A principios de octubre, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), formada por 136 países que representan más del 90% del PIB mundial, acordó imponer un tipo impositivo mínimo global del 15% sobre los beneficios en el extranjero de 100 de las mayores y más rentables empresas multinacionales del mundo (denominadas EMN).
Además, cada país tendría derecho a participar en los ingresos generados por el impuesto, que debería recaudar un total de 150.000 millones de dólares. El aumento de los fondos permitirá a los países en desarrollo sufragar mejor los efectos de la pandemia de cólera, aunque el acuerdo no entrará en vigor hasta 2023.
El contexto histórico de los intentos del Estado por controlar el capital
A lo largo de la historia, ha habido tensiones dentro del Estado entre su órgano de gobierno y otras organizaciones. El Estado en sus primeras formas puede considerarse más como tribus que como burocracias. Sin embargo, la lucha siempre se redujo al control de los recursos. Los recursos pueden adoptar tres formas: la lealtad de la gente, los elementos físicos o las actividades económicas. Los ejemplos de cada lucha pueden ilustrarse fácilmente durante períodos históricos concretos.
En la Edad Media, el Estado se enfrentaba a la Iglesia en busca de lealtad; en el siglo XIX, el Estado se enfrentaba a las entidades étnicas en busca del control de la tierra. Por último, en nuestro mundo actual, es el Estado contra las empresas que se disputan el control del capital, es decir, la riqueza financiera. Los tres conflictos existieron y se superpusieron desde el comienzo de la civilización y continúan hasta la actualidad. El propuesto Impuesto Global de Sociedades (GCT) es la manifestación actual de la lucha por el control del flujo de capital.
¿Puede un TCG desplazar el flujo de capital de las empresas a los Estados?
Ese es el plan, pero como cada país incorporaría la tasa y las reglas del acuerdo multinacional en su propio sistema fiscal, la eficacia de un país GCT podría ser dramáticamente limitada. Por ejemplo, el acuerdo, tal y como está ahora, elimina la legislación de la Ley de Recortes y Empleos de Trump (TCJA) que permite que los ingresos de las multinacionales obtenidos en el extranjero vuelvan a Estados Unidos libres de impuestos. En su lugar, esos ingresos se gravarían al 15 por ciento bajo el TGC.
El acuerdo CGT está diseñado para desalentar a las naciones de la competencia fiscal a través de tipos impositivos más bajos que erosionan su base impositiva. La secretaria del Tesoro de EE.UU., Janet Yellen, calificó el acuerdo como «un logro de la diplomacia económica que sólo se da una vez en una generación» y que «pondrá fin a la carrera a la baja en el impuesto de sociedades». Con el actual sistema fiscal, las multinacionales podían establecer sus sedes en países pequeños que carecen de grandes infraestructuras pero que ofrecen tipos impositivos más bajos. Por ejemplo, el tipo máximo del impuesto de sociedades en Irlanda es sólo del 12,5%, mientras que en Estados Unidos es del 21%, en el Reino Unido del 19% y en la Unión Europea del 22%.
Aunque las empresas multinacionales pueden ser desde una sola familia hasta una red de entidades jurídicas entrelazadas, en conjunto configuran el mercado mundial más que nunca. Los Estados dependen principalmente de los ingresos procedentes de una base impositiva nacional. Cuando las empresas de su país dirigen y establecen sucursales en otros estados, maximizan sus beneficios no gravados aprovechando las lagunas y desajustes entre los sistemas fiscales de los distintos países.
Según Michelle P. Scott, de Investopedia, la creación de un CGT universal da poca o ninguna ventaja fiscal a las multinacionales que trasladan sus beneficios a jurisdicciones con menos impuestos. Lo más importante es que los países podrían competir a nivel mundial en función de la fuerza relativa de sus infraestructuras y su mano de obra cualificada. Esta ventaja beneficia a los países desarrollados. En consecuencia, no es sorprendente que la organización que representa a los países más ricos, el G20, haya iniciado la creación de un CGT.
Un cambio de importancia crítica en la fiscalidad mundial sería que los ingresos de las empresas procedentes de la propiedad intangible, como los cánones de las licencias de marcas, patentes y software. Se gravarían allí donde se obtuvieran, incluso si la EMN no tuviera un nexo (es decir, una presencia física) en ese país. Sólo las multinacionales más grandes, unas 100 empresas, estarían sujetas a la norma que permite a los países gravar a una empresa sin tener un nexo con ese país.
¿Debe el Senado de EE.UU. ratificar un impuesto de sociedades global?
En los últimos 80 años, una sucesión de presidentes ha evitado que los tratados de EE.UU. sean confirmados por una votación de dos tercios del Senado. Lo han hecho firmando tratados a través de un acuerdo ejecutivo. Entre 1940 y 1989, los presidentes celebraron más de 13.000 acuerdos ejecutivos y sólo firmaron 800 tratados. Destacan los acuerdos ejecutivos controvertidos, como cuando el presidente Franklin D. Roosevelt utilizó un acuerdo ejecutivo en 1933 para ampliar el reconocimiento de Estados Unidos a la Unión Soviética. El Tribunal Supremo dictaminó en 1937 que los acuerdos ejecutivos, firmados y aprobados únicamente por el presidente, tienen el mismo estatus legal que los tratados.
No obstante, el presidente siguiente puede retirarse de un tratado firmado por un presidente anterior mediante un acuerdo ejecutivo. Por ejemplo, el presidente Barack Obama firmó el Acuerdo de París como un acuerdo ejecutivo en agosto de 2016 sin la ratificación del Senado. En 1920, el presidente Donald Trump se retiró oficialmente del acuerdo sin la ratificación del Senado.
