La caída inesperada de Dina Boluarte
El 10 de octubre de 2025, el Congreso peruano destituyó a Dina Boluarte con una contundencia inusitada: 122 votos a favor de 130 posibles, sin ningún voto en contra. Lo que horas antes parecía impensable se consumó en una sesión maratónica que terminó en la madrugada, configurando el séptimo cambio presidencial en apenas nueve años. La velocidad del proceso —sin señales previas ese mismo día— y el respaldo unánime de quienes durante casi tres años la sostuvieron en el poder revelan mucho más que una crisis de seguridad: exponen la naturaleza profunda de la política peruana contemporánea y las crisis concurrentes que prefiguran un sistema agotado.
El argumento formal para la destitución fue la “incapacidad moral permanente” de Boluarte frente al escalamiento brutal de la inseguridad ciudadana. El crecimiento exponencial de las extorsiones y homicidios (un promedio de 6.4 por día) y la instalación de estructuras de poder que han colonizado el congreso, el poder judicial y el gobierno, vuelven la situación insostenible al punto de que una afamada banda de cumbia fuera acribillada en el escenario durante un recital.
El sector transporte es el detonante visible: cerca de 50 conductores asesinados en Lima y Callao en los últimos doce meses, empresas paralizadas por amenazas, y un paro de transportistas que bloqueó la capital días antes de la destitución.
Sin embargo, la crisis de seguridad fue el pretexto, no la causa. La verdadera razón radica en un cálculo político frío: Boluarte se había convertido en un lastre tóxico para las fuerzas de derecha que la sostuvieron. Con apenas 3% de aprobación y 93% de rechazo, la presidenta era la líder más impopular de América Latina. A seis meses de las elecciones de abril de 2026, los partidos conservadores —Fuerza Popular de Keiko Fujimori, Alianza para el Progreso, y Renovación Popular del alcalde limeño Rafael López Aliaga— enfrentaban una realidad electoral brutal: seguir asociados a Boluarte era suicida.
Estos mismos partidos la habían protegido durante casi tres años, salvándola de seis mociones previas de vacancia. La toleraron incluso durante los más de 50 muertos en las protestas de 2022-2023, cuando la represión policial fue brutal contra manifestantes que exigían su renuncia tras el golpe institucional contra Pedro Castillo. La soportaron a través de escándalos de corrupción, desde los relojes Rolex hasta acusaciones de enriquecimiento ilícito. Pero la proximidad de las elecciones cambió todo: los cálculos de poder superaron cualquier lealtad política.
El mensaje es claro; no fue la indignación moral lo que movilizó al Congreso, sino el instinto de supervivencia electoral de una clase política que necesita desvincularse de un gobierno fracasado para mantener sus espacios de poder.
Estructuras de violencia, caotización y colonización institucional
El panorama se vuelve más complejo cuando observamos los intereses estructurales en juego. Perú enfrenta una crisis de captura institucional por parte de economías ilegales mafiosas que mueven aproximadamente 10000 millones de dólares anuales. La minería ilegal, que ha superado al narcotráfico como principal actividad ilícita, generó 4600 millones de dólares solo en oro ilegal durante 2023, representando el 44% de toda la producción aurífera nacional.
Estas economías criminales no operan en el vacío: necesitan control territorial y, principalmente, un Estado cómplice o incapaz. La estrategia no es robar al Estado mediante contratos corruptos (la corrupción tradicional), sino mantenerlo inoperante en los territorios que controlan. Para ello, infiltran la política de manera sistemática con financiamiento de campañas mediante testaferros, empresas fachadas, ONGs falsas y criptomonedas; colocación de cuadros políticos en zonas productoras de coca, oro ilegal o madera —es prácticamente imposible que un candidato no provenga o esté respaldado por estas economías—; y control de la eventual regulación, conquistando espacios en el Congreso y el Ejecutivo para bloquear fiscalización y legalizar informalmente sus operaciones.
El Parlamento peruano representa uno de los mayores problemas institucionales del país, con una relación simbiótica con las economías ilegales mafiosas. La inacción estratégica ante la falta de leyes efectivas contra el crimen organizado no es solo incompetencia, es funcional a intereses que necesitan debilidad estatal. El desfinanciamiento de la lucha es sistemático; mientras las economías ilegales se expanden, los recursos estatales para combatirlas se reducen.
La desarticulación de la DIVIAC (División de Investigación de Alta Complejidad) cuando comenzó a investigar al poder político es un ejemplo paradigmático, Cuando el Estado demuestra capacidad real de combatir el crimen organizado, es desactivado.

