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Madaniaao: Respondiendo a la pregunta equivocada de la revolución sudanesa

Por Razaz H. Basheir*-
La revolución de Sudán derrocó a un dictador, pero dejó intactas las profundas estructuras de la jerarquía racializada, el militarismo y el gobierno de las élites. Los comités de resistencia construyeron nuevas formas de poder, pero sin ruptura, el viejo orden se recompuso.

La “ley de rostros extraños” es una ley vaga promulgada en 2024 por el gobierno de facto de Sudán bajo las Fuerzas Armadas Sudanesas (FAS). Formó parte del arsenal legislativo del estado de excepción creado por el conflicto de abril de 2023 y tenía como objetivo restringir el acceso a las zonas controladas por las FAS en el norte, el este y partes del centro de Sudán a elementos asociados con las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), la milicia insurgente que lucha contra el ejército nacional. La premisa principal de la ley era que las personas cuyos rasgos faciales resultaran desconocidos o “extraños” para las poblaciones locales de estas regiones serían sometidas a un escrutinio adicional y filtradas para investigaciones posteriores. En la práctica, la ley se utilizó para detener a un gran número de personas, principalmente del oeste de Sudán y otras zonas con una alta concentración de grupos étnicos no árabes (en contraste con los considerados “árabes” del norte de Sudán ribereño). En un país con más de 500 grupos étnicos y una inmensa diversidad, los rasgos faciales se convirtieron en una herramienta para criminalizar a las personas, poniendo de relieve la naturaleza discriminatoria y divisiva de la ley. Esta lógica racializada, arraigada en la estrategia de gobierno militar, señala el fracaso más profundo de la promesa posrevolucionaria de Sudán: un fracaso no solo de liderazgo, sino también de imaginación y estructura política.

Aún más preocupante, desde los recientes avances del ejército sudanés en enero de 2025, que revirtieron su inexplicable pérdida de control al inicio del conflicto en abril de 2023, los territorios recuperados han sido testigos de ejecuciones sumarias y detenciones arbitrarias dirigidas contra las mismas etnias. Estas acciones se llevaron a cabo bajo diversos pretextos, como la supuesta colaboración con la milicia. Simultáneamente, se ha producido una ola masiva de desalojos de asentamientos informales de décadas de antigüedad en la capital, habitados principalmente por los mismos grupos étnicos afectados, en el marcado solapamiento de etnia y clase del país. Estos desalojos se justificaron con acusaciones de participación en actividades delictivas, actividades impulsadas en gran medida por el colapso del Estado durante dos años de conflicto implacable, la pérdida de fuentes de ingresos y la erosión de los medios básicos de supervivencia. Trágicamente, estos actos arbitrarios y discriminatorios han obtenido un apoyo popular significativo, incluso de antiguos actores revolucionarios.

Durante los últimos dos años de conflicto, la normalización de la violencia y la otredad se ha perpetuado no solo por las facciones históricamente derechistas, racistas y extremistas de la política sudanesa, sino también por intelectuales supuestamente progresistas y numerosos grupos e individuos revolucionarios. Muchos de estos actores han apoyado fervientemente al ejército nacional, respaldando sus enfoques militaristas y de suma cero. Los sentimientos nacionalistas que respaldaban al ejército se transformaron rápidamente en un etnoregionalismo estrecho, defendido por la minoría ribereña hegemónica del norte. Este cambio marginó a todos aquellos fuera de estas líneas etnoregionales, incluyendo al pueblo darfurí, quienes ya han soportado un inmenso sufrimiento a manos de la milicia.

Se ha exagerado la idea de que la milicia y sus aliados extranjeros (principalmente los Emiratos Árabes Unidos) representan amenazas existenciales para el Estado-nación sudanés. Esta narrativa oculta la realidad de que el conflicto en curso es fundamentalmente una lucha de poder entre dos facciones armadas, ambas decididas a obstruir el camino revolucionario para asegurar el control de los recursos del país, principalmente el oro. La extracción de oro se ha intensificado bajo ambos bandos, y el apoyo directo e indirecto de los Emiratos Árabes Unidos se canaliza hacia las partes en conflicto.

