en tiempo récord[1] la condena a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para el ejercicio de la función pública a Cristina Fernández de Kirchner, la Corte Suprema de Justicia de Argentina desaprovechó la oportunidad de al menos simular el cumplimiento del rol institucional que le exige el sistema democrático moderno: erigirse como control último de la legalidad y la constitucionalidad y como uno de los pilares del Estado de Derecho, asegurando la sujeción de todos los poderes del Estado y de todas las personas a la ley.

Cristina Fernández no es la primera figura perseguida judicialmente en la historia argentina ni la única política que ha sido blanco de intentos de asesinato; mucho menos, la única estigmatizada por la prensa hegemónica. Sin embargo, resulta difícil encontrar en nuestra historia reciente o lejana a una mujer que, habiendo sido dos veces presidenta y una vicepresidenta y habiendo sobrevivido a un intento de magnicidio, haya sido objeto de una campaña de estigmatización tan virulenta —con epítetos como «yegua», «chorra», «puta», «montonera»—, denunciada al menos 654 veces[2] y condenada en un proceso plagado de irregularidades a una pena de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos. Esto último implica la imposibilidad de volver a representar a alguna persona en este país de por vida. En otras palabras, su proscripción. Por eso Cristina se trata de un caso único, tanto para sus detractores como para sus adherentes.

Para que estas prácticas y sucesos confluyan sobre una única persona debe existir una aceitada y eficaz coordinación entre diversos actores judiciales, políticos y mediáticos, unidos por un objetivo común: eliminar del escenario político a la principal dirigente popular de la Argentina. Es innegable que esta coordinación y estas prácticas neutralizantes son reflejo de una época particular y de una etapa de des-democratización que se extiende por toda nuestra región.

La singularidad de la situación de Cristina Fernández exige ser leída en el marco de las históricas estrategias de eliminación de lxs enemigxs por parte de las clases privilegiadas. Así como en este presente es Cristina la señalada como enemiga y como objetivo, en otras épocas fueron otrxs, con quienes se utilizaron diferentes herramientas y prácticas. El lawfare es una herramienta más dentro del vasto repertorio de tácticas proscriptivas en la Argentina y la región, y seguramente en el futuro se organizarán otras. Pero hay algo que permanece inmutable: la confluencia de los poderes fácticos, el poder judicial y los monopolios mediáticos, que históricamente han configurado el campo de la reacción.

Las irregularidades, las violaciones de derechos y las garantías constitucionales que atraviesan todo el proceso judicial contra Cristina Fernández, que la Corte Suprema dio ayer por cerrado, son múltiples y variadas y no me detendré en ellas. Y esto por una sencilla razón: nunca se trató de un verdadero proceso judicial, sino de un proceso político. En consecuencia, es en este terreno desde donde debemos hacer partir la discusión y construir nuestra propia narrativa.

En eso consiste el lawfare: en el impulso de acciones violatorias de los derechos más elementales a través del uso indebido de instrumentos jurídicos por parte de ciertos operadores judiciales con intenciones políticas. Amparados en un manto de legitimidad y legalidad gracias a los discursos difundidos sistemáticamente por los grandes monopolios de la comunicación, construyen una subjetividad que no solo admite este tipo de prácticas, sino que las aplaude y exige. Se trata, en definitiva, de una herramienta de persecución, hostigamiento, proscripción, estigmatización, paralización financiera y destrucción de la imagen pública: una herramienta de eliminación no de cualquier actor político, sino de un enemigo político.

Entre las distintas acepciones del término «proscribir» existe una poco conocida:  «Declarar a alguien público malhechor, dando facultad a cualquiera para que le quite la vida, y a veces ofreciendo premio a quien lo entregue vivo o muerto». Este sentido nos permite comprender que la proscripción es también una forma de eliminación de la otredad. No resulta necesario que el proscrito sea un malhechor per se; basta con que sea declarado públicamente como tal para luego «dar la facultad a cualquiera» para que le quite la vida. Por eso, hablar de eliminación no es un eufemismo ni una exageración, y el caso de Cristina lo representa con claridad.

