Análisis del equipo de PIA Global Europa

Profundos cambios en Europa

Escrito Por Micaela Constantini

Por Micaela Constantini* –
¿Qué tienen en común los acontecimientos en Francia, República Checa, Moldavia y Georgia?

Aunque a primera vista Francia, República Checa, Moldavia y Georgia parezcan países muy distintos, sus procesos actuales están más entrelazados de lo que aparentan. Lo que podría parecer su único punto en común, compartir un mismo continente, es, en realidad, la clave para comprender el momento histórico que atraviesa Europa. El continente está inmerso en una transformación profunda, un punto de inflexión que redefine su identidad política, económica y geoestratégica.

Las élites globalistas que ocupan los principales cargos en Bruselas y dirigen las potencias históricas —Francia, Alemania, Reino Unido— atraviesan un declive sostenido. Durante los últimos años, sus decisiones han delineado un proyecto de subordinación hacia Estados Unidos, respondiendo a intereses transnacionales que nada tienen que ver con los pueblos europeos. Un proyecto que siembra caos y desestabilización para justificar su deriva militarista y un modelo económico-financiero que normaliza el endeudamiento como sinónimo de “seguridad”, reduciendo la noción de defensa a lo estrictamente bélico mientras erosiona las verdaderas bases de la seguridad social: salud, educación, trabajo y soberanía alimentaria.

Se trata de un proyecto que vende unidad mientras construye sobre el odio. El discurso antirruso busca actuar como elemento ideológico para forjar cohesión entre gobiernos, legitimar la compra masiva de armamento y la interoperabilidad militar, a la vez que fractura a las propias sociedades profundizando las divisiones entre europeístas y nacionalistas. Es un proyecto que solo se sostiene sobre la guerra: desarraigado de los intereses nacionales, ajustado a la concentración de poder y habla de paz mientras sabotea iniciativas diplomáticas e infraestructuras críticas que podrían garantizar la autonomía energética o logística del continente.

Bajo el manto de “orden, normas y valores internacionales”, se perpetúa un sistema que militariza fronteras, terceriza la gestión de migrantes, censura disidencias, combate a los proyectos autónomos y manipula causas legítimas para desestabilizar gobiernos. Un proyecto que se autoproclama defensor de la libertad mientras reprime, censura y clausura voces alternativas; que predica igualdad mientras impone jerarquías; que habla de democracia mientras desconoce resultados electorales. Un proyecto sobrecargado de hipocresía y dobles raseros.

El resultado es una Europa debilitada, desindustrializada, endeudada y dependiente, que ha perdido peso en la escena internacional y legitimidad ante sus propios pueblos. Un continente sin energía, sin soberanía económica ni horizonte estratégico, arrastrado por guerras ajenas y sometido a intereses externos. Europa atraviesa hoy uno de los momentos más críticos de su historia contemporánea, no solo una crisis económica o política, sino civilizatoria: el derrumbe de los valores, los relatos y las estructuras que durante siglos le dieron sentido y legitimidad. Ya no es el faro del mundo, sino el reflejo de su propio ocaso

Por ello, aunque aparentemente desconectados por sus particularidades nacionales, los recientes eventos en Francia, República Checa, Moldavia y Georgia, pero también muchos otros que venimos analizando en PIA Global, reflejan una transformación estructural común: el agotamiento del modelo de integración europea liderado por las élites globalistas de Bruselas. Lo que une a estos países no es solo su geografía, sino su posición en un tablero geopolítico donde el viejo proyecto europeo, basado en la subordinación estratégica a Washington, muestra grietas irreversibles.

De este modo, la crisis francesa representa el ocaso del modelo socialdemócrata y el agotamiento definitivo del proyecto globalista. En el segundo mandato de Macron, cinco primeros ministros han caído en sucesión implacable: Élisabeth Borne (2022-2024), derribada por la reforma de pensiones mediante el polémico artículo 49.3; Gabriel Attal (2024), que no logró contener la crisis política; Michel Barnier, quien no superó una moción de censura histórica en diciembre de 2024 que forzó la disolución de la Asamblea Nacional y el llamado a elecciones anticipadas; François Bayrou, desalojado tras perder la moción de confianza en septiembre de 2025; y el actual Sébastien Lecornu, quien en menos de un mes ya había renunciado una vez y nombrado nuevamente, todo en la misma semana. Actualmente, Lecornu ha tenido que desmantelar partes cruciales de su plan de ajuste fiscal para conseguir apoyos precarios en una Asamblea Nacional fragmentada y hostil.

Francia se encuentra sumida en una tormenta perfecta de crisis convergentes: desindustrialización acelerada, inflación estructural, colapso energético, desempleo creciente, flujos migratorios no gestionados, déficit comercial récord y una deuda pública que roza el 115% del PIB. Mientras Macron insiste en recortes sociales y aumentos de impuestos, siguiendo el mandato de austeridad de Bruselas, destina crecientes recursos al gasto militar, priorizando la defensa sobre el bienestar ciudadano.

