El movimiento de resistencia comenzó con un paro nacional el 28 de abril cuya demanda principal era la derogación de la “Reforma Tributaria” impulsada por el presidente neoliberal y su aún más neoliberal ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla. Este último tuvo que renunciar el 3 de mayo, un itinerario que la multitud querría ver imitado por el ocupante de la Casa de Nariño, pero se resiste como “gato panza arriba”. Ojalá este movimiento social se profundice y el subpresidente (como muchos le llaman en alusión a su dependencia del fascista Álvaro Uribe, su mentor) también deba emprender la retirada.
Hasta ahora piensa en un segundo mandato, si pudiera ganar las elecciones de mayo de 2022, algo que parece imposible con las imágenes de multitudes enfrentando a los policías del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) y las fuerzas militares. La intervención de éstas fue un pedido público de Uribe, un expresidente y senador que siempre vivió pendiente de esa fuerza, desde sus tiempos de gobernador y narcotraficante (según los archivos de la DEA norteamericana).
Como suele ocurrir con las peores iniciativas neoliberales, se les pone nombres angelicales. Duque lo llamó “solidaridad sostenible”. Ni era una cosa ni la otra. “Solidaridad” pareció macabro porque gravaba con más impuestos a productos, servicios públicos y pensiones. “Sostenible” tampoco era pues, ante el incendio social, el mandatario debió anunciar el 2 de mayo el retiro del proyecto. No se sostuvo…
La mentira era que entre 2022 y 2033 esa reforma iba a recaudar 6.200 millones de dólares, que supuestamente subsidiarían a los que menos tienen y que la están pasando muy mal en Colombia.
Una gran parte de los colombianos y colombianas, en cambio, sabían que el eje central del gobierno duquista era y es garantizar ganancias a los grandes grupos económicos, locales y multinacionales, con negocios agropecuarios, la minería, los hidrocarburos, bancos, etc. Quedan muy pocas empresas o servicios que no hayan sido privatizados.
Como consecuencia, en el país de 50 millones de habitantes, 42,5 por ciento vive en la pobreza, el desempleo es del 15 por ciento y 1.700.000 familias no pueden hacer las tres comidas diarias.
A su vez, como en el resto del mundo pero en Colombia un poco más, su población viene sufriendo enfermedades y muertes a un ritmo infernal, con más de 76.000 muertos por COVID-19. Donald Trump, Jair Bolsonaro y Lenin Moreno tienen de acompañante a Duque en la línea macrista de que “se mueran todos los que se tengan que morir”.
LA SEGUNDA OLA
La primera ola popular fue en noviembre de 2019, en simultáneas con las movidas en el tablero chileno y ecuatoriano, que comenzaron antes, cuando colombianos salieron a las calles contra el gobierno neoliberal asumido el año anterior. Colombia ocupó un tercer lugar, detrás de esas rebeliones de origen estudiantil una y de base indígena la otra. En esa oportunidad murieron 4 manifestantes. Ahora los organismos de derechos humanos hablan de 31 muertos, 87 desaparecidos, 400 heridos de gravedad y centenares de detenidos, por represión del ESMAD, Policía Nacional y militares.
Pese a que la represión es mucho más bestial que en 2019, la movilización no se limitó a Bogotá: se extendió a Cali, Medellín, Manizales, Popayán, Pereira y otras ciudades. Convocado el paro nacional por el Comité Nacional del Paro (con la Central Única de Trabajadores y 39 organizaciones) se sumaron movimientos estudiantiles, campesinos, pueblos originarios del Consejo Regional Indígena del Cauca, afrocolombianos, capas medias y Pymes agobiadas por el neoliberalismo. Lo que se dice un frente amplio, amplísimo, lo que aisló al extremo al presidente, sólo apoyado en unas cámaras empresarias monopolistas, diarios como El Tiempo, Canales RCN y NTN24, y las bayonetas, que sirven para matar pero no para apoyarse.
Ese amplio movimiento tomó conciencia de la fuerza adquirida a partir de la lucha, a punto tal que no interrumpió sus demandas luego que el presidente retirara su “Reforma Tributaria”. Hubo nuevos paros el 2 y el 5 de mayo.