No se busca eliminar a cualquier adversario, sino exclusivamente a quien es constituido como enemigo, y este suele ser un sujeto político que sintetiza características de clase, que, de un modo u otro, representa lo «popular». Un enemigo no es un adversario ni un criminal sino un ser existencialmente distinto, en el sentido de que pone en juego —o en jaque— la propia existencia. En esa línea es que teóricos como el jurista nazi alemán Carl Schmitt[3] afirmaron que el enemigo tiene «su propio estatuto»: no le caben las reglas de los criminales ni mucho menos las de los adversarios debido a que el conflicto con él implica negar su modo de existir, habilitando a combatirlo y a defenderse, porque lo que está en juego es el propio ser. Se trata de un antagonismo radical y, por ende, el conflicto es total, absoluto. En última instancia, de ser decisivo, al enemigo se lo debe eliminar.

Cristina es la enemiga de este tiempo, como lo fueron otros en otros momentos, y por eso hay que eliminarla. El lawfare es solo la herramienta. Los poderes concentrados, los dueños del capital, las clases poseedoras —reconvertidas hoy en aristocracias tecnológico-financieras y monopolios corporativos globales absolutistas totalitarios—, en su afán de no perder ni un solo privilegio y con esa voracidad ilimitada que los caracteriza, se organizan sistemáticamente contra todo aquello que no esté contenido dentro de su campo de fuerza. De allí que delimiten una otredad configurada centralmente en un horizonte de proyección emancipatorio surgido del campo nacional y popular.

Todo aquello que no puede ser contenido en el campo de fuerza de las clases privilegiadas, todo aquello que lo desborda, que convoca, que invita a soñar, que despierta, que conmueve pero, sobre todo, aquel o aquella que puede representar a ese movimiento-muchedumbre-masa-torbellino ha sido perseguidx, hostigadx, proscriptx, estigmatizadx, criminalizadx, encarceladx y también asesinadx. La historia argentina, la historia latinoamericana, puede ser leída en esta clave: la de la persecución política (y su resistencia), la de los homicidios y desapariciones (y sus memorias y banderas colectivas).

En nuestro país abundan los ejemplos. Basta pensar en los juicios a los que sometió la Asamblea del año 1813 a varios miembros de la Primera Junta de gobierno patrio, como Mariano Moreno y Juan José Castelli, o la persecución político-judicial sufrida por próceres indiscutidos de la historia nacional como Manuel Belgrano y José de San Martín, entre muchos otros.

Ya en el siglo XX, tras el golpe de Estado de 1930, el depuesto Hipólito Yrigoyen fue encarcelado y enviado preso a la isla Martin García pese a tener 78 años y un delicado estado de salud. Se le iniciaron múltiples procesos judiciales en los que se lo acusaba de corrupción pero ninguno concluyó con una condena. Motivada por la prensa de la época y por el odio de una élite conservadora, una horda de personas ingresó a la casa del expresidente y la prendió fuego.

Aún con más saña, la persecución a Perón luego del golpe de Estado de 1955 no solo se tradujo en un sinfín de causas (en el ámbito castrense por inconducta; en el penal, tanto por hechos de corrupción como por traición a la patria), sino que también le secuestraron y decomisaron sus bienes. A partir de ese momento, el peronismo fue proscripto durante dieciocho años. Sus organizaciones fueron ilegalizadas, las muestras de simpatía con el movimiento, duramente castigadas y el nombre de su líder, censurado.

Entre las historias de persecución y criminalización de aquellos años hay una olvidada: la de 32 mujeres, las primeras diputadas y senadoras en la historia de nuestro país —todas ellas peronistas[4]—, que tras el golpe de 1955 también fueron encarceladas por largos períodos bajo causas judiciales que respaldaron sus privaciones de libertad[5]. Elegidas democráticamente en 1951 y 1953, estas mujeres eran las primeras en ocupar cargos legislativos en la historia del país. Todas ellas fueron presas y todas ellas fueron negadas por la historia, con el efecto disciplinante que ello tuvo sobre otras mujeres.

En las décadas de 1960 y 1970 los dirigentes sindicales de las organizaciones gremiales combativas sufrieron también la ola represiva y la persecución antisindical que se desencadenó tras 1955. Durante la dictadura cívico-militar-eclesiástica, además de los 30.000 detenidxs desaparecidxs y las entre 250.000 y 350.000 personas que abandonaron el país buscando cobijo en el exilio, se calcula que hubo cerca de 10.000 presxs políticxs.