La paradoja policial: represión efectiva, seguridad inefectiva
Una de las contradicciones más reveladoras es la asimetría en la efectividad policial. Las fuerzas de seguridad que fueron incapaces de prevenir el asesinato de 50 conductores en Lima, que no logran desarticular redes de extorsión que operan a plena luz del día, demostraron eficacia brutal en la represión de protestas: más de 50 muertos durante las manifestaciones de 2022-2023 contra el golpe a Castillo, y un muerto reciente en las protestas posteriores a la destitución de Boluarte.
Esta selectividad no es accidental. El Estado peruano —o más precisamente, los intereses que controlan segmentos del Estado— prioriza la neutralización de protesta social sobre el combate al crimen organizado. Esto no es incompetencia sino funcionalidad; las economías ilegales mafiosas requieren un Estado que sea fuerte contra la disidencia política pero débil contra la criminalidad económica.
El creciente carácter policíaco del Estado peruano se evidencia en la militarización de la respuesta a protestas, uso de fuerzas armadas en contextos de manifestación civil, protocolos de uso letal de armas contra manifestantes desarmados; criminalización de la protesta, tipificando bloqueos de carreteras como “terrorismo” y persiguiendo judicialmente a líderes sociales; impunidad en represión, donde ninguno de los responsables de los 50 muertos de 2022-2023 ha sido procesado; y desmantelamiento de capacidades anti-crimen, como la desarticulación de la ya nombrada DIVIAC.
Este modelo de Estado es funcional a múltiples intereses simultáneos. Las economías mafiosas mantienen territorios sin fiscalización; los partidos tradicionales evitan investigaciones que los comprometan; los intereses geopolíticos externos, sean cuales sean, prefieren un Estado débil que no pueda negociar desde posiciones de fuerza.
Presidentes que defraudan y continuismo derechista
La prisión de Pedro Castillo representa más que el encarcelamiento de un presidente. Simboliza la clausura de un ciclo de esperanzas populares en que el sistema político pudiera ser transformado desde dentro. Castillo, maestro rural proveniente de Cajamarca, encarnó las aspiraciones del “Perú profundo” —ese país andino, campesino, empobrecido y sistemáticamente excluido de las élites limeñas— que por primera vez en décadas vio posible acceder al poder.
Antes que Castillo, Ollanta Humala había despertado expectativas similares. Con retórica nacionalista y promesas de inclusión, Humala canalizó el descontento popular en 2011. Sin embargo, una vez en el gobierno, se alineó rápidamente con los intereses corporativos y las élites tradicionales, traicionando su base electoral. El gobierno de Humala demostró que incluso un outsider con retórica antisistema puede ser cooptado por las estructuras de poder existentes.
Castillo repitió el patrón con mayor dramatismo. Electo con apenas 50.1% en una segunda vuelta polarizada contra Keiko Fujimori, nunca logró construir gobernabilidad. Su gobierno fue saboteado sistemáticamente desde el Congreso, pero también cometió errores garrafales de gestión. El golpe institucional de diciembre de 2022 —cuando intentó disolver el Congreso y fue inmediatamente arrestado— cerró abruptamente el experimento.
LA caída de Castillo representa la imposibilidad estructural de que el Perú profundo transforme el sistema político desde posiciones de gobierno. El mensaje implícito es brutal: pueden votar, pero no pueden gobernar. Pueden ganar elecciones, pero el poder real permanece en manos de élites burocráticas que controlan el Congreso, medios de comunicación, sistema judicial y fuerzas armadas.
Esta frustración acumulada —Humala que defrauda, Castillo que es derrocado— alimenta un cinismo político corrosivo.
La asunción de José Jerí, presidente del Congreso, envía señales claras. A sus 38 años, este abogado del partido derechista democristiano Somos Perú prometió “guerra a la delincuencia” y llamó a la colaboración del Poder Judicial. Sin embargo, carga con una denuncia archivada hace dos meses por presunto ataque sexual.
Jerí representa la continuidad institucional mínima, pero también la fragilidad de un sistema político donde los liderazgos técnicos no tienen respaldo popular ni capacidad real de transformación. Su mandato hasta abril de 2026 será probablemente de transición administrativa más que de cambio estructural. Lo más probable es que Perú continúe el ciclo que caracteriza su política desde 2016: cambios de gobierno sin cambios estructurales.
