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Recesión y resurgimiento democráticos en África: El caso de Tanzania

Por Paul Tiyambe Zeleza+-
Que Tanzania transforme su crisis en renovación dependerá del coraje de su joven mayoría, que exige voz, oportunidades y justicia. Si lo logran, no solo transformarán su nación, sino que también ofrecerán a África una visión renovada de la democracia basada en la inclusión, la rendición de cuentas y la esperanza.

La promesa poscolonial de democratización de África, que comenzó en las décadas de 1980 y 1990 con las luchas por la “segunda independencia”, se enfrenta ahora a un ajuste de cuentas decisivo y doloroso. El optimismo que acompañó el colapso de los estados de partido único, los regímenes militares y las dictaduras personalizadas ha sido reemplazado por la desilusión, la represión y una renovada resistencia autoritaria. Lo que comenzó como una ola de agitación popular en todo el continente en busca de reformas constitucionales, elecciones multipartidistas y libertades civiles, cuatro décadas después ha desembocado en fatiga, desorden y retroceso.

En gran parte del continente, los impulsos liberalizadores de finales del siglo XX se han estancado. La promesa de la democracia ha chocado con la persistencia de la inseguridad, el resurgimiento del militarismo y la erosión de la confianza cívica. En África Occidental, el retorno de los golpes de Estado ha puesto de manifiesto la fragilidad de las transiciones cívico-militares. En el Sahel, la República Democrática del Congo y Sudán, guerras recientes y antiguas han devastado estados, destruido medios de subsistencia y erosionado las estructuras de seguridad regionales construidas con tanto esfuerzo desde la década de 1990.

En ningún otro lugar resulta más evidente esta contradicción entre la forma democrática y la esencia autoritaria que en las recientes elecciones celebradas en todo el continente. Las elecciones, otrora consideradas el máximo logro de la democratización africana y la prueba definitiva de la soberanía popular, se han convertido en muchos casos en rituales vacíos que dramatizan, en lugar de debilitar, el régimen autoritario. En todo el continente, se celebran periódicamente, acompañadas de la ya conocida pompa de las campañas, los manifiestos y los observadores internacionales, pero rara vez generan una verdadera rendición de cuentas, renovación o transformación. En cambio, ponen de manifiesto, cada vez con mayor claridad, la creciente brecha entre la demostración de poder de la democracia y su realidad vivida.

En Camerún, por ejemplo, las elecciones presidenciales de octubre de 2025 se convirtieron en una farsa trágica. El gobernante del país, Paul Biya, de noventa y dos años, quien ha estado en el poder durante más de cuatro décadas, fue declarado nuevamente ganador en una elección marcada por la intimidación, la manipulación de votos y un clima de miedo. Su victoria, celebrada por una élite cada vez más reducida pero rechazada por gran parte de la ciudadanía, simbolizó la persistencia de la autocracia personalizada bajo el tenue velo del constitucionalismo.

En Malaui, en septiembre de 2025, otro octogenario, Peter Mutharika, regresó al poder en unas elecciones consideradas en gran medida libres y justas. Sin embargo, su victoria no ofreció muchos motivos para celebrar. Su gobierno prometió continuidad en lugar de cambio, repitiendo la ineptitud, la corrupción y la complacencia que habían caracterizado tanto su mandato anterior como el de su predecesor. El caso de Malaui demuestra que incluso unas elecciones procesalmente legítimas no pueden garantizar por sí solas una gobernanza eficaz, la integridad institucional ni el progreso económico.

En Costa de Marfil, la aplastante reelección del presidente Alassane Ouattara en octubre de 2025 puso de manifiesto la vacuidad de un sistema electoral sin una competencia sustancial. Su cuarto mandato se aseguró en unas elecciones boicoteadas por la oposición, caracterizadas por una baja participación y una extendida desilusión. El proceso electoral reafirmó el poder en lugar de ponerlo a prueba y profundizó la sensación de que el futuro político del país seguía estando supeditado a una reducida élite envejecida.