El conflicto surge tras lo que se celebró como un momento triunfal de la Revolución de Diciembre, el derrocamiento de la dictadura de 30 años de Omar al-Bashir (1989-2019) y su régimen islamista, conocido por sus atrocidades contra las poblaciones de piel más oscura de Sudán del Sur y Darfur. El resurgimiento de las violaciones de derechos humanos es profundamente impactante y plantea interrogantes sobre cómo pudo suceder esto después de cinco gloriosos años de lucha por la libertad, la paz y la justicia.

La respuesta a esta pregunta se puede encontrar en parte en las poderosas reflexiones del visionario pensador sudanés Abdulla Bola. Bola sostuvo que tales violaciones contra sectores significativos de la población fueron legitimadas históricamente a través de un marco jerárquico de ciudadanía anterior al gobierno de al-Bashir. Según Bola, “las estructuras básicas de las violaciones de derechos humanos” son, de hecho, “las estructuras mentales, conceptuales, sociales, culturales, psicológicas y políticas que existían en nuestra sociedad antes de que los islamistas tomaran el poder. Estas estructuras sirvieron como bases de apoyo, depósitos y refugios para la energía agresiva y fomentaron condiciones psicológicas propicias para las violaciones de derechos humanos”. El argumento de Bola replantea la violencia estatal no como una aberración de la era de Bashir, sino como una continuidad profunda, una que la revolución no logró romper y, en algunos casos, reforzó involuntariamente. Vistos desde esta perspectiva, los recientes ataques a “caras extrañas”, el apoyo popular a las purgas del ejército y la retórica excluyente de las élites posrevolucionarias no son traiciones al momento revolucionario sino expresiones de las mismas estructuras que este dejó intactas.

La declaración de Bola, escrita hace casi dos décadas, ha demostrado ser consistentemente acertada. La discriminación por motivos religiosos, étnicos y regionales ha marcado la historia de Sudán, dando lugar a acontecimientos significativos como la secesión de Sudán del Sur y el genocidio en Darfur. Hoy en día, esta lógica ha evolucionado aún más, atacando a quienes pertenecen al grupo social de la milicia: tribus árabes nómadas que se extienden por el oeste de Sudán y que interpenetran fronteras que atraviesan la región del Sahel, hasta Níger y más allá. Estas arraigadas líneas de división y alteridad, reforzadas por décadas de esclavitud y tácticas coloniales de divide y vencerás, han definido durante mucho tiempo las fuentes de la hegemonía cultural, política y económica en el Sudán moderno.

La reproducción del discurso hegemónico previo tras la Revolución de Diciembre —elogiado por su inclusividad, horizontalidad y arraigo popular— revela un fracaso significativo. No solo no ha logrado desmantelar los cimientos de estas lógicas hegemónicas, sino que también ha creado una oportunidad para que fuerzas aún más regresivas asuman el poder. Es una trayectoria que evoca el destino de otras revoluciones horizontalistas de la historia reciente, lo que Vincent Bevins ha descrito como movimientos que, a pesar de su heroísmo, a menudo acaban allanando el camino para la contrarrevolución. En varios de los casos que documenta, los levantamientos culminaron en el regreso de las élites prerrevolucionarias o en el surgimiento de nuevas formaciones autoritarias. En Sudán, la ausencia de claridad ideológica y de visión estructural permitió que una élite histórica se reagrupara y recuperara el poder, incluso mientras las energías revolucionarias persistían en la calle.

Esta tensión —entre el avance revolucionario y la restauración hegemónica— moldeó no solo el resultado de Sudán, sino también el arco mismo de su movilización. Las formas más radicales de acción colectiva del movimiento, basadas en la horizontalidad y el arraigo local, se toparon gradualmente con los límites de la espontaneidad y la ambigüedad estructural. Estos son los mismos obstáculos que han enfrentado otros levantamientos en la región y el mundo; sin embargo, en Sudán, se manifestaron con particular intensidad y consecuencias.

¿La revolución?