El diablo mete la cola en la protesta popular
Las protestas que siguieron a la destitución de Boluarte revelan una dimensión adicional y paradójica de la crisis peruana: la simultaneidad de demandas legítimas con patrones de movilización que replican características observables en otros contextos geográficos distantes. La Generación Z peruana ha emergido, sostenida por las grandes cadenas informativas, como actor protagónico de estas manifestaciones, utilizando una iconografía y repertorios de acción que plantean interrogantes sobre la autonomía organizativa de estos movimientos.
Resulta llamativo que las protestas en Lima compartan elementos simbólicos con movilizaciones recientes en Nepal, Madagascar y otras geografías aparentemente desconectadas. El uso de la calavera con gorrito y las tibias cruzadas como bandera pirata rescatada del animé One Piece, la estética de carteles con tipografías similares, hashtags estructurados de manera análoga, y técnicas de movilización digital prácticamente idénticas, hablan de una lógica aprendida.
Esta homogeneización simbólica en contextos tan diversos difícilmente puede explicarse por convergencia espontánea. Los algoritmos de las plataformas digitales operan como vectores de estandarización cultural, priorizando contenidos que ya han demostrado viralidad en otros contextos, pero la instrumentalización habla de una operación de guerra hìbrida combinada con guerra cognitiva.
La Generación Z, nativamente digital, consume estos contenidos sin necesariamente comprender su genealogía. La estética de resistencia se convierte en mercancía cultural que circula globalmente, desconectada de las particularidades históricas y culturales de cada territorio. Esto no invalida las demandas concretas —la inseguridad en Perú es real y urgente— pero sí plantea preguntas sobre quién define los repertorios de acción y con qué objetivos estratégicos.
Existen indicios documentados de la presencia de organizaciones vinculadas al soft power estadounidense en el ecosistema de formación de jóvenes activistas latinoamericanos. CANVAS (Centre for Applied Nonviolent Action and Strategies), heredero directo del movimiento Otpor! que derrocó a Slobodan Milošević en Serbia, ha conducido talleres en varios países de la región. Open Society Foundations de George Soros ha financiado programas de “empoderamiento juvenil” y “participación ciudadana” en Perú desde hace más de una década. Freedom House mantiene programas de becas para “líderes emergentes” que incluyen capacitación en movilización digital y acción no violenta.
Estas organizaciones no operan clandestinamente; sus actividades son públicas y legales. La cuestión no es conspirativa sino metodológica: ¿qué tipo de formación ofrecen y con qué marcos conceptuales? Precisamente el tipo de repertorios que organizaciones como estas promueven y que son conocidas como revoluciones de color.
Lo notable es que las protestas peruanas post-Boluarte han seguido patrones con precisión casi textual, incluyendo el timing: manifestaciones que no buscan derrocar el sistema sino forzar un recambio que mantenga intactas las estructuras de poder. En el contexto peruano, esto no implica que cada manifestante sea un agente consciente del Departamento de Estado, sino algo más sutil y efectivo: la creación de un ecosistema donde ciertos repertorios de acción se presentan como “naturales” o “universales”, mientras que otros —movilización sindical tradicional, organizaciones campesinas, movimientos indigenistas— son percibidos como “obsoletos” o “no democráticos”.
La legitimidad de la protesta y sus instrumentalizaciones
Es crucial no caer en el error de deslegitimar la protesta social por el hecho de que pueda estar siendo instrumentalizada por actores externos. Las demandas de los manifestantes peruanos son legítimas: la inseguridad es real, la corrupción es sistémica, la desigualdad es obscena, el futuro económico de los jóvenes es precario. Estas condiciones objetivas son suficientes para generar movilización masiva sin necesidad de ingeniería externa.
Sin embargo, entre reconocer la legitimidad de las demandas y analizar críticamente los repertorios, el timing y las posibles instrumentalizaciones no hay contradicción. Un movimiento puede tener razones justas y simultáneamente estar siendo canalizado hacia objetivos que no responden a los intereses de sus participantes.
El soft power opera precisamente en esta zona gris: no crea el descontento —que es genuino— sino que lo canaliza, le da forma, le provee repertorios de acción, define enemigos estratégicos, y orienta sus resultados hacia cambios que no alteran estructuras fundamentales de poder. En el caso peruano, la caída de Boluarte no representa ningún cambio estructural. José Jerí, su sucesor, es parte del mismo establishment político que la sostuvo durante tres años.
La pregunta estratégica es: ¿Quién se beneficia de que la protesta legítima no derive en transformación estructural sino en meros recambios de figuras? La respuesta incluye tanto a las élites domésticas que mantienen control del Estado secuestrado, como a actores geopolíticos externos que prefieren un Perú débil e inestable antes que uno con capacidad de negociar soberanamente su inserción en cadenas productivas globales.