Macron se encuentra atrapado entre una Asamblea Nacional controlada por la oposición, unas calles incendiadas por protestas consecutivas y un aislamiento internacional creciente. Macron está políticamente acorralado, sin margen de maniobra doméstico ni influencia en el escenario global o regional. Cada intento de imponer reformas neoliberales mediante decretos o artículos constitucionales no hace más que acelerar la espiral de ingobernabilidad.

Mientras Francia prioriza el rearme militar y el alineamiento con la OTAN, las necesidades básicas de la ciudadanía, sanidad, educación, vivienda, quedan relegadas a un segundo plano. Esta desconexión entre élites y pueblo no es exclusiva de Francia sino un síntoma más del ocaso europeo. Hasta que Macron no abandone su interés por el ajuste fiscal como única receta, sus gobiernos seguirán cayendo sistemáticamente, confirmando que París ha pasado de motor europeo a epicentro de la fractura ejemplificadora del declive globalista.

Lo que atraviesa Francia no es una crisis de gabinete: es la crisis de un modelo político que subordinó la soberanía nacional a Bruselas y a Washington, y que hoy se desploma bajo el peso de sus contradicciones.

Moldavia y Georgia emergen como escenarios de una batalla más decisiva, el globalismo se resiste a su derrota, en especial sobre Europa oriental, región geoestratégica para el mantenimiento de su proyecto.

En Moldavia, Maia Sandu ha consolidado un poder cuasi-autoritario mediante ingeniería electoral. La reelección de Sandu en 2024 y la consolidación del PAS en el parlamento en 2025 han transitado por mecanismos donde el voto en el exterior y las modificaciones legales jugaron un rol decisivo. El peso del voto de la diáspora, ampliamente organizado en países de la UE, fue determinante en 2024, mientras que la distribución desigual de colegios en el extranjero y la habilitación del voto por correo son ejes de controversia que explican la diferencia entre los resultados dentro del país y los que decidió la competencia globalista. La Comisión Electoral Central (CEC) habilitó exclusiones y vetos (entre ellos el bloque Victory y otras formaciones asociadas) amparándose en recientes enmiendas anticorrupción que, en la práctica, limitaron la competencia de fuerzas consideradas prorrusas o clientelistas. Al mismo tiempo, Bruselas ha canalizado ingentes paquetes y asistencia (financiera, técnica y de seguridad) hacia Chisináu con el argumento de “apoyar la democracia y el camino europeo”, un flujo que la oposición local describe como influencia directa sobre el sistema político y que facilita la consolidación del oficialismo.

Bruselas financia directamente este experimento político bajo el eufemismo de “fondos para la democracia”, mientras Sandu libra una guerra silenciosa contra los territorios autónomos: persigue judicialmente a sus líderes, censura medios críticos y elimina cualquier voz disidente bajo la fachada del “camino europeo”. El Partido de Acción y Solidaridad (PAS) de Sandu ha creado un sistema donde “el abuso del poder institucional se ha normalizado”, utilizando recursos estatales para asegurar su hegemonía mientras Bruselas mira para otro lado.

En Georgia la estrategia para desestabilizar al gobierno de Sueño Georgiano tomó la forma de sucesivos intentos de “revolución de colores”, protestas y litigios políticos que han buscado invalidar o desgastar el poder legítimo tras las urnas. Tras la victoria contundente del Sueño Georgiano, fuerzas opositoras y mediáticas impulsaron movilizaciones y denuncias que alimentaron un clima de inestabilidad; al mismo tiempo, el debate sobre la “ley de agentes extranjeros” y múltiples cuestionamientos a procesos locales fueron utilizados como herramientas de presión política y judicial.

“Es comprensible que (la UE y la OTAN) estén molestos, ya que el actual Gobierno se opone firmemente a la agenda colectiva de Occidente de reclutar a Georgia (junto con otros Estados fronterizos como Armenia y Moldavia) en su proyectada campaña de segundo frente contra Rusia. Kobahidze y su partido no aceptaron nada de eso, ni consintieron en comprometer tontamente las relaciones comerciales de su país con Rusia, que han sido muy ventajosas para la economía de Georgia. La rotunda negativa del actual Gobierno a convertir a los soldados georgianos en carne de cañón en beneficio de «socios» lejanos, como hizo en 2008 el régimen vasallo de Saakashvili con consecuencias desastrosas, junto con el rechazo del Gobierno al suicidio económico al estilo de la UE que inevitablemente seguiría a la ruptura de las lucrativas relaciones comerciales con Rusia, lo ha marcado como enemigo del colectivo occidental. Eso lo convierte en un objetivo legítimo para la operación de cambio de régimen”, explica Stephen Karganovic en su análisis.

