En África estamos asistiendo a una andanada de revueltas soberanistas, revoluciones de color y movilizaciones que resisten al “statu quo” de las elites gobernantes, que además muchas de ellas se mantienen en el poder gracias a los enormes acuerdos con las metropolis imperiales y/o coloniales. Aun hoy nos parece impensado pero hay países donde la historia parece repetirse, con otros nombres, donde las esperanzas de independencia se disfrazan de modernidad y los discursos de progreso esconden, bajo una capa de desarrollo, los viejos mecanismos del control colonial.
Tanzania, esa tierra que alguna vez soñó un socialismo africano distinto al de Moscú y Washington, basado en las reglas que se podían cimentar en un panafricanismo naciente, hoy vuelve a estar en el centro de esa contradicción: un país que crece, pero no respira; que avanza en cifras, pero retrocede en derechos; que promete soberanía, mientras refuerza un poder que se vuelve cada día más ajeno al pueblo. Hoy Tanzania está muy lejos del sueño de la “ujumaa” soñada por Julius Kambarage Nyerere, conocido como “Mwalimu” (maestro en suajili) que consistía en una forma de socialismo comunitario inspirado en las tradiciones rurales africanas, que buscaba construir una economía autogestionada, igualitaria y descolonizada. Claramente el gobierno heredado, pero confirmado en las urnas, de Samia Suluhu Hassan tiene una dirección contraria a la de Nyerere.
Desde los primeros días de noviembre, Dar es Salaam huele a gas lacrimógeno. Las calles, donde alguna vez Julius Nyerere imaginó la posibilidad de un Estado de justicia social y dignidad, están hoy llenas de jóvenes que gritan por democracia, por comida, por trabajo, por futuro. Pero el gobierno no escucha. Samia Suluhu Hassan, la presidenta que muchos habían recibido con esperanza tras la muerte de John Magufuli, acaba de obtener un 97,66 % de los votos en unas elecciones que nadie cree limpias.
Su victoria fue proclamada por la Comisión Electoral Nacional el 1 de noviembre de 2025, en un contexto de censura mediática, cortes de internet y represión militar. La oposición, encabezada por Tundu Lissu, denunció fraude masivo y persecución política: su partido, el Chama cha Demokrasia na Maendeleo (CHADEMA), fue directamente excluido del proceso. Más allá de los detalles técnicos y los pomposos nombres de partidos y candidatos lo importante es que al menos 700 personas murieron en las protestas posteriores a las elecciones, aunque organizaciones locales hablan de un número mayor, imposible de verificar por el cerco informativo que está imponiendo el “régimen” de Hassan.
Ujamaa, otro tiempo. Otro sueño
El ujamaa (palabra suajili que significa “familia”, “comunidad” o “fraternidad”) como ya hemos mencionado fue el proyecto político, económico y filosófico impulsado por Julius Nyerere, primer presidente de Tanzania, tras la independencia en 1961. Más que un simple programa económico, el ujamaa fue el intento más coherente de construir un socialismo africano desde las raíces culturales y comunitarias del continente, sin copiar los modelos europeos, ni el capitalista ni el soviético.
Nyerere creía que el colonialismo no solo había saqueado los recursos africanos, sino también las formas de vida colectivas que sostenían las comunidades rurales. Según él, antes de la colonización, las aldeas africanas funcionaban de manera cooperativa: el trabajo, la tierra y la cosecha se compartían entre todos. Entonces fue hasta recién en 1967, con la Declaración de Arusha, que Tanzania adoptó oficialmente este modelo, el jumaa, a partir de allí el Estado impulsó el traslado de millones de campesinos a aldeas comunales, donde se trabajaría la tierra colectivamente y se garantizarían servicios básicos como escuelas, dispensarios y agua potable.
El ujamaa, entonces, proponía revivir ese espíritu comunitario, adaptándolo a las exigencias de un Estado moderno.
Cuando Nyerere propuso el ujamaa, no hablaba solo de una reforma económica. Hablaba de un alma colectiva. De recuperar los valores comunitarios, la producción cooperativa, la dignidad africana frente a los modelos importados. Ese sueño fracasó, sí, pero dejó una huella profunda: la idea de que Tanzania podía construir su propio camino.