La disputa geopolítica por Perú
Perú se ha convertido en terreno de disputa entre Estados Unidos y China en un momento de reconfiguración del orden internacional. Los megaproyectos chinos —Puerto de Chancay, futuro Ferrocarril Bioceánico— no son meras inversiones comerciales sino piezas de una estrategia de largo plazo para reconfigurar flujos comerciales globales.
Para Estados Unidos, la consolidación china en Perú representa una amenaza estratégica múltiple: control de infraestructura crítica —China maneja el 100% de la energía en Lima y casi 70% a nivel nacional, además del puerto de Chancay—; acceso a recursos estratégicos —Perú es rico en litio, cobre, tierras raras, fundamentales para la transición energética global—; plataforma logística —Chancay y el ferrocarril bioceánico convertirían a Perú en hub que conecta el Atlántico brasileño con el Pacífico, bypasseando el Canal de Panamá controlado por Estados Unidos—; y precedente regional —si China consolida su presencia en Perú, otros países andinos podrían seguir el mismo camino—.
En este contexto, la inestabilidad política peruana no es necesariamente un problema para Washington sino potencialmente una herramienta. Un gobierno débil, acosado por protestas, sobreviviendo crisis tras crisis, carece de capacidad para negociar desde posiciones de fortaleza con Beijing. La alternativa —un gobierno nacionalista fuerte que negocie soberanamente con ambas potencias— sería menos manejable para intereses estadounidenses.
La embajada norteamericana en Lima y el Comando Sur mantienen vínculos profundos con sectores militares, policiales y de inteligencia peruanos. Estos vínculos, construidos durante décadas de “cooperación antinarcóticos”, proveen canales de influencia que no requieren intervenciones visibles. Un informe filtrado, una investigación periodística oportuna, financiamiento a ONGs específicas, becas a líderes emergentes: estas son las herramientas del poder blando, más efectivas que cualquier golpe militar porque son invisibles y negables.
Entre la Escila de la captura mafiosa y la Caribdis de la instrumentalización geopolítica
Perú enfrenta una trampa estratégica: su Estado está siendo simultáneamente capturado por economías criminales mafiosas y disputado por potencias globales, mientras su población legítimamente indignada protesta en las calles utilizando repertorios que pueden estar siendo instrumentalizados.
La salida de esta trampa requeriría reconstrucción de capacidad estatal —un Estado que pueda efectivamente combatir el crimen organizado sin reprimir la protesta social legítima—; soberanía estratégica —capacidad de negociar con China y Estados Unidos desde posiciones de fortaleza, no de debilidad—; reforma política profunda —instituciones que representen genuinamente al Perú profundo sin ser capturadas por economías ilegales o élites corruptas—; y autonomía de movimientos sociales —organizaciones populares capaces de definir sus propios repertorios de acción sin dependencia de ONGs transnacionales con agendas propias—.
Sin embargo, con la actual configuración de fuerzas —élites corruptas, crimen organizado infiltrado, presiones geopolíticas externas, movimientos sociales sin articulación estratégica— es difícil vislumbrar cómo podría emerger este proyecto alternativo. Las elecciones de abril de 2026 probablemente producirán otro gobierno débil, incapaz de enfrentar las crisis estructurales, condenado a repetir el ciclo de decadencia institucional que caracteriza al Perú desde hace una década.
La crisis de seguridad es real y urgente, pero es también síntoma de una enfermedad más profunda: la pérdida del monopolio de la violencia legítima por parte del Estado, la colonización de territorios enteros por economías criminales, y la incapacidad de la política tradicional para representar y defender el interés nacional frente a intereses privados ilícitos y presiones externas.
Las elecciones de abril de 2026 no serán solo una competencia electoral; serán una batalla por definir si Perú puede recuperar su viabilidad como Estado-nación capaz de gobernar su territorio y negociar su inserción en cadenas globales, o si continuará su deriva hacia un modelo de feudalismo criminal con fachada democrática, convertido en plataforma logística de flujos comerciales que transitan sin transformar, mientras su población permanece atrapada entre la extorsión criminal y la inoperancia estatal.
El diablo, como sugiere el análisis de la protesta popular, efectivamente mete la cola: no para negar la legitimidad de las demandas sino para torcer sus resultados, para canalizar energías transformadoras hacia cambios cosméticos, para que todo cambie sin que nada cambie realmente. Con la actual oferta política, uno no puede abrigar optimismo sobre la deriva de esta nación.
Dr. Fernando Esteche* Dirigente político, profesor universitario y director general de PIA Global
Foto de portada: Video CNN