El 11 de abril de 2019, el dictador sudanés Omar al-Bashir, quien gobernó durante 30 años, fue derrocado tras cinco días de sentada frente al cuartel general militar y casi cinco meses de movilización constante. La pregunta constante ha sido si se trató de una revolución, un movimiento reformista o un golpe de Estado palaciego impulsado por la presión popular. Cualquier intento de dar una respuesta directa simplifica excesivamente las complejidades de estos acontecimientos, atribuyendo un nivel irreal de planificación, ejecución y coherencia a todos los implicados, ya sea que trabajaran a favor o en contra de la trayectoria de los cinco años de movilización prebélica.

Esta exploración cronológica de los acontecimientos busca esclarecer las dinámicas que configuraron estos momentos críticos de disidencia. Se presta especial atención a las organizaciones de base, concretamente a los comités de resistencia (CR), cuyo papel decisivo en la aceleración y el mantenimiento del impulso revolucionario se examina y rastrea cuidadosamente.

Cuando los escolares de Damazine y Atbara salieron a las calles a mediados de diciembre de 2018 para protestar por el aumento del precio del pan, el régimen de al-Bashir ya estaba al borde del colapso. Despojado tanto de la grandiosa ideología islamista, con sus promesas de salvación terrenal y celestial, como de los petrodólares que habían sostenido al régimen en la década anterior a la secesión de Sudán del Sur, se hizo cada vez más difícil mantener una base de apoyo sólida.

Con las guerras que asolaban las periferias de Sudán Occidental y del Sur, esta base de apoyo se había reducido gradualmente con el paso de los años, reduciéndose a un pequeño segmento de beneficiarios de la clase media. Sin embargo, a medida que las filas para obtener gasolina, dinero y pan se hacían más largas, personas de todas las edades y clases sociales buscaban desesperadamente una vía de escape para sus frustraciones.

La convocatoria de protestas de la Asociación de Profesionales Sudaneses (SPA), una organización prácticamente desconocida para la mayoría en aquel entonces, encontró una respuesta sin precedentes, con una multitud inesperada que inundó el centro de Jartum. Debido a la planificación colonial de la capital, centrada en la seguridad y que favoreció a las fuerzas de seguridad represivas, las protestas pronto se redujeron a barrios céntricos como Burri y Shambat. Estas zonas, habitadas por familias antiguas y estrechamente relacionadas, sentaron las bases para tácticas de protesta localizadas y descentralizadas, que finalmente condujeron al surgimiento orgánico de los comités de resistencia (CR). Los antecedentes de los comités de resistencia se remontan a experimentos de organización a nivel de barrio que comenzaron ya durante la limitada movilización posterior a la Primavera Árabe de 2012 y las protestas fuertemente reprimidas de septiembre de 2013.

Si bien las elocuentes declaraciones en Facebook de la Asociación de Profesionales Sudaneses (SPA) ofrecieron directrices generales para las protestas, cada CR ejecutó sus propios planes locales. Este enfoque descentralizado gradualmente agotó y desorientó a las fuerzas de seguridad. Paralelamente, las imágenes en redes sociales que documentaban las violaciones de las fuerzas de seguridad amplificaron la indignación pública y aceleraron la cadena de acontecimientos que condujo a la exitosa sentada que finalmente derrocó a Al-Bashir.

Posteriormente, el lema central del movimiento, “Tasgot bas” (simple caída), conciso y decisivo, fue pronto reemplazado por “Madaniaao” (cívico), que abogaba por un gobierno civil en lugar de uno militar. Cabe destacar que ambos lemas fueron deliberadamente breves y contundentes, ya que abordaban implícitamente la pregunta frecuente de los aliados del antiguo régimen: “¿Cuál es la alternativa al régimen de al-Bashir?”. Estos lemas reflejaban las ambiguas aspiraciones de cambio del movimiento, centradas en la destitución del liderazgo del régimen en lugar de abordar sus estructuras económicas y sociales de hegemonía. Sin embargo, este enfoque limitado posteriormente diluiría, e incluso revertiría, la trayectoria revolucionaria.

