El cuerpo violado o resistido es campo de batalla donde colisionan teologías, ideologías y goces; ahí se decide la política. La violencia sexual, tome la manifestación que tome, es un acto de dominación que expropia el cuerpo del otro. El cuerpo es el centro de la política, la resistencia y también de la redención.
En la salida de Assad y el ímpetu fálico de los rebeldes extremistas al poder, se desvela el goce como motor político. Siria es el laboratorio donde se experimentan las nuevas formas de guerra y dominación, pero también el lugar donde la resistencia, por frágil que parezca, sigue afirmando su existencia como bastión de dignidad. Los choques fálicos, las guerrillas y los financiamientos oscuros son, al final, expresiones de una política que se juega en el nivel más íntimo: el cuerpo. Y mientras haya cuerpos que resistan, que se levanten a pesar de la devastación, la soberanía última nunca estará completamente perdida.
El peligro, como lo muestra la historia reciente en países como Irak, Yemen o Afganistán, es que la anarquía se vuelve un estado permanente, un sistema donde el poder no reside en el Estado, sino en las milicias, las guerrillas y los agentes extranjeros que operan sin restricciones. En estos escenarios, los cuerpos dejan de ser humanos para convertirse en recursos: mártires para una causa, armas y rehenes para un enemigo, mercancías para una economía clandestina que se alimenta del conflicto perpetuo. Las guerrillas, financiadas por intereses externos, no solo destruyen, sino que generan un vacío en el que las potencias intentan reescribir las reglas del poder global. No se trata solo de la caída de un sistema, sino del deseo desbordado de autonomía que arrastra cuerpos hacia el conflicto. ¿Qué nace cuando los cuerpos, en su anarquía, son territorio de lucha?
La política comienza ahí: donde el cuerpo, expropiado por el poder, busca recuperar su soberanía en el vértigo de la destrucción. El goce no es el fin, sino el punto de partida de una disidentidad que desordena las jerarquías religiosas y políticas. Más que en las instituciones y la sociedad civil organizada, la política nace y toma forma en los cuerpos, lugares donde se disputa el poder y se transgrede la autonomía. En este sentido, las violaciones sexuales dejan de ser solo armas de guerra: son rituales transreligiosos donde el goce violento redefine fronteras, sometimientos y pertenencias; un retroceso hacia un estado donde la guerra deja de ser un medio para la paz y se transforma en una afirmación pura de poder y goce.
La violación (femenina, masculina o estadios intermedios) convierte al cuerpo en campo de goce forzado, lo despoja de identidad y lo reinscribe bajo nuevas soberanías. Es ahí, en el cuerpo violado, donde la política llevada al límite de la carne y se hace efectivo el poder. Esto es Siria en estos momentos, como un microcosmos. Entendamos que Siria es hoy un teatro trágico donde se encarna la lucha por la disolución y la redefinición de soberanías políticas y espirituales. Al hablar de soberanía espiritual, en última instancia, también toca hablar del coito; los cuerpos se convierten en moneda de cambio y en tableros donde se libran estas batallas simbólicas. Las guerrillas, en su intento de someterlo todo, producen un eco inesperado: el renacimiento de identidades que creían extinguidas y el surgimiento de nuevos pactos de resistencia.
Siria es un cuerpo colectivo desgarrado por fuerzas que disputan no solo el control político, sino la legitimidad espiritual de las narrativas que lo atraviesan. Las guerrillas extremistas operan como extensiones de estos choques fálicos, agentes de una violencia que, lejos de ser espontánea, responde a patrones calculados. Los financiamientos oscuros de potencias extranjeras se convierten en transfusiones de poder que alimentan no solo el conflicto, sino también la perpetuación de una narrativa de fragmentación y caos. Cada facción es financiada con el objetivo de desestabilizar, no de construir; de perpetuar el conflicto, no de resolverlo. Este mismo patrón se ha visto en Irak, Yemen y Libia, donde el vacío dejado por el colapso del Estado se llena no con esperanza, sino con nuevas formas de anarquía organizada.
