El sociólogo italiano Giovanni Arrighi sostiene que una crisis de hegemonía se produce cuando el Estado hegemónico carece de los medios o la voluntad de continuar liderando el sistema de Estados en una dirección que se percibe como una expansión (sobre terceros y/o sobre la naturaleza), no solo de su poder, sino del poder colectivo de los grupos dominantes del sistema.
Justamente, lo que pone con total evidencia el trumpismo, como expresión de las fuerzas “nacionalistas-americanistas” estadounidenses, es que Estados Unidos ya no puede ni quiere sostener los pilares del ciclo de hegemonía iniciado en 1945. Si para Joe Biden y las fuerzas “globalistas”, representantes del centrismo liberal occidental, resultaba clave seguir haciendo esos esfuerzos para sostener los pilares de la primacía estadounidense, aunque ya el mapa del poder mundial se había modificado estructuralmente, para Donald Trump y los grupos de poder afines —incluyendo el oxidado cinturón industrial tradicional— los costos de ello resultan cada vez más insostenibles para los Estados Unidos y la voluntad es Make America Great Again, aunque ello golpee a viejos aliados fundamentales o sacuda a la economía capitalista mundial.
Se trata de un cambio estructural. En los términos del historiador británico Paul Kennedy, estamos frente a una típica situación de sobre extensión imperial, donde ya es cada vez más difícil para EE.UU. reproducir los pilares de su hegemonía —lo que se agudiza en algunos grupos de poder y fracciones de capital— ni tampoco sintetizar una respuesta compartida entre los principales grupos de poder y fuerzas del sistema para enfrentar esta nueva realidad. Y ello fractura al propio Estados Unidos, siendo el nacionalismo-americanismo supremacista una de las reacciones fundamentales frente al declive.
El trumpismo lleva a la crisis el sistema de alianzas con Europa occidental y Japón y Corea del Sur, que fueron clave para sostener la hegemonía estadounidense, consolidando la primacía en Eurasia. Estos protectorados militares —o “vasallos” en palabras de Zbigniew Brzezinski—, eran al mismo tiempo centros económicos del capitalismo mundial liderado por Estados Unidos. Pero con el declive estadounidense, estos países son vistos como economías competitivas que “destruyen” la economía norteamericana. En este sentido, Trump llegó a afirmar que la Unión Europea “es mucho peor que China”. Además, el trumpismo entiende que los costos para Washington de sostener su poderío militar son cada vez más altos, por lo que exige a sus protectorados que deben pagar más por su “defensa” o “protección” y también deben aceptar condiciones unilaterales impuestas por Washington en materia comercial o en cuestiones geopolíticas y geoestratégicas, aún en contra de sus intereses. En otras palabras, “Hacer Grande de Nuevo a América” implica hacer más pequeños a los otros actores del sistema. Lo mismo sucede con el denominado “patio trasero” latinoamericano, pero en su versión periférica, donde busca bloquear tanto las tendencias autonomistas como la influencia de potencias extracontinentales, exacerbando la Doctrina Monroe y su principio de América para los (norte)americanos.
El Estados Unidos de Trump ya no intenta ubicarse como paladín del libre comercio y centro coordinador de la economía mundial, a la vez que eje fundamental del sistema multilateral. De hecho, Estados Unidos en buena medida ya no lo era o no lo podía ser. Pero ahora tampoco lo disimula. Y buena parte del mundo mira estupefacto cómo desde el viejo centro del poder mundial emergen fuerzas que destruyen el orden que éste había construido. La escalada en la guerra comercial es un claro ejemplo.
El proteccionismo como indicio
Resulta interesante establecer cierto paralelismo con la experiencia histórica de declive del Imperio Británico, del cual Estados Unidos fue heredero. En 1903 surgió la Liga de la Reforma Tarifaria dentro del Partido Conservador del Reino Unido, al calor de la pérdida de competitividad frente a Estados Unidos y Alemania por parte de la otrora hegemónica burguesía industrial británica y las preocupaciones sobre la “seguridad nacional” que ello generaba. La era del libre comercio iniciada en 1846, cuando el Imperio Británico conquistó la absoluta primacía industrial y consolidó su lugar de hegemón, terminó en gran medida hacia 1914, con el inicio de la Primera Guerra Mundial. Pero fue en 1931 que se impuso finalmente la reforma proteccionista promovida por la Liga de la Reforma Tarifaria, en el ocaso absoluto de la hegemonía británica. A su vez, Londres hizo pagar a sus colonias los costos de su declive y de la guerra, como se vio de forma dramática en los territorios que hoy conforman India, Paquistán y Bangladesh.
