Su auge electoral en Países Bajos, Suecia, Finlandia, Hungría o Eslovaquia, así como la conquista de los gobiernos de Italia o Argentina auguran un progresivo avance en su proceso de normalización y gestión. Así lo confirman también las encuestas en otros países como Alemania, Francia o Austria, donde los ultraderechistas se sitúan en los primeros puestos.
Ya no existen los cordones sanitarios. Las ideas que antes defendían los neonazis y fascistas, que provocaban rechazo y había cierto consenso democrático para evitar su normalidad, son hoy defendidas por tipos encorbatados que hablan de libertad y ofrecen soluciones fáciles e inútiles a problemas complejos y estructurales, perpetuando las desigualdades pero mermando la capacidad de respuesta y de enfoque de la clase trabajadora ante su progresiva pauperización. Estas ideas van poco a poco penetrando en el sentido común de una parte de la población, que no encuentra respuestas en los partidos tradicionales. Se normalizan los marcos securitarios, donde los problemas derivados de las políticas del capitalismo se pretenden solucionar con más policía y más control social, con la exclusión de determinados colectivos y la merma de derechos, y la inclusión de más poder para el Estado en materia represiva. Así lo ha dejado claro Milei, eliminando una gran parte de las medidas sociales, de los servicios públicos e incrementando el aparato represivo.
Pero no hace falta irse a Argentina para verle las orejas al lobo. Que Marlaska y el anterior gobierno hayan promovido la infiltración policial en movimientos sociales, o que estén deteniendo bajo acusaciones de banda criminal a grupos ecologistas, nos recuerda a la misma jaula. Socialdemócratas, liberales y conservadores no solo se han visto impregnados de algunas de estas ideas y han adoptado sus marcos, aceptado que van a tener que lidiar con fuerzas reaccionarias, sino que ya implementan muchas de estas medidas. Eso sí, con otras palabras y con una sonrisa. La manera en la que ya afrontan esta nueva situación es diferente en cada escenario, pero el proceso de contaminación del debate público y el arrastre del eje hacia la derecha es evidente. Y parece imparable viendo cómo se pretende seguir jugando con las mismas cartas de aquellos que dicen combatir, condicionados además por unos medios de comunicación cada vez más sumidos en los sucesos, que ponen el foco en las consecuencias de un sistema fallido para eclipsar sus causas. Un menú informativo que genera una constante ansiedad en la población y para lo que siempre aparece el cowboy de turno a poner orden.
El año nuevo que está por llegar nos depara nuevos escenarios para testear hasta donde alcanzará este avance ultraderechista. Las elecciones europeas de junio van a ser un termómetro de la situación en un continente inmerso en una guerra contra Rusia y en un apoyo explícito al genocidio que está cometiendo Israel en Palestina, con los consecuentes costes económicos y políticos de ambos conflictos. También en los EEUU, donde el posible retorno de Donald Trump y el desgaste del manto progresista que se le suponía a Biden auguran una vuelta al mandato republicano, un espacio político cada vez más radicalizado en una sociedad cada vez más huérfana de opciones progresistas.
Según una encuesta de Europe Elects, cerca del 23% de los votos en las próximas elecciones europeas irían para la extrema derecha, hoy dividida en dos grupos en el Parlamento Europeo: Identidad y Democracia (ID), con Le Pen a la cabeza, y que cuenta hoy con 60 representantes, y Conservadores y Reformistas Europeos (ECR), donde se ubica Meloni, los neonazis suecos, Vox o los ultraderechistas finlandeses, entre otros. Además de los ultraderechistas húngaros de Fidesz, que abandonaron el grupo popular y se sitúan en el grupo de no inscritos. A todos ellos se le augura una importante subida obteniendo todavía más financiación y más peso en las decisiones comunitarias. Si entre todos ellos lograran alcanzar un 30%, tendrían una minoría capaz de bloquear todas las leyes importantes que se propongan en la Eurocamara, obligando al resto de grupos a pactar con ellos.
Su normalización ha significado también un alejamiento de las posiciones antieuropeístas, aunque algunos sigan llamándoles ‘euroescépticos’, tras ver la utilidad que las instituciones comunitarias pueden tener en su beneficio. Y es que haber impregnado al resto de actores políticos con sus discursos y sus ideas, y con un grupo popular cada vez más identitario, les permite ver hoy más útil la Unión Europea que cuando eran marginales y todavía se disfrazaban de antisistema.
Para el proyecto capitalista, la ultraderecha siempre será útil. No solo apuntala el sistema que permite a las elites conservar sus privilegios, sino que disciplina a la disidencia y convence a una parte de la clase trabajadora de que los culpables de su precariedad son otros trabajadores, ya sean migrantes o los pobres habituales, caraduras que viven de paguitas. El maridaje entre la derecha, la socialdemocracia y la ultraderecha es ya un hecho, cuando las políticas migratorias se acuerdan entre todos y se reivindican como un éxito por todas las partes, o cuando las medidas económicas son acordadas siempre por estos mismos sin deserciones.
En España, aunque el gobierno de coalición progresista y la bajada de votos de Vox, que pasa de 52 a 33 escaños, es una de las pocas excepciones en Europa, la ofensiva reaccionaria es igual a la del resto de países. Instalados ya en varios gobiernos autonómicos y municipales, los ultras van a escalar en su radicalización, tratando de impregnar todavía más las políticas con sus temas y sus remedios, ayudados, además, por los medios de comunicación y por la colonización y los algoritmos de las redes sociales. Y por extensión, por todas esas políticas represivas contra la disidencia y pusilánimes contra la derecha que ya hemos visto estos últimos cuatro años.
Y es que la desafección política que impregna a una gran parte de la izquierda, que votó el 23 de julio más por miedo que por convicción, es un caldo de cultivo ideal para que las derechas más extremas acaben por completar su ciclo de crecimiento y lleguen a tomar el mando del país. No bastará con retórica y gestos para pararlos, sino que harán falta políticas valientes y efectivas que eviten que las derechas saquen provecho de la precariedad, del miedo y de las miserias.
Pero sería engañarnos si creemos que el progresismo está dispuesto a cambiar el sistema que ha permitido el auge y la normalización de la ultraderecha. Hay que asumir que tan solo aspira a hacerlo más amable y menos indigesto, si eso es posible, y a retrasar lo que el capitalismo tiene preparado de postre. La solución no es fácil, pero señalarlo y denunciarlo al menos es honesto. Sobre todo, para evitar luego desencantos y desencuentros.
Por eso siempre hay que mirar mucho más allá de la política institucional y ver que la política se hace también en el barrio, en el colegio y en el trabajo. En la familia, en el cuidado de los amigos y en nuestra relación con nuestro entorno. Ante la ansiedad que genera la hostilidad del mundo que nos muestran cada día en los medios, hay que reivindicar lo cotidiano y la capacidad que tenemos todos de incidir en él con nuestros pequeños gestos, sin exculpar de responsabilidades a los gestores de la casa común. Es quizás en estas pequeñas plazas donde se libran las más grandes batallas, y al final nos queda cuidarnos y rodearnos de buenas personas para hacer entre todas un mundo mejor, a pesar de lo que siga cociéndose en las cocinas de Palacio. Feliz año nuevo.
*Miquel Ramos, periodista y analista e investigador de movimientos sociales, discursos de odio y extrema derecha.
Artículo publicado originalmente en Público.es
Foto de portada: Manifestantes de extrema derecha en Bruselas. REUTERS.