Dos planos se conectaron: la huelga de los sindicatos y la lucha callejera protagonizada ante todo por los jóvenes, sin un marco organizativo ni partidario determinado. Parece haber allí mucho movimiento espontáneo, de quienes se van sumando por la justicia del reclamo, por estímulo de sus vecinos, por saber de la muerte o heridas de tal o cual conocido, etc.
En cambio, el gobierno demoniza a la rebelión como cosa de “vándalos” y operadores del narcotráfico y “del terrorismo”. Sus medios amigos puntualizan y dirigen las críticas hacia las organizaciones guerrilleras que estaban muy activas hasta la firma de los Acuerdos de Paz de 2016, no así de allí en adelante.
En realidad, FARC-EP y el ELN han guardado un respetuoso silencio y no han tenido que ver directamente con esta rebelión. En parte porque no tienen la envergadura de antes, sobre todo las FARC, divididas en tres sectores (los Comunes de alias Timochenko, Segunda Marquetalia de Iván Márquez y FARC de Gentil Duarte). También porque esta lucha es básicamente urbana y aquellas tenían más presencia en áreas rurales. Y finalmente porque eran conscientes que apenas abrieran la boca el gobierno iba a demonizar a las movilizaciones populares como algo de su creación o dependencia, que no es el caso.
Por el número de muertos, heridos y detenidos esa claro que quien usó la fuerza bruta fue el presidente, incluso convocando a las Fuerzas Armadas a dar “asistencia militar”. Esto fue aceptado por el represor general Eduardo Zapateiro, jefe del Ejército, y el ministro de Defensa, Diego Molano.
Duque siguió jaqueado por las movilizaciones, que tienen varios reclamos: renta básica para lxs colombianxs, contra la privatización de la salud, vacunas para todxs ahora, basta de muertes de líderes sociales (1.174 asesinados desde los Acuerdos de Paz de 2016, 58 en lo que va del año 2021) y los asesinatos de desmovilizados de la guerrilla (272 muertos desde los acuerdos, incumplidos al final del gobierno de Juan M. Santos y luego por Duque). Al calor de lo sucedido, reclaman “libertades democráticas, garantías constitucionales a la movilización y la protesta; Desmilitarización de las ciudades, cese de las masacres y castigo a los responsables; desmonte del ESMAD”.
Si esas y otras demandas no son atendidas, es posible que continúen las movilizaciones, aún con altibajos pues ninguna lucha se mantiene igual a lo largo de mucho tiempo, por factores varios.
Acá la clave es política. ¿Podrá Duque reunificar a las derechas, cuando hasta Uribe tomó distancia de la “Reforma Tributaria”? Y en caso afirmativo, ¿abrirá un diálogo con las fuerzas políticas para distender la situación? Si así fuera podría estirar su agonía hasta los comicios de mayo de 2022, aunque sin mayores chances de reelección.
¿Podrá el senador Gustavo Petro, dos veces aspirante presidencial, armar algo más amplio que su “Colombia Humana”, de centroizquierda, reunir más fuerzas y ganar las elecciones? Para ello necesitaría que la lucha decaiga pero no desaparezca, para apoyarse en ésta en forma indirecta.
¿Podrán los movimientos sociales dar un salto cualitativo desde esa valiosa protesta social hacia la arena política? ¿Conformarán un Frente Patriótico Popular que pueda echar a Duque antes de los comicios? Tal emprendimiento es extremadamente difícil, pero no imposible, atendiendo a un pueblo de variada experiencia histórica en el siglo XX y hoy: desde el Bogotazo a la república de Marquetalia, desde las FARC a los Acuerdos de Paz y del neoliberalismo a la segunda rebelión popular.
El imperio norteamericano está preocupado, porque Colombia es su preferida en América Latina, con sus bases militares y siempre lista para agredir a Venezuela. Cada golpe a la humanidad de Duque duele en el mentón de Washington.
Notas:
*Periodista y referente del Partido de la Liberación de Argentina, continuidad histórica de Vanguardia Comunista