Estos ejemplos ilustran la progresiva normalización de lo que los académicos denominan «autoritarismo electoral»: regímenes que mantienen la fachada de la democracia mediante elecciones periódicas, pero que la socavan a través de la manipulación y la exclusión. Los tribunales y las comisiones electorales son controlados, la prensa está restringida y los actores cívicos son silenciados. En estos sistemas híbridos, la alternancia en el poder se torna prácticamente imposible, la competencia política degenera en espectáculo y los ciudadanos se ven reducidos a meros espectadores de un drama cuyo desenlace está predeterminado. La promesa de la democracia, por lo tanto, persiste en la forma, pero perece en la esencia, dejando un residuo de cinismo, fatiga y desilusión, y generando una profunda crisis de fe en el proyecto político mismo.

Sin embargo, en medio de este retroceso continental, algunos países han mantenido trayectorias democráticas más creíbles. Botsuana lo demostró en octubre de 2024, cuando el partido gobernante, que había estado en el poder desde la independencia en 1966, perdió el poder, reconoció su derrota y permitió una transición pacífica, reafirmando así el valor de la madurez institucional y la moderación política. Ese mismo año, Senegal y Ghana también demostraron que la resistencia institucional y la vigilancia cívica pueden contener la ola autoritaria. La tradición democrática de Senegal ha sobrevivido a repetidas pruebas gracias a una sociedad civil resiliente y un poder judicial dispuesto a defender los límites constitucionales. Ghana, por su parte, sigue siendo un referente continental en cuanto a elecciones competitivas, transiciones pacíficas del poder y un panorama mediático dinámico. Aun así, incluso estos aparentes casos de éxito se enfrentan a crecientes presiones derivadas de las dificultades económicas, la corrupción y la impaciencia generacional, lo que revela que la supervivencia de la democracia exige una renovación constante en lugar de un orgullo complaciente.

En este contexto continental, Tanzania se erige como un caso de estudio revelador y profundamente simbólico. Su experiencia ilumina tanto la resiliencia como la fragilidad del experimento democrático africano. Durante décadas, pareció desafiar el destino de sus vecinos, manteniendo una relativa estabilidad, unidad y un modesto progreso. Bajo el liderazgo de Julius Nyerere, encarnó la superioridad moral de la descolonización africana, un país guiado por una visión coherente de autosuficiencia, igualdad y solidaridad. Fue admirada por la ausencia de fragmentación étnica, su política exterior consistente en apoyo a los movimientos de liberación y la transición ordenada del poder por parte de sus líderes. Sin embargo, esta misma estabilidad tuvo un precio. El partido gobernante, Chama Cha Mapinduzi (CCM), ha preservado la continuidad no profundizando la democracia, sino limitándola. Lo que antes parecía una fortaleza se ha convertido en una carga, a medida que el control político se ha consolidado y el pluralismo se ha estancado.

Hoy, Tanzania se encuentra en una encrucijada. Refleja tanto los logros como las contradicciones del proceso de democratización de África. La resistencia política y la cohesión social del país contrastan marcadamente con el deterioro democrático que se observa en otros lugares, pero sus elecciones, al igual que las de gran parte del continente, ilustran cada vez más la tensión entre legitimidad y control, aspiración y realidad. En este sentido, Tanzania refleja la difícil situación de África en general: un continente donde las instituciones democráticas han sobrevivido solo de nombre, pero a menudo han fracasado en la práctica, donde la retórica de la reforma persiste incluso cuando la práctica de la represión regresa.