En la década de 1990, la resistencia al modelo neoliberal tuvo como resultado una gran cantidad de presos y presas políticas por el solo hecho de ejercer el derecho a la protesta y a movilizarse. El menemismo fue acusado por la detención injustificada, durante más de un año, de los dirigentes del MAS Alcides Christiansen, Horacio Panario y Basilio Estrada Escobar, al igual que Raúl Castells, del Movimiento de Jubilados y Desocupados.

Milagro Sala lleva presa nueve años y cinco meses. También a ella la han querido eliminar, subjetiva y físicamente. Su salud se encuentra deteriorada y ha debido soportar la muerte de sus seres más queridos. Su feroz persecución parece no tener límite. No le perdonan a una mujer negra, india, con un pasado humilde, que se plante ante los poderosos, dueños del capital y sus títeres políticos, con la frente alta, con organización, sin perder la conciencia de clase, sin tenerles miedo.

En ocasiones conocemos los nombres de quienes fueron perseguidos y encarcelados por razones políticas, pero generalmente desconocemos el nombre de quienes decidieron esas detenciones, de quienes las planificaron y de quienes las mantuvieron a lo largo del tiempo, ya sea por acción u omisión[6]. Sin embargo, todos ellos fueron parte de dispositivos de eliminación de enemigxs políticos. La gran mayoría de estas persecuciones fueron sostenidas, avaladas y legitimadas por la prensa monopólica.

Tristemente, nuestra historia nos ha enseñado que, en ocasiones, las clases privilegiadas no dudan en optar por la eliminación física. Que no les alcanza con la cárcel, con el mancillamiento público y ni siquiera con el exilio. A veces, para esa tarea, se han apropiado ilegalmente del Estado. En otros casos, lo han conducido y, fingiendo cierta distancia, garantizaron la impunidad necesaria para esa faena: la eliminación directa. A sangre fría, como a los obreros huelguistas de La Forestal, a los indígenas de Napalpí, a los cerca de mil obreros en la Patagonia trágica, a las víctimas del bombardeo en Plaza de Mayo, a los fusilados en José León Suárez, a los compañeros y compañeras en la masacre de Trelew, a los treinta mil, a los asesinados en 2001, a Rafael Nahuel, a Santiago Maldonado, y la lista puede seguir.

A Cristina la quisieron matar el 1 de septiembre de 2022. Quizás nunca sepamos quiénes estuvieron detrás de los perpetradores directos de aquel crimen, precisamente porque el poder reaccionario tiene interés en que no se sepa, para cumplir de ese modo con su función de garante de la impunidad. Lo que sí está claro es que el objetivo fue y sigue siendo Cristina —y, junto a ella, todo un campo: el de la emancipación— y que ya no les alcanza con la estigmatización, la coordinación y la persistencia de los medios hegemónicos demonizándola; tampoco les alcanza con la persecución judicial (que no solo abarca esta condena, sino también las causas que aún tramitan en su contra).

Cristina Fernández en la sede del Partido Justicialista de la Ciudad de Buenos Aires el 10 de junio de 2025. (Foto: Reuters)

La bala no salió pero el fallo sí, y fue veloz, contundente e impúdico.

Ayer se escribió una nueva página en la extensa historia de persecuciones y eliminaciones de enemigxs políticxs de nuestro país. Una página dramática, como se viven los procesos históricos en tiempo presente. Los protagonistas son los mismos: los poderes concentrados y las clases privilegiadas, por un lado, y las fuerzas populares, emancipadoras y sus actores y actrices más potentes, por otro. El guion tampoco cambia demasiado, puesto que las estrategias son siempre distintas combinaciones de acciones de los poderes concentrados, del poder judicial y los medios de comunicación, más o menos burdas, brutales o masivas. El objetivo persiste: frenar los procesos históricos populares y hacer avanzar otros, favorables al capital y a quienes detentan privilegios.

Es por ello que no coincido con los análisis que leen la persecución a Cristina o a quienes han sido ferozmente perseguidos, encarcelados o asesinados en esta trama política como una consecuencia de lo que hayan hecho en el pasado o como una afrenta contra su legado. Por el contrario, estoy convencida de que tal ensañamiento obedece a la capacidad de estas figuras de representar en el presente ese antagonismo radical, esa configuración de un mundo posible de iguales. El pensamiento dialéctico empalmaría la disyuntiva: la actual tentativa de inhibición se debe al legado y a la latencia de la reorganización, que puede volver a abrir las compuertas de la historia de una renovada experiencia popular. Por eso las opciones se reducían a dos: o muerta o presa.