Por último, el caso de República Checa representa un posible cambio de rumbo dentro del continente. Frente al declive del globalismo europeo, han emergido, y en varios casos alcanzado el poder, gobiernos de extrema derecha, nacionalistas y soberanistas que canalizan las principales demandas sociales de una ciudadanía europea cada vez más crítica del proyecto de Bruselas.

Las recientes elecciones parlamentarias celebradas el 3 y 4 de octubre de 2025, con una participación del 69%, confirman esta tendencia: el partido Acción de Ciudadanos Descontentos (ANO), liderado por Andrej Babiš, obtuvo el 35% de los votos y 81 escaños en la Cámara Baja (de 200), imponiéndose con claridad frente a la coalición gobernante ‘Spolu’ (Juntos) del primer ministro Petr Fiala, que apenas superó el 23% de los sufragios.

El resultado supone un fuerte rechazo al gobierno alineado con Bruselas, que había seguido las directrices de la Comisión Europea en materia de ajuste, políticas migratorias, transición ecológica e incluso envío de fondos a Ucrania, mientras el país atravesaba crisis energética, inflación y estancamiento económico. Este desgaste fue capitalizado por Babiš, un empresario multimillonario cuyo conglomerado Agrofert agrupa más de 250 compañías de sectores como la agricultura, la energía, la biotecnología y los medios de comunicación. Con una fortuna superior a 3.000 millones de dólares (Forbes, 2025), Babiš ya había ejercido como primer ministro entre 2017 y 2021 y regresa al escenario político fortalecido, alineado con la familia “Patriotas por Europa”, junto a Viktor Orbán y Robert Fico.

Durante la campaña, Babiš adoptó una retórica nacional centrada en evitar que República Checa “se endeude por una guerra ajena”, y prometió abandonar la iniciativa checa de municiones, que había entregado más de 3,5 millones de proyectiles a Ucrania desde 2022. Sin embargo, descartó promover un referéndum sobre la pertenencia del país a la UE o la OTAN, apostando en cambio por una estrategia pragmática y soberanista dentro del bloque europeo.

La victoria de Babiš, en sintonía con el crecimiento del grupo Patriotas por Europa, constituye una nueva derrota del globalismo belicista impulsado por las élites europeas encabezadas por la Comisión Europea, Starmer, Macron, Merz y Tusk. Además, refuerza el peso del Grupo de Visegrado (V4), integrado por Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia, como polo alternativo en el corazón del continente.

Creado en 1991, el V4 fue mutando a un bloque de coordinación política dentro de Europa Central, capaz de negociar con Bruselas, defender políticas migratorias soberanas, cooperar en defensa y energía, y servir de contrapeso al eje franco-alemán. Hoy, con Orbán en Hungría, Fico en Eslovaquia, Babiš en Chequia y el nuevo liderazgo nacional-soberanista de Nawrocki en Polonia (aunque el PiS es parte de la familia europea de Meloni ECR), los cuatro países comparten una agenda común, son muy críticos de la agenda de las élites de Bruselas y defienden la soberanía nacional.

República Checa desempeña además un papel geoestratégico central, es una bisagra entre Europa Occidental y Oriental, frontera con Alemania, Polonia, Austria y Eslovaquia, y punto clave del corredor Báltico–Adriático–Mar Negro. Su territorio funciona como plataforma industrial y energética, con producción de maquinaria, componentes militares y redes logísticas que la convierten en un nudo esencial para la OTAN y la UE. También forma parte del Bucharest 9 (B9) y de la Iniciativa de los Tres Mares (3SI), reforzando su posición dentro del flanco oriental europeo.

Sin el peso de una gran potencia, pero con la capacidad de inclinar la balanza regional, República Checa podría convertirse en pieza clave para redefinir Europa Central: o bien reforzando el bloque atlantista del Este, o bien impulsando, junto al V4, un nuevo eje centroeuropeo autónomo, soberanista y contrario al globalismo de Bruselas.

Europa atraviesa un momento bisagra. Se disputa entre la profundización de su dependencia estructural del eje atlántico y su sometimiento al mandato globalista de Bruselas, o inicia un camino de reconstrucción. Francia, Moldavia, Georgia y República Checa son manifestaciones distintas de un mismo proceso: el ocaso del globalismo y la emergencia de ciertos liderazgos frente al vaciamiento de la democracia y la subordinación a intereses ajenos. Lo que está en disputa no es solo el rumbo de la integración europea, sino la posibilidad misma de un futuro en el que Europa vuelva a construir un proyecto estratégico propio en un contexto de multipolaridad. La pregunta, entonces, no es si el cambio llegará, sino por dónde y con qué fuerzas comenzará a gestarse.

Micaela Constantini, periodista y parte del equipo de PIA Global.

Foto de portada: PIA Global.

Acerca del autor

Micaela Constantini

Comunicadora Social, periodista. Miembro del equipo de investigación de PIA Global. Investigando cibergeopolítica y virtualidad. Feminista, antiimperialista y autodidacta. Nuestra americana Trabajo con redes sociales, edición de video y comunicación digital.

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