De la era Nyerere a la esperanza multipartidista

Durante un tiempo, Tanzania pareció ser la “excepción” en una región asolada por conflictos étnicos, guerras civiles y regímenes autoritarios prolongados. Su relativa calma y continuidad contrastaban marcadamente con la turbulencia que azotaba gran parte de África Oriental y Central. Mientras que países como Zambia en 1991, Malaui en 1994 y Kenia en 2002 experimentaron transiciones a menudo tumultuosas, acompañadas de feroces luchas por el poder, violencia política y cambios bruscos de alianzas, otros, como Uganda, Ruanda y Burundi, consolidaron regímenes autoritarios, mientras que la República Democrática del Congo se sumió en un conflicto recurrente. En Mozambique, las elecciones generales de 2024 reafirmaron el dominio del FRELIMO, en el poder desde la independencia en 1974, en medio de numerosas denuncias de fraude y represión violenta que dejaron cientos de muertos y provocaron la condena de la Unión Europea y líderes religiosos.

En contraste, el CCM de Tanzania logró mantener el control proyectando una imagen de consenso nacional. Sus profundas raíces en la lucha por la independencia, su organización disciplinada y su control sobre la burocracia, los medios de comunicación y las redes rurales le permitieron sortear las presiones del multipartidismo sin debilitar su autoridad.

Esta estabilidad se convirtió en la piedra angular de la identidad nacional de Tanzania. Muchos ciudadanos y observadores externos veían al país como un modelo de coexistencia pacífica y gobernanza pragmática, especialmente en comparación con sus vecinos. A diferencia de Kenia, donde el multipartidismo en las décadas de 1990 y 2000 desató oleadas de movilización étnica y violencia, o de Malaui y Zambia, donde el colapso de los sistemas de partido único condujo a ciclos de inestabilidad y desajuste económico, Tanzania conservó una apariencia de unidad. La ausencia de conflictos étnicos a gran escala se atribuyó a menudo al legado del socialismo ujamaa de Nyerere, que promovía un sentido colectivo de ciudadanía por encima de la pertenencia étnica y contribuyó a consolidar el kiswahili como lengua nacional unificadora.

Esta combinación de cohesión lingüística, continuidad ideológica y disciplina institucional permitió a Tanzania avanzar con cautela a través de la ola de liberalización posterior a la Guerra Fría, sin experimentar las rupturas que caracterizaron otras transiciones. Sin embargo, esta moderación tuvo un precio. Tras la fachada de armonía, el dominio político del CCM sofocó el pluralismo, acalló la disidencia y difuminó los límites entre Estado y partido. Los partidos de oposición operaban bajo fuertes restricciones, y los resultados electorales rara vez representaban una amenaza para el poder establecido. Por lo tanto, la estabilidad del sistema fue menos producto de una sólida consolidación democrática que de un equilibrio cuidadosamente gestionado que priorizaba el orden sobre la apertura.

El deslizamiento hacia la recesión democrática

Sin embargo, la aparente solidez de las credenciales democráticas de Tanzania oculta profundas vulnerabilidades estructurales: un partido dominante, una oposición débil, un pluralismo mediático limitado y, con el tiempo, una deriva hacia la consolidación agresiva del poder por parte de la clase política. El Chama Cha Mapinduzi, otrora defensor de ideales igualitarios radicales, se transformó gradualmente en un instrumento de acumulación de poder y control político por parte de la élite, más centrado en el clientelismo, el enriquecimiento y la intolerancia a la disidencia que en la visión de Nyerere. El capital moral acumulado durante la descolonización y la era posterior a la independencia se erosionó a medida que el partido fusionaba los intereses del Estado y del partido en un único instrumento de dominación.

En la década de 2010, Tanzania, al igual que muchos otros países africanos, entró en una fase de retroceso democrático. El espacio cívico se redujo; los partidos de oposición fueron marginados; los medios de comunicación y las instituciones reguladoras fueron controladas. Como advirtió la organización de derechos civiles  ARTICLE 19  en mayo de 2025: «La criminalización del discurso político, especialmente las demandas de reforma electoral, constituye una amenaza directa para la gobernanza democrática».

