Para realizar un análisis adecuado de un determinado y complejo problema internacional -y más aún para intentar resolverlo si es necesario- es imprescindible disponer de una información objetiva completa sobre este tema. Esta información debe incluir tanto los antecedentes del problema como los posibles escenarios para su desarrollo futuro. Es la base de la postura de la política exterior, y en el marco de esta postura se adoptan las acciones concretas, teniendo en cuenta las reacciones de otros actores de la política mundial.
Recientemente, en los medios de comunicación rusos y extranjeros, así como entre los expertos, se ha producido un acalorado debate sobre las relaciones entre Rusia y la OTAN y sobre numerosas cuestiones de seguridad en el euroatlántico. Las opiniones no podían ser más divergentes. Una de ellas es que Rusia se ha planteado oficialmente entrar en la Alianza; otra es que hubo acuerdos verbales o de otro tipo de no expansión hacia el Este; y toda una serie de otros puntos de vista.
Fui viceministro primero de Asuntos Exteriores de Rusia de 1994 a 1998, y fui jefe del Ministerio de 1998 a 2004. Por eso conozco algunos datos sobre los aspectos de las relaciones entre Rusia y la OTAN que han sido de mi competencia. Me gustaría compartir varios hechos que -en mi opinión- tienen una relación directa con la actual interacción entre Moscú y Bruselas.
En primer lugar, nunca he oído que Rusia haya solicitado oficialmente el ingreso en la OTAN. Puede que se haya hablado de ello a título personal, pero no mucho más.
En segundo lugar, en la época posterior a la guerra fría, Rusia siempre se ha opuesto firmemente a la expansión de la OTAN, en particular hacia el Este. Los argumentos de Moscú son bien conocidos desde hace tiempo, y los representantes rusos los han expuesto repetidamente a todos los niveles, en todas las negociaciones y reuniones.
La primera ronda de la ampliación de la OTAN, es decir, la adhesión de Polonia, Hungría y la República Checa, fue objeto de serias discusiones en Moscú con la participación de los ministerios y organismos pertinentes. En pocas palabras, puede afirmarse que Rusia no tenía muchas opciones de respuesta a la ampliación. Moscú tenía dos opciones: liderar una difícil lucha política para asegurar a las naciones de Occidente las ventajas de la entonces única oportunidad de construir un espacio único de seguridad en Europa sin líneas divisorias, u optar por rígidos ultimátums y medidas unilaterales centradas en medios militares y técnicos de respuesta a cualquier acción indeseable de la Alianza.
Recuerdo vivamente nuestras largas reuniones con Yevgeny Primakov, que dieron como resultado la preferencia por una herramienta político-diplomática. En aquel momento, había consenso en que Rusia no estaba preparada para recurrir a la opción militar-técnica ni política ni económica ni militarmente, y un intento de aplicación podría haber tenido consecuencias nefastas para el país, que entonces atravesaba una profunda crisis política y social interna.
La posición consolidada de Rusia fue la de iniciar las negociaciones sobre una nueva arquitectura de seguridad europea que debía discurrir en paralelo al proceso de ampliación de la OTAN, que Rusia no podía detener en ese momento. Esta arquitectura podría sustituir a la confrontación político-militar en el Euro-Atlántico que se había configurado durante la Guerra Fría. Las conversaciones culminaron con la firma del Acta Fundacional de Relaciones Mutuas, Cooperación y Seguridad entre la OTAN y la Federación Rusa en París el 27 de mayo de 1997. Como dato curioso, ninguna de las partes -hasta la fecha- ha expresado su deseo de retirarse de este acuerdo, firmado hace casi un cuarto de siglo.
Al mismo tiempo, se estaban llevando a cabo intensas negociaciones para adaptar el Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales en Europa (Tratado FACE), concluido en París en 1990, a las nuevas realidades de Europa tras la disolución del Pacto de Varsovia. El Acuerdo de Adaptación del Tratado FACE y la Carta para la Seguridad Europea se firmaron en Estambul en noviembre de 1999 durante la Cumbre de la OSCE. Todos estos documentos, que prácticamente reconocían la nueva realidad política y militar de Europa, crearon un marco jurídico para las negociaciones de fondo sobre el establecimiento de un «modelo de seguridad común y global para Europa en el siglo XXI», basado en el principio de que «la seguridad de todos los Estados de la comunidad euroatlántica es indivisible».
En 1998, la OTAN cometió un acto de agresión contra Yugoslavia. Fue el primer intento inequívoco de la OTAN de asumir el papel de policía del mundo, que se vería reforzado por la política de Estados Unidos de imponer un modelo de orden mundial unipolar en el que Washington y sus aliados pudieran decidir a su antojo los destinos del mundo y de otras naciones.
La agresión de la OTAN en Yugoslavia fue un duro golpe para las relaciones entre Rusia y la OTAN, y todos los contactos entre Moscú y Bruselas se suspendieron durante algún tiempo. En muchas capitales europeas se produjo una oleada masiva de manifestaciones, condenando las acciones militares de la Alianza y exigiendo el fin del insensato bombardeo de las ciudades yugoslavas. La guerra acabó por detenerse, pero la posición internacional de la OTAN se vio seriamente perjudicada.
Rusia condenó enérgicamente la agresión ilegal de la OTAN en Yugoslavia. Nuestro país hizo enormes esfuerzos para detenerla y alcanzar una solución política del conflicto.