Una transición estancada: agosto de 2019 a octubre de 2021

Apesar de la oposición generalizada de las masas a cualquier acuerdo con el Consejo Militar de Transición de al-Bashir —famoso por su brutal desmantelamiento de la sentada del 3 de junio de 2019—, surgieron pocas alternativas. Esto dejó al movimiento con pocas opciones más que apoyar a los partidos civiles que afirmaban representarlo, en gran medida debido a su carácter más consolidado e institucionalizado. Este apoyo culminó con la firma del acuerdo de reparto de poder en agosto de 2019, que sentó las bases para el período de transición y las eventuales elecciones.

Durante el período de transición, los CR se involucraron activamente en la gestión cotidiana de sus barrios en medio de múltiples crisis de suministro. Sus responsabilidades abarcaban desde la distribución de pan y gas subsidiados hasta la supervisión de gasolineras para prevenir el contrabando de combustibles subsidiados. Su papel en la gobernanza local también reforzó su poder y legitimidad. Además, continuaron organizando protestas locales, exigiendo justicia para los mártires y abordando ocasionales violaciones de derechos humanos, especialmente en las regiones periféricas de Sudán.

El caso sudanés presenta muchos paralelismos con las observaciones de Asef Bayat sobre la Primavera Árabe, donde las tácticas heroicas y abnegadas de los movimientos revolucionarios no se complementaron con una visión ideológicamente coherente de una realidad social y política alternativa, a diferencia de los movimientos socialistas radicales o islamistas políticos de la década de 1970. Como el énfasis de los primeros se colocaba principalmente en los derechos humanos, la democracia electoral y las libertades cívicas, los imaginarios de un desmantelamiento radical de las estructuras de poder político y económico del régimen anterior estaban notablemente ausentes.

Además, también se defendieron fundamentos no ideológicos en relación con el gabinete de transición designado. El término “tecnócrata” emergió como la personificación de la competencia y la imparcialidad. Sin embargo, en realidad, ocultó la aceptación incondicional de las lógicas neoliberales que se convirtieron en el sentido común definitorio. La ausencia de controversia ideológica no fue neutral: se convirtió en el mecanismo mediante el cual se reafirmaron los intereses de la élite y la clase donante, escudados en el lenguaje de la eficiencia gerencial. El tecnócrata más célebre de la época fue el primer ministro, un exfuncionario de la ONU cuyo carisma facilitó la implementación de uno de los paquetes de reformas neoliberales más rápidos y severos. Irónicamente, estas reformas reflejaron las mismas políticas liberalizadoras que habían provocado las protestas en 2018, pero se implementaron con una resistencia popular significativamente menor.

Las pretensiones de imparcialidad gerencial tecnocrática, frente a la hegemonía tanto de las potencias neocoloniales como de los centros de poder del antiguo régimen, no lograron más que envalentonar a la contrarrevolución. Esto condujo a un estancamiento en la atención de las demandas populares de justicia judicial y social, a medida que aumentaban las ejecuciones extrajudiciales y se disparaba el coste de la vida (la inflación aumentó del 50 % al 360 % entre 2019 y 2021). Los CR y otros revolucionarios se vieron envueltos en una lucha constante, buscando el delicado equilibrio entre exigir responsabilidades a sus supuestos representantes civiles y evitar su deslegitimación.

El golpe: octubre de 2021 a abril de 2023

Si hay una diferencia decisiva entre la revolución sudanesa de 2018 y sus predecesoras locales (1964 y 1958), así como la Primavera Árabe, es el impulso sostenido que persistió casi tres años después de su apogeo inicial. Para sorpresa de las facciones militares, el fracaso del gabinete de transición no disuadió a los revolucionarios de continuar con su inquebrantable demanda de un gobierno cívico. Cuando se anunció el golpe militar al amanecer del 21 de octubre de 2021, y a pesar del corte total de internet y las redes celulares, oleadas masivas de manifestantes convergieron espontáneamente en sus caminos hacia el cuartel general militar.