Hoy esa herencia se usa como decorado. El gobierno cita a Nyerere en los discursos, lo canoniza en las paredes, pero vacía de contenido su pensamiento. La Tanzania actual sigue dependiendo del capital extranjero, de las inversiones mineras, del turismo, de la agricultura exportadora. El país crece —6,3 % en el segundo trimestre de 2025, según el Banco Central—, pero ¿para quién crece?
La inflación se mantiene baja (3,4 %, según el FMI), pero la pobreza rural sigue afectando a más del 26 % de la población, y el desempleo juvenil ronda el 13 % oficial, aunque los analistas locales estiman el doble. La riqueza no baja al pueblo, y el modelo de desarrollo reproduce las viejas jerarquías coloniales: materias primas para afuera, pobreza estructural para adentro.
El Estado promueve su “Visión 2050”, una estrategia que promete convertir a Tanzania en país de ingresos medianos-altos. Pero detrás de las promesas de infraestructura y modernización. Los contratos con empresas turcas, indias, chinas incluso muchas con sus sedes del otro lado del Atlántico son las principales que podrían garantizar la construcción de ferrocarriles, puertos, y hasta incluso las tareas de modernización y digitalización del Estado tanzano, pero también detrás de estos acuerdos se esconden contratos firmados con empresas que concentran beneficios y dejan al Estado endeudado.
Lo que antes se exportaba a Londres, hoy se envía a Pekín o Dubái. Cambian los socios, no las relaciones de poder.
Revolución de color o cansancio social
La juventud tanzana una generación que creció con smartphones, que estudió en universidades pero no encuentra empleo ha sido la chispa, como en otros países del continente (Madagascar, Camerún, Costa de Marfil). Primero fueron los estudiantes de la Universidad de Dar es Salaam, después los trabajadores urbanos y los campesinos de Arusha y Mwanza.
La represión fue brutal. Los videos que lograron escapar del apagón digital muestran tanques en las calles, soldados disparando a manifestantes desarmados, hospitales colapsados. Las imágenes recuerdan a episodios que África ya conoció demasiadas veces.
Pero detrás del dolor, hay una conciencia que despierta. Las consignas no solo hablan de elecciones: hablan de dignidad, soberanía y justicia social. Los jóvenes no están pidiendo solo libertad de voto, sino libertad de destino.
La represión, sin embargo, es el reflejo del miedo del poder. Según fuentes del propio Ministerio del Interior, más de 12.000 personas fueron arrestadas en apenas una semana. Los cuerpos de seguridad —entrenados y financiados parcialmente por programas estadounidenses de cooperación antiterrorista— han actuado con una coordinación que sugiere una militarización planificada.
La pregunta flota inevitablemente en el aire. ¿Estamos frente a una de esas llamadas “revoluciones de color” que desde los años 2000 intentan proyectarse sobre África, promovidas por fundaciones occidentales, ONG y laboratorios de cambio de régimen? ¿O estamos ante un movimiento auténticamente tanzano, popular y espontáneo?
Por un lado, no se observan líderes opositores promovidos desde el extranjero con la visibilidad mediática típica de esos procesos, ni grandes campañas internacionales de apoyo como las que acompañaron los casos de Georgia o Ucrania. La movilización parece nacer de la base, de la frustración social acumulada por la desigualdad, la corrupción y la represión. Las protestas no exhiben una iconografía prooccidental ni discursos liberales globalizados: hablan de hambre, justicia y soberanía, no de integración neoliberal.
Sin embargo, algunos indicios preocupan: el repentino protagonismo de ciertas ONG con sede en Washington y Bruselas, el financiamiento de campañas digitales anónimas que llaman a “resistir la tiranía”, y el aumento de la cobertura selectiva en medios occidentales sugieren que podría haber intentos de capitalizar el descontento social para redirigirlo hacia una agenda de cambio controlado.
Lo que empieza como un grito popular, puede terminar manipulado como un laboratorio político. Y en África, donde el FMI, USAID y las embajadas europeas juegan siempre su partida, nada ocurre sin intereses cruzados.
Aun así, reducir el proceso a una conspiración sería una forma de negar la agencia popular. Lo que está en marcha en Tanzania tiene un componente profundamente nacional: el cansancio de un pueblo que ya no soporta ser gobernado por un partido eterno, que promete emancipación pero practica la sumisión.