La angustia de los rebeldes extremistas y quienes sufren su yugo nace de la tensión entre su goce destructivo y su obsesión por instaurar un orden absoluto, una pureza que, paradójicamente, solo podría afirmarse mediante la violencia. Frente a la población cristiana, esta dinámica adquiere un carácter aún más visceral: el cristianismo, como símbolo de resistencia cultural y teológica en la región, se convierte en un blanco preferente. Blanco de vejaciones, por supuesto. Tanto mujeres como hombres. Y es que no debemos ver la violencia potencial contra los cristianos no es solo un acto bélico porque eso sería un error; hay que verla como un rito de exorcismo político-religioso identitario.
Es el intento de borrar una identidad que desafía la lógica monolítica del extremismo, un acto de violación simbólica que busca apropiarse del cuerpo colectivo cristiano para reinscribirlo bajo una nueva soberanía ideológica. Es aquí donde la política, el goce y la fe colisionan: Siria es el cuerpo donde se libra esta guerra total, y los cristianos, en su vulnerabilidad, representan tanto el desafío como el testimonio de una resistencia irreductible. Este país, hoy, es un cuerpo crucificado en el altar de las contradicciones humanas, donde el goce de la destrucción y el anhelo de trascendencia colisionan. Y ese proceso debe continuar, así estemos a favor o en contra. Es un mandato. La guerra en Siria no tiene por qué tener necesariamente ni propósito ni destino; basta con ser una repetición absurda de la propia teología del dolor.
Cada cuerpo es eje de resistencia; son templos profanados que, aun así, sostienen la memoria de su identidad. Pero en la guerra, el cuerpo deviene un espacio en disputa, una carne que arde bajo la mirada, donde la pesadilla devora lo humano para revelar lo más depredador. Los rebeldes extremistas, en su frenesí, no solo destruyen; buscan transformar cada cuerpo en un manifiesto de su dominio, un estandarte de su verdad sangrienta; la disolución de lo político como arte y su mutación en violencia ritual.
En Siria además hay un escenario donde la voluntad de vivir se consuma en el deseo de extinguirse, al mismo tiempo que vemos en esta tragedia un eco de nuestra condena universal: buscar sentido en el caos, aunque ese sentido sea el abismo puro. La violencia no solo destruye, sino que redefine y hasta crea; impone nuevas identidades mediante la aniquilación de las antiguas. Pero, incluso en el cuerpo violado y sometido, persiste la resistencia de lo que no puede ser borrado: la memoria del espíritu, del gesto, de la carne que rehúsa ceder completamente. Cada cuerpo desplazado, cada comunidad aniquilada, se convierte en un nodo de resistencia silenciosa, pero también en una chispa que puede encender nuevos conflictos en la región.
Entendamos que Siria no es solo un territorio en disputa; es una geografía de la carne donde los cuerpos se alzan como mapas de resistencia, identidad y sometimiento; la corporeidad en el conflicto trasciende el sufrimiento físico y deviene una declaración política: los cuerpos caídos, violados, torturados o sublevados no solo soportan la violencia, sino que la resignifican, la denuncian y, en ocasiones, la perpetúan. La guerra, en este sentido, es una lucha no solo por el territorio físico, sino por el dominio simbólico y la pertenencia a una comunidad. Los cuerpos en Siria se retuercen en una pesadilla perpetua como figuras atrapadas entre sombras grotescas que desdibujan lo humano. Incluso en la devastación más absoluta persiste el arte de la resistencia, el gesto tenue pero firme de un cuerpo que se niega a ser borrado, que reclama su lugar en la tragedia como testimonio y desafío.
