Los cuatro virreinatos que el reino de España impuso en América: Nueva España, Perú, Nueva Granada y del Río de la Plata, tenían muy poca vinculación entre sí y todos se referenciaban en la corte madrileña. Ninguno de ellos tenía como objetivo desarrollar economías o vínculos políticos y sociales y, en cambio, todos estaban abocados a cumplir con su primera obligación: saquear las colonias y llevarse todo lo saqueado.
Inglaterra fracasó una y otra vez en su intento por arrebatarle las posesiones latinoamericanas a España. Todos los fracasos se debieron a la firme resistencia opuesta por los criollos, los “naturales” de estos territorios. Aunque estos “naturales” nunca hubiesen recibido aliento alguno de Madrid, sino todo lo contrario.
Los más preclaros y decididos patriotas latinoamericanos siempre tuvieron presente que la división virreinal era simplemente un recurso de la corona para mantenerlos desunidos y así poder vencerlos por separado. La historia demostró que las luchas por la independencia tuvieron éxito cuando se abordaron en una coordinación continental.
En aquella época, en las primeras décadas del siglo XIX, las guerras europeas y los saqueos colonialistas conformaban un mismo nudo de contradicciones. Napoleón intentó resolverlo como Alejandro había resuelto el nudo gordiano que le impedía avanzar a la India: de un tajo. Pero fracasó ante la acción conjunta de las principales monarquías absolutistas europeas, lideradas por Rusia e Inglaterra (ambas dinastías estaban emparentadas).
La Santa Alianza, la autocrática unión creada en 1815 e impulsada por Klemens von Metternich, canciller del imperio austrohúngaro, tuvo como su principal objetivo sofocar todos los intentos independentistas de las colonias y restaurar a sangre y fuego todas las monarquías europeas. Pero el desarrollo dialéctico de las sociedades humanas es un proceso irrefrenable, regido por leyes tanto económicas como sociales y ese objetivo fue sepultado por la ola triunfante de movimientos de liberación nacional y de incipientes revoluciones sociales en los principales países europeos.
Hacia finales del siglo XIX tanto en Europa como en América Latina ya se habían consolidado los estados nacionales. Pero mientras que las “metrópolis” aceleraban esa consolidación mediante sangrientas guerras coloniales en África y en Asia, en nuestro continente las nacientes elites locales intentaban fortalecer sus propios dominios. Sólo se reprimía salvajemente los intentos de desarrollo independiente de países como el Paraguay, o la resistencia “aborigen” al saqueo despiadado de los ejércitos de la “civilización”.
Hicieron falta dos guerras mundiales y varias guerras locales para destruir el sistema colonialista y reconocer el triunfo de los movimientos de liberación nacional. América Latina, en ese sentido, tiene una larga tradición de lucha liberadora. Ella no se interrumpió desde los primeros alzamientos contra la dominación hispana. Centros como Chuquisaca formaban intelectuales impregnados de la revolución francesa para todo el continente.
Luego vinieron los combates contra la dominación imperialista. En México, Emiliano Zapata y Pancho Villa fueron los líderes de la resistencia campesina e indígena. En el Perú, el inicial Víctor Raúl Haya de la Torre levantaba insurrecciones contra el poder de la rancia oligarquía limeña y en el Brasil, la columna del capitán y dirigente comunista Luis Carlos Prestes recorría en la década del 30, 25.000 kilómetros llamando a la sublevación.
En la década del 50 del siglo pasado, en el sur de nuestro continente, el presidente Perón impulsaba la unión ABC (Argentina, Brasil, Chile) como lúcida precursora de futuras alianzas regionales como el MERCOSUR. Los personeros de los centros de poder imperialista destruyeron esos intentos, desterraron a sus líderes como lo hicieron con Juan Domingo Perón y en algún caso, como Getulio Vargas, los “suicidaron”.
Hizo falta imponerse a numerosos y sangrientos golpes de estado y dictaduras cívico-militares para llegar finalmente en nuestra América Latina a un estado de democracia formal y estable. Como en África y en Asia, en América Latina en la resistencia a las dictaduras también tuvimos mártires: Sandino, Arbenz, el Che, Torrijos, Allende, nuestros 30.000…
En los principios de este nuevo siglo XXI las luchas de los pueblos latinoamericanos, verdaderos movimientos de liberación nacional lograron casi repetir las epopeyas independentistas en cuanto a su coherencia continental. Fidel, Chávez, Correa, Néstor y Cristina, el Evo, Lula, el Pepe, Lugo y la inicial Bachelet volvieron a darle forma a una estrategia común y, luego de aquella memorable Mar del Plata del repudio unánime al ALCA, apareció la UNASUR. Como en la gesta de la independencia, todo pareció apuntar a la consolidación de una alianza latinoamericana encaminada a integrarse con otros retoños de un nuevo orden multipolar: los BRICS, la OCSh, la Liga Árabe, la Unión Africana, la renovada ANSEAN…
Sin embargo, la sombra de Metternich en una nueva versión planeó sobre nuestros territorios y una moderna Santa Alianza encabezada por el “gran hermano norteño” (recuerdo aquello de “… tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos” …) volvió a aherrojar nuestros ideales de independencia económica, soberanía política y justicia social. Esta vez con métodos más sofisticados y “aggiornados”. Las redes sociales (algo que en su inicio pensamos ingenuamente como el triunfo de la independencia informativa) fueron rápidamente apoderadas por los grandes monopolios mediáticos y se convirtieron en marco y base de lo que podríamos llamar la “internacional judicial”.