Esa advertencia resultó profética. En los meses previos a las elecciones de octubre de 2025, la represión gubernamental se intensificó. En abril de 2025,  la Comisión Electoral Nacional Independiente impidió que el principal partido de la oposición, CHADEMA (Chama cha Demokrasia na Maendeleo, que significa «Partido por la Democracia y el Progreso»), se presentara a  las próximas elecciones presidenciales. Sus candidatos sufrieron descalificaciones, arrestos y acoso; se prohibieron las manifestaciones y aumentaron las desapariciones de opositores. Así pues, la experiencia de Tanzania refleja el retroceso generalizado de la democracia en todo el continente: forma sin sustancia, participación sin poder, elecciones sin cambio.

Las elecciones de 2025: Un momento decisivo

En octubre de 2025, Tanzania celebró sus elecciones generales, un acontecimiento que resultaría decisivo para el futuro político del país. La presidenta saliente, Samia Suluhu Hassan, quien asumió el cargo en 2021 tras la muerte del presidente John Magufuli, inspiró inicialmente un optimismo generalizado. Celebrada como la primera mujer jefa de Estado de África Oriental, fue aclamada como un símbolo de moderación y reforma tras el legado represivo de la era Magufuli. En sus primeros meses de mandato, reabrió el espacio público, flexibilizó las restricciones a los medios de comunicación y permitió el regreso de líderes de la oposición exiliados, gestos que parecían anunciar un nuevo amanecer político.

Pero el optimismo no duró. Conforme se acercaban las elecciones de 2025, los impulsos reformistas de Hassan chocaron con los intereses arraigados del partido gobernante Chama Cha Mapinduzi y el temor a que una oposición revitalizada pudiera erosionar su larga hegemonía. Presionada por figuras destacadas del partido y recelosa del creciente atractivo de la oposición, fue abandonando gradualmente la liberalización. El viejo adagio de que el poder embriaga y, en última instancia, corrompe, volvió a demostrarse cierto, pues los instintos de control eclipsaron la promesa de reforma. El espacio cívico se redujo, los periodistas críticos sufrieron acoso y la actividad de la oposición se vio restringida. Su moderación inicial resultó más táctica que transformadora, pues buscaba consolidar la legitimidad tras un período de gobierno autoritario que alterar el equilibrio de poder. Para la fecha de las elecciones, Tanzania había regresado al patrón habitual de democracia dirigida que durante mucho tiempo ha definido su política.

La jornada electoral estuvo marcada por protestas, cortes de internet, toques de queda y numerosas denuncias de uso excesivo de la fuerza por parte de las fuerzas de seguridad. Para muchos, las elecciones representaron un punto de inflexión. Tanzania quizá nunca vuelva a ser la misma. La apariencia de democracia procedimental se ha desgastado, dejando al descubierto los cimientos coercitivos del orden político. Los mecanismos de competencia se han debilitado; la fachada de la democracia ha quedado al descubierto al evaporarse su esencia.

Las consecuencias inmediatas de la votación pusieron de manifiesto la gravedad de la crisis nacional. Estallaron protestas en varias ciudades, entre ellas Dar es Salaam, Mwanza, Arusha y Zanzíbar, cuando los ciudadanos salieron a las calles para denunciar lo que calificaron como un fraude electoral. Los manifestantes portaban pancartas que exigían  uhuru wa kweli , o «verdadera libertad», y pedían la restitución de los partidos de oposición inhabilitados. Las fuerzas de seguridad respondieron con gases lacrimógenos, balas de goma y munición real.

Informes no confirmados que circulan entre redes de la sociedad civil y observadores internacionales de derechos humanos indican que hasta 700 personas podrían haber muerto durante los primeros días de los disturbios, aunque las cifras oficiales siguen siendo mucho más bajas y son difíciles de verificar debido al acceso restringido y a los continuos bloqueos de información.