Geopolítica en un tablero complejo
El tablero regional ayuda a entender la complejidad, pero también desnuda la persistencia de una lógica imperial que nunca abandonó el continente. Tanzania se encuentra entre dos polos de influencia que, bajo diferentes banderas, buscan lo mismo que los antiguos imperios: controlar las rutas, los recursos y las decisiones soberanas de los pueblos africanos. China financia el nuevo puerto de Bagamoyo y proyectos mineros en el interior con préstamos blandos y discursos de cooperación Sur-Sur, mientras Estados Unidos mantiene presencia militar en el Índico a través de AFRICOM y presiona por acuerdos de seguridad que aseguren su dominio sobre los corredores marítimos. Ambos se presentan como socios, pero ninguno renuncia a la vieja ambición colonial: convertir África en el espacio donde se resuelven las necesidades del mundo, y no las de los africanos.
El puerto de Bagamoyo no es solo una obra de ingeniería, sino un símbolo de disputa global. Pekín lo proyecta como parte de la Franja y la Ruta, el sueño de una Eurasia conectada bajo su órbita, mientras Washington intenta impedir que ese corredor consolide un eje asiático en el corazón del océano Índico. A su vez, las instituciones financieras occidentales, disfrazadas de cooperación, imponen condicionamientos al endeudamiento y a la apertura de mercados, perpetuando los mecanismos de subordinación económica que África ya conoce demasiado bien.
En el fondo, la tensión no se reduce a dos potencias en pugna, sino a dos visiones del mundo que siguen situando a África como territorio a ser gestionado desde afuera. Un país como Tanzania aparece hoy atrapado entre la necesidad de desarrollo y el riesgo de una nueva dependencia. Los puertos, ferrocarriles y torres de comunicación se levantan con capital extranjero, pero rara vez con autonomía real: las ganancias y las decisiones se fugan hacia el norte o hacia el este, mientras los pueblos permanecen en la periferia del progreso prometido.
El canal de Mozambique, por donde circulan minerales y combustibles hacia Europa y Asia, se ha transformado en el nuevo campo de batalla del siglo XXI. Su control define la soberanía regional tanto como lo hizo Suez en el siglo pasado. En ese contexto, un país inestable puede convertirse en problema o en oportunidad, según quién lo mire. Pero el verdadero desafío no es estabilizarlo para servir a otros, sino reconstruir un proyecto nacional que coloque a los tanzanos en el centro de su propio destino. Solo desde esa recuperación de la voz propia, la independencia dejará de ser una fecha en los libros de historia para convertirse, otra vez, en un horizonte por conquistar.
La Unión Europea, mientras tanto, negocia con el gobierno acuerdos migratorios que incluyen el uso de territorio tanzano como zona de contención para personas desplazadas del Cuerno de África. Todo bajo el discurso humanitario que ya conocemos: ayuda al desarrollo, pero con fronteras cerradas.
Tanzania intenta mantener su neutralidad, pero en realidad se mueve en un equilibrio precario entre potencias que la oprimen. La represión interna garantiza a los inversionistas “estabilidad”; los préstamos del FMI aseguran disciplina fiscal; los acuerdos mineros consolidan la dependencia. Es el mismo esquema neocolonial que los pueblos del Sahel están intentando desmontar, pero en versión oriental.
Lo que hoy ocurre en Tanzania no es un caso aislado: es el reflejo de un continente que sigue buscando su camino entre la independencia formal y la emancipación real. África sigue siendo campo de batalla entre quienes quieren controlar sus recursos y quienes intentan liberar su destino.
Desde Dakar hasta Dar es Salaam, desde Bamako hasta Goma, el pulso es el mismo: el de las juventudes que ya no aceptan que el futuro africano sea diseñado fuera de África. Las protestas tanzanas, con toda su ambigüedad, son parte de ese despertar continental.
Y quizás por eso duelen tanto al poder. Porque no son solo manifestaciones: son el recordatorio de que el pueblo aún puede desobedecer, y que cada vez que lo hace, la historia tiembla. El dilema no es solo político, sino civilizatorio: entre seguir siendo un país que obedece las lógicas del capital global o intentar construir una soberanía africana, humana y solidaria.
Tal vez el futuro de Tanzania no se decida en los despachos de Dar es Salaam, ni en las oficinas del Banco Mundial, sino en las calles donde los jóvenes, golpeados y cansados, siguen levantando pancartas. Porque la historia africana —como bien supo Sankara— siempre ha sido escrita por quienes se atrevieron a desobedecer.
*Beto Cremonte, docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP.