De aquí en adelante, los cuerpos cristianos, musulmanes, rebeldes o civiles en Siria se van transformando en territorios de lucha donde la guerra no solo destruye, sino que también crea nuevas narrativas, nuevos pactos de dolor y sobrevivencia. En este teatro de lo humano y lo inhumano, Siria se alza como un espejo para el mundo; un recordatorio de que la política comienza siempre en la carne, en los cuerpos que resisten, caen y se levantan. La corporeidad, después de todo, es el único territorio que no puede ser conquistado del todo, porque incluso en su destrucción deja una huella imborrable: la memoria de su existencia, de su dolor y de su lucha.
Aquí yace la paradoja final: el cuerpo, aunque sometido, sigue siendo el único soberano. En Siria no hay redención ni sentido en el sufrimiento, sino el eco interminable de una humanidad condenada a repetirse en su fracaso, a buscar en la destrucción la razón que se le escapa en la vida. En su estado actual, Siria es más que un escenario de guerra: es un choque fálico a escala global, donde el poder de las grandes potencias se afirma no solo a través de armas y ejércitos, sino también mediante la violación simbólica, física y literal de los cuerpos.
Cada acto de violencia es un grito de poder que intenta borrar los límites de la soberanía local, imponiendo un nuevo orden o, más peligrosamente, desatando un caos que se extiende más allá de las fronteras de Siria. La anarquía que amenaza con devorar Siria no es un vacío puro, sino un espacio donde fuerzas opuestas luchan por imponer su narrativa. Los países vecinos, como Líbano o Jordania, sienten las ondas de esta anarquía, mientras las potencias globales observan, calculan y financian, esperando moldear el caos a su favor. Pero es que el caos no puede ser controlado del todo: tiene su propia lógica, su propio ritmo de destrucción y creación, donde las potencias que lo alimentan también corren el riesgo de ser consumidas.
Siria, entonces, es una advertencia para el resto de Oriente Medio: cuando la guerra desborda las fronteras de la política y se adentra en la destrucción total, el peligro no es solo la pérdida de un país, sino la instauración de un orden global basado en el caos, donde las potencias juegan con el fuego de la anarquía sin comprender que ellas mismas pueden ser consumidas. Siria, como epicentro de posibles procesos de desintegración, amenaza con exportar su caos a través de redes de refugiados, tráfico de armas y grupos extremistas que encuentran en el vacío político un terreno sumamente fértil para expandirse. Cuando la guerra se convierte en un fin en sí mismo, cuando el poder se ejerce sin límites y cuando el cuerpo deja de ser humano para convertirse en un recurso, la anarquía no es solo un peligro, sino una certeza.
Sabemos cómo comienzan las guerras y las desfragmentaciones territoriales: un cuerpo se impone sobre otro, un símbolo reemplaza a otro, una frontera se disuelve en sangre. Pero lo que nunca sabemos es cómo terminan, especialmente en contextos donde la tensión fálica se convierte en la fuerza motriz de la destrucción y el sueño febril, donde los cuerpos se retuercen en poses imposibles. Siria, como otros países (y territorios) de Oriente Medio, encarna este dilema: una fractura inicial que evoluciona en un caos incontrolable, alimentado por ambiciones locales, intereses extranjeros y la inercia de una violencia que ya no responde a lógicas previsibles.
La pregunta que queda es cómo termina todo esto. Las guerras modernas, especialmente en Oriente Medio, no se resuelven por completo en sus causas profundas y estructurales, sino que se transforman. La anarquía, lejos de ser un vacío, se convierte en un sistema propio; un estado permanente donde la violencia es tanto el medio como el fin. Siria es tanto un espejo como una advertencia: un recordatorio de que las guerras fálicas, una vez iniciadas, no tienen final claro, solo una prolongación indefinida de su propio caos. Dicho de otro modo, una posibilidad del desarrollo de este conflicto es que no termine nunca, o bien, se prolongue durante varios años y mute en sucesivas crisis.
Vicente Quintero*. Especialista en Gobierno y Política Pública. Diplomado en Edición Editorial y del Libro.
Foto de portada: CC0, via Wikimedia Common