Dos características de un tratado por acuerdo ejecutivo
La primera es un paso de procedimiento relativamente menor. Una ley aprobada por un Congreso demócrata exigía que el Secretario de Estado del Presidente informara al Senado en un plazo de 60 días de cualquier acuerdo ejecutivo. Con la posibilidad real de que los republicanos se opongan al acuerdo, si el gobierno de Biden pasa por alto este simple requisito, estará invitando a una obstrucción innecesaria.
En segundo lugar, el Congreso no puede desautorizar un acuerdo ejecutivo, pero tiene autoridad plena para modificarlos o derogarlos en lo que respecta a los fines del derecho interno. Por ejemplo, aprobó una legislación que permite a los rehenes estadounidenses y a sus familias perjudicados por Irán proceder con reclamaciones por daños y perjuicios. No está claro cómo podría afectar esta característica al TGV si las personas, y las empresas que actúan como personas, presentan demandas en virtud de las leyes nacionales para obstaculizar el TGV de alguna manera.
Dos caminos alternativos
Hay otras dos vías que el presidente Biden podría tomar para conseguir la aprobación del TGV: un proyecto de ley de reconciliación o un acuerdo entre el Congreso y el Ejecutivo. Ambas requerirían el voto mayoritario de ambas cámaras del Congreso y evitarían ser bloqueadas por un filibustero en el Senado. Sin embargo, el proyecto de ley de reconciliación tiene límites en cuanto a la materia, como estar limitado a los elementos del tratado relacionados con los ingresos. Además, la legislación de reconciliación tiene límites en cuanto a la frecuencia con la que puede utilizarse. Podrían entrar en juego las sentencias parlamentarias, como ocurrió en el pasado cuando limitaron la amplitud de la legislación de Biden.
Los acuerdos entre el Congreso y el Ejecutivo no se enfrentan a esas restricciones. En cambio, se han utilizado cuando una propuesta polémica ha podido reunir una mayoría simple en ambas cámaras. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) de 1992 y el acuerdo por el que Estados Unidos se convirtió en miembro de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 1995 son buenos ejemplos.
A diferencia de los acuerdos exclusivamente ejecutivos, cabría esperar que un nuevo presidente no pudiera anular los acuerdos entre el Congreso y el Ejecutivo. Sin embargo, el año pasado Abigail L. Sia, en un artículo de la Fordham Law Review, concluyó que «no está claro ni bien establecido si el presidente tiene la autoridad constitucional para retirarse unilateralmente de este tipo de acuerdos» [acuerdo entre el Congreso y el Ejecutivo]. Así que, aunque Biden consiguiera que la mayoría de ambas cámaras aprobara el tratado del TCP, el próximo presidente podría retirarse unilateralmente del tratado. Y como resultado, la nación sería testigo una vez más del Tribunal Supremo conservador decidiendo el alcance de los poderes ejecutivos presidenciales.
El GCT podría cambiar las reglas del juego si tuviéramos un gobierno funcional
El tratado GCT podría desencadenar una lucha pública entre el Estado y las empresas multinacionales sobre quién determina la política exterior de una nación, que es el ejercicio último del poder soberano. Lo más probable es que Biden elija la vía del acuerdo ejecutivo único. Las otras vías conducen a un inevitable rechazo del Senado si los republicanos se oponen.
En el escenario del acuerdo ejecutivo, si un republicano llega a la presidencia en 2024, podríamos ver cómo Estados Unidos vuelve a retirarse de un tratado internacional después de que su ejecutivo lo haya firmado. Eso reforzará la percepción de que la política exterior de Estados Unidos será incoherente en el futuro inmediato. No es sólo porque los republicanos y los demócratas no compartan una visión común para el futuro de Estados Unidos, lo que siempre ha sido así. Es por el excesivo peso de la riqueza privada y empresarial en la elección de los miembros del Congreso.
La influencia de las empresas en el Congreso siempre ha estado presente, pero la acumulación de riqueza les ha llevado a acumular una concentración históricamente alta de recursos económicos e influencia política. La crítica del Congreso al TGV no se manifestará como simpatía por las corporaciones. Por el contrario, consistirá en tácticas y cuestiones arcanas, como la aplicación del acuerdo.
Para los defensores del mantenimiento del tratado GCT, será necesario plantear la cuestión de dónde debe recaer el poder político nacional para tomar decisiones de política exterior. ¿Debe recaer en los representantes electos de la ciudadanía o en los órganos corporativos que están legalmente obligados a representar los intereses de sus inversores? Sin embargo, el debate debe ir un paso más allá porque muchos de esos representantes del público también están en deuda con sus benefactores corporativos.
En consecuencia, el éxito de la adopción y el mantenimiento de un tratado de TGV no debe recaer en los hombros de una sola persona, el presidente. O incluso en el Congreso. Debe apoyarse en un debate nacional que se produzca tanto en los estados rojos como en los azules sobre cuál es la relación adecuada entre la riqueza corporativa y un estado republicano que pueda ser independiente de la influencia de su riqueza.
*Nick Licata es autor de Becoming A Citizen Activist, ha sido miembro del Consejo Municipal de Seattle durante 5 mandatos, nombrado funcionario municipal progresista del año por The Nation, y es presidente fundador del consejo de Local Progress, una red nacional de 1.000 funcionarios municipales progresistas.
Este artículo fue publicado por CounterPunch. Traducido por PIA Global.