Una vez más, las estructuras de los CR demostraron una notable eficacia durante esta fase en dos aspectos clave. En primer lugar, su organización horizontal y sin líderes les permitió evitar la suerte de partidos políticos, sindicatos y funcionarios del gabinete, cuyos líderes fueron rápidamente arrestados. En segundo lugar, su excepcional agilidad en la comunicación y la coordinación les permitió organizar marchas masivas simultáneas pero descentralizadas, incluso en medio de un apagón total de telecomunicaciones y el bloqueo de puentes clave que conectan la capital tripartita.

Tras meses de desafío implacable ante una represión sin precedentes y el asesinato de manifestantes, los CR reconocieron su éxito al neutralizar el golpe. Sin embargo, también reconocieron su falta de preparación para aprovechar esta segunda oportunidad de desestabilización estatal y vacío de poder. En consecuencia, por primera vez surgieron llamados a la articulación de una estrategia detallada para el futuro. Esto condujo al lanzamiento de lo que se conocería como la “Carta Revolucionaria para el Establecimiento del Poder Popular”.

Paralelamente a las continuas protestas semanales —diarias en las zonas más radicales—, el proceso de redacción de la carta se desarrolló en la capital y en todo el país. Algunas de las propuestas más radicales surgieron de lugares remotos como Mairno, en el sureste de Sudán, una ciudad desconocida hasta entonces para muchos urbanitas. La originalidad de la propuesta de Mairno residía en su capacidad de traducir la horizontalidad del poder popular en medidas prácticas para la toma de la autoridad estatal. Proponía que los CR coordinaran y supervisaran el proceso de elección progresiva de representantes —desde las unidades administrativas hasta las localidades, los pueblos y, finalmente, el nivel nacional—, culminando en la formación de un consejo legislativo responsable de nombrar al primer ministro. Este enfoque ascendente contrastaba marcadamente con la estructura jerárquica y descendente del período de transición.

Estas y otras visiones progresistas se moldearon a partir de las lecciones de experiencias recientes y de las influencias izquierdistas dentro de los CR. Cabe destacar que abordaron cuestiones como los sistemas territoriales coloniales y la influencia neocolonial, como se expresó en el “Comité para el Desmantelamiento de la Opresión y la Dependencia”.

Sin embargo, si bien el proceso de redacción brindó una plataforma para debates de base sobre temas históricamente elitistas, también reveló las deficiencias de los mecanismos de toma de decisiones de los CR y las fisuras ideológicas (o clasistas) dentro de sus filas. Cuando finalmente se publicó un borrador unificado en enero de 2023, más de diez meses después del inicio del proceso y tres meses antes de la guerra de la junta, los CR se habían polarizado, fragmentado y cada vez más aislados de otras fuerzas cívicas, así como de los asuntos vecinales en general. Como resultado, perdieron gran parte de su incuestionable apoyo popular.

¿Qué queda?

Hannah Arendt, en su análisis de las bases conceptuales de las primeras revoluciones modernas, destaca el concepto estadounidense de “felicidad pública”. Si bien este concepto posteriormente degeneró en narrativas consumistas de la felicidad, para los revolucionarios estadounidenses, la “felicidad pública” estaba profundamente arraigada en la participación activa en la vida pública y el gobierno. Arendt menciona la observación de John Adams de que la gente asistía a asambleas y convenciones municipales no solo por deber o interés propio, sino porque disfrutaban genuinamente participando en debates, deliberaciones y toma de decisiones. En esencia, la “felicidad pública” surge de la alegría colectiva del compromiso cívico y del reconocimiento de que la participación activa en la vida pública enriquece tanto a los individuos como a la comunidad y constituye la base de la libertad.

Aunque particularmente subjetiva y difícil de cuantificar, la experiencia de felicidad pública fue inconfundible entre los miles de revolucionarios sudaneses, dejando huellas imborrables en la vida cotidiana de la sociedad sudanesa. Tras 30 años de fanatismo religioso, leyes represivas de orden público y una escena cultural altamente censurada, la capital recuperó rápidamente su voz distintiva. Los espacios públicos se recuperaron para marchas carnavalescas, vibrantes murales y grafitis, debates políticos, participación activa en los asuntos locales y heroicas expresiones de solidaridad que trascendieron las divisiones étnicas, de clase y de género. Este resurgimiento estuvo acompañado por un resurgimiento de la escena cultural, que devolvió el cine sudanés a los escenarios internacionales y fomentó una fusión de géneros locales e internacionales que dio origen al rap y al reggae sudaneses originales.