En este entorno se reanudaron los contactos entre Rusia y la OTAN para desarrollar un marco de mayor cooperación entre las partes en interés de la seguridad europea. El 22 de mayo de 2002 los dirigentes de Rusia y de diecinueve países miembros de la OTAN firmaron la Declaración de Roma, con la que pretendían «pasar página» en sus relaciones a fin de reforzar la cooperación para afrontar colectivamente las amenazas y riesgos de seguridad comunes. Se creó el Consejo OTAN-Rusia para realizar consultas y acciones conjuntas sobre una amplia gama de cuestiones de seguridad en el área euroatlántica. El Consejo, que incluía estructuras tanto políticas como militares, debía convertirse en «la principal estructura y lugar de actuación para el avance de las relaciones entre la OTAN y Rusia». Se esperaba que el NRC se convirtiera en un foro para debatir y acordar todas las cuestiones de seguridad europeas que pudieran afectar a los intereses fundamentales tanto de los países de la OTAN como de Rusia.
Los hechos expuestos anteriormente constituyen solamente el marco general en el que se desarrollaron las relaciones entre Rusia y la OTAN en los años noventa y a principios de este siglo. Puedo afirmar solemnemente que Rusia no ha realizado ninguna acción que amenace o pueda interpretarse como una amenaza para los intereses de seguridad de Estados Unidos y sus aliados en Europa durante estos años. Por el contrario, la Federación Rusa se ha mostrado invariablemente abierta a la cooperación con los socios occidentales, como demostró, entre otras cosas, tras el 11-S.
Por desgracia, esta línea de interacción constructiva asumida por Moscú fue percibida aparentemente como una manifestación de debilidad por los países occidentales. Sin ninguna explicación sensata, Estados Unidos se retiró unilateralmente del Tratado ABM en 2002, emprendió -junto con sus aliados- una sangrienta guerra en Irak en 2003 y amplió las acciones provocadoras a lo largo del perímetro de las fronteras rusas. Los representantes rusos han señalado sistemáticamente todos estos hechos, pidiendo a los socios occidentales un diálogo significativo.
Hay que señalar que la política constructiva de Rusia no ha recibido una respuesta adecuada, lo que obligó a Moscú a tomar las medidas necesarias para garantizar la seguridad del país. El presidente ruso Vladimir Putin habló con franqueza de todo esto en su discurso de Múnich de 2007.
La historia no puede escribirse a partir de un acontecimiento que beneficia a uno. Los expertos occidentales a menudo intentan hacer ver que todos los problemas en las relaciones entre Rusia y la OTAN comenzaron únicamente tras el conflicto militar en Osetia del Sur en 2008 y la crisis política en Ucrania en 2014.
Puedo argumentar razonablemente que si estos acontecimientos no hubieran sido precedidos por la política deliberada de Estados Unidos y sus aliados para destruir los frágiles cimientos emergentes de las relaciones entre Rusia y la OTAN, los conflictos en el Cáucaso Meridional y en torno a Ucrania podrían haberse evitado o, al menos, se podría haber evitado su paso a la fase militar. Estados Unidos y Europa son muy conscientes de que no fue Rusia quien provocó estos conflictos, que en ambos casos trataron de presentar a Moscú un hecho consumado, causando graves daños a sus intereses de seguridad.
Como resultado de la política miope de Washington y sus aliados, Estados Unidos y Europa se enfrentan ahora a la crisis de seguridad más aguda y peligrosa de las últimas décadas, mientras que Rusia se enfrenta de nuevo a la misma cuestión que se planteó a mediados de los años noventa, es decir, cómo responder a la política agresiva y totalmente unilateral de la OTAN. Desgraciadamente, al igual que hace casi tres décadas, las opciones siguen siendo escasas y hay que elegir entre una respuesta político-diplomática y una militar-técnica.
No me siento en condiciones de dar ningún consejo concreto, sobre todo porque no tengo toda la información necesaria para hacerlo. Soy plenamente consciente de que los críticos de un acuerdo político-diplomático pueden decir, con razón, que anteriormente tales intentos han fracasado y que Occidente sólo entiende el lenguaje de la Machtpolitik. No tiene sentido entrar en las disputas con ese razonamiento.
Sin embargo, la lógica sugiere que si un país se esfuerza por conseguir un sistema de seguridad europea a largo plazo, su establecimiento debería ir acompañado de acuerdos políticos. Estos serán muy difíciles de conseguir a corto plazo. La situación en Europa es aún más complicada ahora que en los años 90, y muchas cosas tienen que empezar de cero. La desconfianza y el recelo mutuos, así como la inercia de la confrontación, no serán fáciles de superar.
Pero nada es imposible si existe la voluntad política de avanzar, pensando en los intereses a largo plazo y no en las ganancias inmediatas. El poder de negociación de Rusia es hoy más fuerte que hace 30 años, porque a diferencia de los años 90, nuestro país tiene todo lo necesario para garantizar su propia seguridad. Sería mejor para todos que la seguridad nacional de Rusia acabara siendo parte integrante de la seguridad global de Europa en el siglo XXI.
*Igor Ivanov, Presidente del Consejo de Asuntos Internacionales de Rusia (RIAC), Ministro de Asuntos Exteriores de la Federación Rusa (1998-2004).
Artículo publicado en RIAC.
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