La privación de la libertad de una dirigente política pone en evidencia la violencia de lo político, la violencia del Estado[7]. Hace años, hablando de Milagro, afirmaba que la cárcel es eso: el modo más organizado —más minuciosamente pensado, burocratizado— de aplicar la violencia estatal. Prohibir a una persona su libertad ambulatoria implica su inmovilización, su paralización, su neutralización. Es por eso que, a lo largo de la historia (ya no solo argentina o latinoamericana, sino global), la cárcel ha ocupado el centro de la escena política. Los ejemplos de detención de líderes populares o intelectuales abundan, y van desde Mandela hasta Gramsci, Ho Chi Minh y Fidel Castro. Pero también abundan los casos en los que finalmente es la fuerza del pueblo la que los libera, como parte de un acto material y simbólico.

La toma de la Bastilla en el París de 1789 significó la caída del Antiguo Régimen y el comienzo de la Revolución Francesa a pesar de que solo se custodiaba allí a siete presos. En nuestra historia singular, el «Devotazo» del 25 de mayo de 1973 acompañó el triunfo democrático y la victoria del pueblo ante una dictadura opresora.

La historia siempre arroja una botella al mar con un mensaje para el poder: que la represión y, especialmente, la prisión, se encuentran ligadas a las revoluciones. Porque ambas herramientas son utilizadas por el poder para frenar la lucha social y política y acabar con el oponente al poder hegemónico. Pero, también, porque en múltiples casos han sido aquellas detenciones y aquella violencia las que han terminado por engendrar los grandes movimientos magmáticos de la historia.

Elizabeth Victoria Gómez Alcorta* Abogada argentina, se desempeñó como ministra de las Mujeres, Géneros y Diversidad de Argentina

Este artículo ha sido publicado originalmente en el portal jacobinlat.com

Foto de portada: brownonline.

Referencias:

[1] Según la periodista Luciana Bertoia, el plazo promedio para el dictado de las resoluciones de la Cámara de Casación y de la CSJN en las causas seguidas por crímenes de lesa humanidad es de 4 años. En este caso, la Cámara de Casación confirmó en menos de dos años y la CSJN en menos de tres meses.

[2] Entre 2004 y 2022 fue denunciada en 654 ocasiones. Al menos seis personas —vinculadas políticamente con el espacio político opositor a ella— la denunciaron entre 20 y 74 veces. La mayor cantidad de denuncias se presentaron entre 2014 y 2016 y, luego, entre 2021 y 2022 (coincidiendo con los años previos a elecciones presidenciales).

[3] Carl Schmitt, Concepto de lo político, Editorial Struhart & Cía. Bs. As. 2002.

[4] El socialismo presentó en sus listas a mujeres, pero no alcanzaron los votos para que sean electas. El resto de los partidos políticos no llevaban a ninguna candidata mujer.

[5] Gran parte de estas mujeres fueron liberadas a los pocos meses, mientras que otras accedieron a la libertad recién tres años después, en 1958, de la mano de la amnistía del gobierno peronista. Ver: Castronuovo, Sabrina. «El rol de la Revolución Libertadora en el encarcelamiento de la militancia femenina peronista (1955-1958)». Revista de historia del derecho, 2016, no 51, p. 49-71.

[6] Por eso aquí, en un pie de página, deben figurar los nombres de los jueces y fiscales que han intervenido para llegar a la condena de Cristina Fernández. ¡Todos hombres! ¿No me dirán, nuevamente, que el género es una cuestión de segundo orden? Julián Ercolini, Gerardo Pollicita, Ignacio Mahiques, Jorge Ballestero, Leopoldo Bruglia, Javier Carbajo, German Moldes, Rodrigo Giménez Uriburu, Jorge Gorini, Andres Basso, Diego Luciani, Sergio Mola; Mariano Borinsky, Gustavo Hornos, Diego Barroetaveña, Mario Villar, Eduardo Casal, Ricardo Lorenzetti, Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz.

[7] Se podrá afirmar, y coincido, que en toda privación de la libertad está en juego la violencia política y estatal, pero en estos casos es cuando queda a la vista de todxs.

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