A un nivel más material, y tras el colapso de los servicios e infraestructuras estatales al inicio de la guerra en curso, las redes y la capacidad organizativa de los CR se reorientaron rápidamente hacia iniciativas que salvan vidas. Estas incluyeron salas de emergencia, cocinas colectivas y albergues para desplazados, brindando apoyo crucial a millones de personas en todo el país. Esto subrayó una vez más la resiliencia de estas organizaciones de base y la eficacia de sus estructuras horizontales para movilizar, resistir y comprometerse profundamente con las necesidades y luchas colectivas de sus comunidades. Sin embargo, esta brillantez táctica, aunque esencial, sigue siendo políticamente vulnerable sin una estrategia paralela para disputar el poder.

Si Arendt nos ayuda a identificar el poder afectivo de la participación cívica, Bue Rübner Hansen nos señala el terreno estructural sobre el que dicho poder podría organizarse. Esta resiliencia resalta la urgente necesidad de canalizar este éxito táctico —en particular, en el mantenimiento de espacios para la reproducción y supervivencia social— hacia una estrategia revolucionaria. Como argumenta perspicazmente Hansen, las estrategias progresistas para el cambio social, incluyendo la democratización y la comunización, requieren un enfoque más deliberado en la reproducción social. Esto es particularmente relevante en el contexto de la acelerada reducción de los espacios de producción en la industria y la agricultura, que ha convertido a la mayoría de las personas en una población excedente (en relación con el capital). Su redundancia con el capital las incapacita para cumplir el rol históricamente asociado con el avance de la lucha de clases anticapitalista.

Una estrategia revolucionaria como esta puede extraer lecciones significativas de ejemplos radicales que, según Hansen, han sido erróneamente descartados por gran parte de la tradición marxista, especialmente aquellos arraigados en las prácticas de supervivencia de las poblaciones excedentes. Enfatiza que «no hay ninguna razón estructural, sino todo lo contrario, para que los comunizacionistas no deban considerar las prácticas de las Panteras Negras, que partieron de la cuestión de la autodefensa armada y legal de una población excedente contra la vigilancia racista de sus formas alternativas de supervivencia —sus economías informales y de ajetreo— y progresaron hasta la implementación de programas de supervivencia que atrajeron a decenas de miles de personas a la lucha y a las poderosas campañas electorales municipales en Oakland, California».

Centrar la reproducción social de las poblaciones excedentes en una estrategia revolucionaria es una tarea de particular pertinencia en el contexto sudanés actual. Esta población excedente abarca desde los paramilitares —obligados a tomar las armas como único medio de supervivencia— hasta los desplazados y desposeídos por la violencia, que ahora enfrentan la precariedad y la pérdida de sus medios de vida.

A pesar de la desolación de la coyuntura actual, caracterizada por la violencia generalizada, la creciente autosuficiencia y sofisticación organizativa de los órganos de autogestión constituyen un poderoso ejemplo de poder popular en acción. Esto demuestra la urgente necesidad de articular este éxito práctico en una teoría revolucionaria coherente. Dicha teoría podría albergar el potencial de lograr una auténtica democratización más allá de la democracia liberal, un sistema que se está erosionando visiblemente incluso en sus formas occidentales más consolidadas. Lo que queda, entonces, no es solo la capacidad de perdurar, sino también los vestigios de una forma diferente de vivir y organizarse: breves, parciales, pero reales. A falta de un avance político formal, estos fragmentos aún marcan las líneas generales de lo que fue posible y de lo que aún podría recuperarse. Que permanezcan como actos aislados de resiliencia o lleguen a configurar una estrategia más amplia dependerá de la capacidad de identificarlos, conectarlos y actuar a partir de ellos.

*Razaz H. Basheir es estudiante de maestría en urbanismo meridional en el Centro Africano para las Ciudades de la Universidad de Ciudad del Cabo.

Artículo publicado originalmente en Africa no es un pais

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