Lo que comenzó como protestas callejeras espontáneas pronto se convirtió en una confrontación más amplia entre una ciudadanía cada vez más reivindicativa y un aparato estatal decidido a mantener el control. El gobierno impuso toques de queda en las principales zonas urbanas y cerró temporalmente las plataformas de redes sociales, alegando que las medidas eran necesarias para restablecer el orden. Sin embargo, las restricciones solo agravaron la indignación pública y reforzaron la percepción de un régimen que perdía su legitimidad moral. Durante todo el periodo electoral, organizaciones de la sociedad civil documentaron abusos generalizados, incluyendo detenciones arbitrarias, palizas e intimidación al personal médico que atendía a manifestantes heridos.

Para muchos jóvenes tanzanos, este fue su primer encuentro directo con el lado violento del Estado, y transformó la desilusión en rebeldía. Los líderes de la oposición, aunque silenciados en la política formal, encontraron nuevos públicos en plataformas digitales, donde proliferaron los debates sobre reforma, rendición de cuentas y cambio generacional.

La Unión Europea y las Naciones Unidas expresaron su profunda preocupación por la violencia e instaron a las autoridades tanzanas a iniciar una investigación independiente sobre las denuncias de irregularidades electorales y el uso excesivo de la fuerza por parte de las fuerzas de seguridad. Funcionarios de derechos humanos de la ONU exigieron que se rindieran cuentas a las víctimas y que el gobierno actuara con transparencia. La delegación de la Unión Europea en Dar es Salaam se sumó a estas peticiones y advirtió que la represión continua pondría en peligro la posición internacional de Tanzania y sus relaciones con socios clave para el desarrollo. En contraste, las organizaciones regionales, como la Unión Africana, la Comunidad de Desarrollo de África Austral y la Comunidad de África Oriental, guardaron un silencio notorio, sin emitir ninguna condena formal ni declaración colectiva. Su inacción puso de manifiesto la persistente reticencia de los organismos multilaterales africanos a exigir responsabilidades a los Estados miembros por el retroceso democrático, incluso en momentos de profunda crisis nacional.

Por qué Tanzania importa y qué está en juego

La importancia de Tanzania en la narrativa democrática africana es múltiple. En primer lugar, su posición geoestratégica y su relativa estabilidad en comparación con sus vecinos implican que el retroceso democrático en Tanzania tiene repercusiones que trascienden sus fronteras. En segundo lugar, su legado posterior a la independencia, representado por la visión de unidad de Nyerere, el socialismo africano y una política menos fragmentada por la etnicidad, le otorgó en su momento prestigio moral y legitimidad relativa. La erosión de ese legado indica que ni siquiera los países “modelo” del continente son inmunes al deterioro.

En tercer lugar, y quizás lo más importante, la demografía juvenil de Tanzania representa la principal disyuntiva del futuro de África. Según  datos de las Naciones Unidas , el 44% de la población es menor de quince años y el 19% tiene entre quince y veinticuatro años. Esta generación inquieta, con mayor nivel educativo, conectada digitalmente y con conciencia política, ha comenzado a cuestionar la legitimidad de regímenes envejecidos. Sus demandas de empleo, transparencia y dignidad chocan con la inercia de una élite arraigada, sostenida por el clientelismo y el control.

Sin embargo, Tanzania es importante por otra razón que trasciende la demografía o la herencia. Su evolución política ha sido más gradual y deliberada que la de la mayoría de sus pares regionales. Mientras que varios países del sur y el este de África experimentaron tempranamente con reformas liberales, a menudo seguidas de retrocesos o estancamiento, otros consolidaron sistemas autoritarios arraigados o se sumieron en conflictos. El ritmo más pausado del cambio político en Tanzania la sitúa en una encrucijada entre estos caminos divergentes, ofreciéndole la oportunidad de aprender tanto de las limitaciones de los primeros países que democratizaron el país como de los fracasos de las autocracias arraigadas. Esta trayectoria tardía podría resultar ventajosa, permitiendo a Tanzania trazar un rumbo hacia una democracia que no sea meramente procedimental, sino genuinamente transformadora.