En la actualidad, el Poder Judicial ha dejado de ser simplemente una de las tres ramas de gobierno de la democracia, para convertirse en un hermético ariete de las clases dominantes. El propio poder judicial es una elite que no se somete a control ni a auditoria popular alguna. Si hay una “casta” en nuestra sociedad, esa es la “casta” judicial, absolutamente alienada del poder político, totalmente hereditaria, un aberrante, obsoleto, pesado feudo reaccionario en permanente confrontación con la realidad política de nuestra Patria.
Con métodos similares a los aplicados en el resto del mundo; el poder multimediático atacó a los líderes populares con calumnias y deformaciones de la realidad, y el poder judicial, basándose en esas falsedades, los persiguió, encarceló y exilió. Cristina, Correa, Lula, el propio Chávez hasta su intrigante muerte, Evo, el hondureño Zelaya….
Como ocurrió en la Europa del siglo XIX, la Santa Alianza “nativa” de Macri, Bolsonaro, Uribe y otros tampoco duró demasiado. En Europa, las revoluciones de 1830 y 1848 la barrieron y dieron lugar a la consolidación de los estados burgueses. En América Latina, lo revolucionario fueron las elecciones que, en todos nuestros países dieron por tierra los gobiernos del neoglobalismo imperialista y abrieron el arduo camino para la reinstalación de gobiernos democráticos y solidarios.
Claro está que, como en todas las organizaciones surgentes del nuevo orden multipolar, no existe la univocidad. Por el contrario, son el centro de grandes discusiones estratégicas, tendientes a encontrar puntos de gestión táctica y marcos de estrategias comunes. El objetivo central del multipolarismo es, antes que nada, desembarazarse del agobio impuesto por un globalismo neoliberal y reaccionario, y construir el marco internacional para el desarrollo independiente e interrelacionado de los integrantes de las nuevas formaciones.
Los nuevos líderes latinoamericanos, AMLO, Petro, Maduro, Díaz Canel, Arce, Boric, el Lula renovado y nuestro tándem Alberto-Cristina, asumen el momento con pragmatismo. Reclaman una profunda restructuración de la OEA, buscan fortalecer alianzas regionales, se presentan ante las nuevas organizaciones del multipolarismo. En muchos episodios de sanciones provocados por el hegemónico bloque anglosajón han conformado un frente común de resistencia y practicidad.
Es un proceso, no se les puede exigir soluciones detonantes, como las que se producían en la primera década “revolucionaria” de nuestro siglo latinoamericano. Estos líderes están condicionados por múltiples circunstancias actuales y por aterradoras herencias dejadas como minas por los gobiernos neoliberales del reciente pasado.
Tienen, además, la paciente labor de zapa de los poderes enemigos, reflejados en la acción mediática y judicial. Todavía estos nuevos líderes no han encontrado el necesario antídoto para contrarrestar el permanente veneno que destilan ambas elites dependientes y reaccionarias.
En este punto, creo que las políticas exteriores de los nuevos gobiernos democráticos, nacionales y populares latinoamericanos debería estar plenamente enfocada en la conjunción estratégica con los centros del mundo multipolar. Deberíamos definir nuestra línea de relacionamiento en dirección a estos nuevos polos. No sólo haciendo acto de presencia. La gestión internacional debería polarizarse en ese sentido y en acciones concretas.
Los conflictos que hoy estallan en el mundo: Ucrania, Taiwán, Irán, Medio Oriente, las contradicciones internas de la Unión Europea, el enfrentamiento social y la creciente recesión económica en los Estados Unidos no nos pasarán de largo. Directa o indirectamente, sufriremos sus consecuencias y sus ramalazos. Ejercerán un fuerte condicionamiento sobre nuestra conducta.
Sólo hay una forma para superarlos: la acción coherente y unida de todo nuestro continente latinoamericano. La política exterior argentina tiene que enderezarse en esa dirección. La ambigüedad y las vacilaciones sólo generan más dependencia y sometimiento. O quizá sea mejor decir que la dependencia y el sometimiento son los generadores de esa ambigüedad y esas vacilaciones. Pero si la meta es sacar a nuestra Patria de la crisis, hay que asumir una nueva línea de trabajo que nos asegure el respaldo y la solidaridad de quienes están dispuestos a ser nuestros pares. Nuestros iguales en esta lucha desigual.
Se le puede dar vueltas. Es posible nominarla de diversas formas. La coyuntura es la misma porque tiene raíces objetivas en nuestra dependencia y sólo es posible superarla cambiando de cuajo, revolucionariamente, la disposición de fuerzas e intenciones. Hoy, en el mundo actual, América Latina y en especial la Argentina, pueden hacer un aporte esencial a la superación de los grandes conflictos que jaquean a la Humanidad, amenazando su real existencia. Es una cuestión de decisión política en el diseño de nuestra conducta internacional.
El punto crítico…
Hernando Kleimans* Periodista, historiador recibido en la Universidad de la Amistad de los Pueblos «Patricio Lumumba», Moscú. Especialista en relaciones con Rusia.
Esta nota fue publicada en la agencia Telam
Imagen de portada: el cruce de los Andes/ Internet