Si miramos a la potencia norteamericana, las fuerzas proteccionistas resurgen a fines de 80′, en las batallas por el acero contra Japón, un país “vasallo” pero a su vez gran competidor industrial en ascenso, que era visto hacia esos años como una amenaza para el liderazgo económico mundial estadounidense. El abogado Robert Lighthizer, Representante de Comercio de los Estados Unidos en la administración de Donald Trump desde 2017 hasta 2021, fue una pieza clave en esas batallas, representando al sector siderúrgico estadounidense. Si en 2008 se puso de manifiesto la crisis estructural del ciclo de hegemonía iniciado en 1945, fue recién en 2017-2018, durante el primer gobierno de Trump, cuando se impone el proteccionismo neohamiltoniano como política de Estado. Ello queda claro con el lanzamiento de la Guerra Comercial (que también es una guerra tecnológica) en 2018, el vaciamiento de la Organización Mundial de Comercio, la retirada estadounidense del Tratado TransPacífico (TPP) o la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en función de los intereses de Washington, entre otras cuestiones. Allí se decretó el fin del “libre comercio” como política central de los Estados Unidos, que imperó desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos conquistó la primacía productiva y política planetaria. La administración Biden mantuvo la política de aranceles impuesta por Trump o los acuerdos que dieron lugar al TLCAN 2.0, aunque con perfil más bajo desde lo discursivo, al tiempo que profundizó la guerra tecnológica y la guerra de sanciones —otras formas de la guerra económica—, con blancos más precisos y con China como objetivo principal. Esto último no cambió, aunque sí cambiaron las tácticas y estrategias.
Los objetivos de la guerra comercial
La guerra comercial no empezó el 2 de abril de 2025, el “día de la liberación” según Donald Trump. Lo que decreta el 2 de abril es una gran escalada global; un gran golpe desde el cual renegociar la posición de los Estados Unidos, aunque posiblemente haya dejado en evidencia muchas debilidades, que contrastan con las fortalezas mostradas por parte de China. Hay cuatro objetivos fundamentales que llevan a esta escalada, los cuales son una respuesta al declive relativo estadounidense, bajo una estrategia nacionalista-americanista agresiva, cuya política central son los aranceles a las importaciones:
1. El intento por frenar y revertir el proceso de debilitamiento industrial de Estados Unidos, una tendencia secular que se profundizó en los últimos años, a pesar de la guerra comercial y tecnológica contra China para frenarla. El gigante asiático representa 31,8% del PBI industrial mundial y Estados Unidos 17,4% (medidos a precios nominales, a precios de poder adquisitivo la diferencia es mucho mayor). Esta realidad se percibe como un gran problema de “seguridad nacional” en Washington, ya que la debilidad industrial se traduce en debilidades en defensa y en el desarrollo tecnológico.
2. Una imperiosa necesidad gubernamental de aumentar la recaudación pública con el objetivo de achicar un enorme déficit fiscal estructural mediante un impuesto indirecto a los consumidores estadounidenses, que busca evitar aumentar los impuestos a las grandes corporaciones. Este déficit se financia con un endeudamiento público que se ubica en cifras exorbitantes. La deuda pública total ya llegó a los 36,2 billones sobre un PBI nominal de 29,2.
3. Establecer negociaciones bilaterales para imponer los intereses de Washington frente a una contraparte más débil. Estados Unidos todavía posee el principal mercado nacional a precios corrientes o nominales. Además, en muchos casos negocia con “protectorados” o países subordinados en términos estratégicos.
4, Generar una devaluación del dólar que otorgue más competitividad a Estados Unidos y licúe la deuda pública. Detrás de estas medidas hay también una guerra de monedas. Esto ya lo hizo Estados Unidos en otras oportunidades en la historia, como los Acuerdos de Plaza de 1985. El problema es que ese objetivo ahora puede estar en contradicción con la necesidad de mantener el dominio global del dólar, último gran bastión de poder casi monopólico que aún conserva. A diferencia de los años 1970 y 1980, hoy hay tendencias geoeconómicas y geopolíticas que apuntan hacia la desdolarización del sistema mundial.

Repliegue en el continente americano
La reconfiguración política y estratégica a la que apunta el trumpismo, tiene como una de sus premisas reforzar la primacía en el llamado hemisferio occidental, esto es, replegarse en el continente americano bajo un Monroísmo recargado. En este marco debe leerse por qué para la región los aranceles que impuso Trump son los más bajos (10%). Es decir, el incentivo para América Latina y el Caribe (la “zanahoria”) sería, en realidad, un castigo (el “palo”) más pequeño que a otras regiones del mundo.
Por otro lado, en un retorno a un imperialismo territorialista y proteccionista, con aires al del siglo XIX, el trumpismo busca expandir su espacio estatal continental: anexar a Groenlandia y Canadá para conformar un inmenso estado norteamericano, de unos 22 millones de kilómetros cuadrados y una gran cantidad de recursos naturales, con una presencia clave en el Ártico —espacio estratégico en las próximas décadas. Además, Washington busca retomar el control total del canal de Panamá, punto logístico fundamental tanto a nivel global como en la conexión marítima entre las dos costas de los Estados Unidos. Renombrar al Golfo de México como Golfo de los Estados Unidos es un elemento simbólico de suma importancia de este imperialismo territorialista sobre México y el Caribe.
Los declives de los imperios suelen ser tiempos peligrosos. Especialmente cuando ingresamos a la etapa de quiebre de un ciclo de hegemonía, caracterizada por el Caos Sistémico. América Latina se enfrenta a la encrucijada de quedar subordinada como “Patio Trasero” de un poder en declive, que está deviniendo hacia un imperialismo territorialista con elementos neofasistas, o posicionarse como un espacio emergente, en un escenario de creciente multipolaridad relativa y profunda transformación histórica-espacial del sistema mundial
Gabriel Merino* Analista de política internacional. Sociólogo y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Investigador del CONICET y profesor de la UNLP y de otras instituciones de grado y postgrado.
Este artículo ha sido publicado originalmente en el portal tektonikos
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