Si las instituciones del país, la sociedad civil y los movimientos juveniles emergentes logran canalizar el descontento actual hacia una agenda de reformas coherente, Tanzania podría convertirse en un nuevo referente para la democratización postransición en África, una tercera ola basada en la inclusión, la rendición de cuentas y la justicia social, en lugar de la mera negociación entre élites. Su tardía entrada en la política competitiva podría, por lo tanto, convertirse en una ventaja, al brindar la perspectiva histórica y regional necesarias para imaginar un futuro democrático más resiliente y sustancial.

¿Hacia un resurgimiento? La lucha que se avecina

Sería prematuro declarar irredimible la democracia en Tanzania. Los momentos de cierre también pueden sembrar la renovación. La historia demuestra que la represión a menudo incuba la resistencia, y la desilusión puede despertar la imaginación cívica. La nueva generación no puede ser contenida indefinidamente por las jerarquías políticas del pasado. La infraestructura digital de Tanzania, su exposición a los movimientos reformistas de Kenia, Malaui y Zambia, y su vibrante cultura juvenil poseen un gran potencial regenerativo. El descontento latente en las universidades, los espacios de la sociedad civil y las plataformas en línea no refleja apatía, sino un profundo anhelo de voz y rendición de cuentas. Si se canalizan de forma constructiva, estas energías podrían sentar las bases de un nuevo movimiento cívico capaz de redefinir la democracia tanzana para el siglo XXI.

Sin embargo, el resurgimiento democrático requiere más que elecciones periódicas. Exige la reconstrucción de las instituciones, incluyendo una comisión electoral independiente, medios de comunicación plurales y protegidos, espacios cívicos donde la disidencia y la organización sean posibles y, sobre todo, una economía política que genere oportunidades en lugar de clientelismo. También exige un análisis honesto de los fracasos de las transiciones anteriores en la región. La tardía liberalización de Tanzania ofrece una perspectiva privilegiada para evitar los escollos de los anteriores experimentos africanos con el multipartidismo, que con demasiada frecuencia sustituyeron la transformación por el mero procedimiento. Por lo tanto, un tercer despertar democrático en Tanzania tendría que estar arraigado en la esencia, abarcando la justicia social, el crecimiento inclusivo y el empoderamiento cívico, en lugar de basarse únicamente en los rituales formales del voto.

Si estas fuerzas confluyen, Tanzania podría trascender la democracia simbólica y avanzar hacia un modelo sustantivo que vincule la legitimidad con el desarrollo. Su renovación democrática no solo revitalizaría su sistema político, sino que también podría servir de modelo para una nueva etapa de democratización africana basada en la rendición de cuentas, la inclusión y un propósito compartido. El camino a seguir no será fácil, pero las corrientes de cambio son innegables. El futuro de Tanzania, al igual que el del continente, dependerá de si su joven mayoría logra transformar la desesperación en determinación y recuperar la promesa de una democracia digna de sus sueños.

Conclusión: Un reflejo del camino democrático de África

La historia de Tanzania resume la trayectoria más amplia del camino democrático de África: la esperanza de las décadas de 1980 y 1990, el retroceso democrático y, ahora, la frágil posibilidad de renovación. Su experiencia refleja tanto la resistencia como la vulnerabilidad del experimento africano de autogobierno; cómo el capital moral de la liberación puede erosionarse, pero también cómo la fe cívica puede renacer bajo presión.

Que Tanzania transforme su crisis en renovación dependerá del coraje de su joven mayoría, que exige voz, oportunidades y justicia. Si lo logran, no solo transformarán su nación, sino que también ofrecerán a África una visión renovada de la democracia basada en la inclusión, la rendición de cuentas y la esperanza.

*Paul Tiyambe Zeleza es un historiador, académico, crítico literario, novelista, cuentista y bloguero malauí. Es vicerrector asociado y profesor distinguido North Star en la Universidad Case Western Reserve.

Artículo publicado originalmente en el boletín informativo de PT Zeleza 

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