En una reciente entrevista dada al Washington Post, Bernie Sanders, reconocido líder progresista demócrata de los Estados Unidos, comentaba su posición respecto a lo que está ocurriendo en la Franja de Gaza. A pesar de que sostiene “el derecho de «Israel» a defenderse”, Sanders considera que el país se ha extralimitado en el uso de la fuerza y, por tanto, es firme partidario de no votar a favor del nuevo paquete de 14 mil millones de dólares que se discute en el Senado en estos días y que sin dudas significará una bocanada de alivio para las maltrechas finanzas israelíes.
Lo interesante de la entrevista es que, aunque hace referencia a las decenas de miles de muertos que ha dejado la ofensiva israelí en Gaza, el grado de destrucción en la vivienda y otras infraestructuras básicas, el senador demócrata se niega a usar el término genocidio para calificar las acciones de “Israel”, a pesar de ser preguntado directamente tres veces sobre el tema.
Bernie Sanders es un rostro con un largo recorrido en la política norteamericana. De origen judío, en 1991 fue electo a la Cámara de Representantes, siendo reelecto hasta 2007. Inició su carrera como independiente, pero acabó adhiriéndose al Partido Demócrata, del cual fue candidato en las elecciones primarias para las elecciones presidenciales de 2016 y 2020, enfrentando la oposición más o menos abierta de la cúpula del partido. Desde enero de 2015 es el líder de la oposición en el Comité del Presupuesto del Senado.
Sanders se autodefine como un político “socialista democrático y progresista”. En sus campañas electorales fue muy crítico con la desigualdad en la distribución de la riqueza, incremento del salario mínimo, asistencia universal de salud, ampliación de los beneficios de seguridad social, etc. Estas posiciones le valieron la acusación de comunista y de antinorteamericano, agravados por su relativa simpatía públicamente expresada a algunos de los logros sociales de la Revolución cubana.
Este, sin embargo, no es un texto contra Bernie Sanders. A pesar de que su programa en materia de justicia social es mucho más avanzado que el de la media del establishment político norteamericano, su ambivalente posición ante el genocidio israelí nos da la clave para entender mejor los límites extremos que no puede cruzar el “progresismo” políticamente aceptado dentro del aparato de poder imperialista estadounidense.
El primero de estos límites es el límite político. Ningún miembro inserto dentro de la estructura política del país puede arremeter contra los pilares políticos fundamentales que sustentan la particular estructura de dominación estadounidense hacia dentro y fuera de la nación. Dicho, en otros términos, la toma de posición no puede llegar al extremo de socavar la hegemonía política estadounidense. Asumir las acciones israelíes en Gaza como un genocidio, implica reconocer que Estados Unidos, principal aliado y financista del régimen de “Israel”, es cómplice de genocidio.
El actual estado de “Israel” es, esencialmente, un proyecto político norteamericano y está interconectado con los intereses económicos y políticos de esta superpotencia, aunque a veces, como el monstruo creado por el Dr. Frankenstein, actúe por cuenta propia e, incluso, pueda llegar a enfrentarse y cuestionar las decisiones de su amo. Quien pretenda hacer una carrera duradera en la política estadounidense, debe saber que allí está una de sus líneas rojas.
El segundo límite es el límite económico. El aparato estadounidense no permitirá que crezca dentro de su seno ninguna tendencia que, esencialmente, adverse o niegue los principales intereses económicos corporativos a escala nacional o internacional. El margen de operación crítico y “progresista” dentro de sus filas estará determinado por estos intereses, que al final acaban funcionando como un mecanismo de ajuste que le da voz y solución parcial a los más evidentes desequilibrios del sistema, sin resolver cabalmente ninguna de las contradicciones que lo aquejan.
El tercer límite es el moral. El lobby sionista en Washington ha capitalizado la barbarie del holocausto nazi en su beneficio. La abundante producción simbólica y las nociones sembradas en el sentido común de la sociedad estadounidense durante décadas, hacen que sea difícil arremeter abiertamente contra las acciones israelíes, incluso para aquellos que están insertos dentro del aparato. En estos días han llovido los procesos penales por antisemitismo a numerosas figuras de la vida pública estadounidense, en ocasiones por comentarios bastante conservadores.
Con una brutal dialéctica, el sionismo se ha convertido en lo mismo que pretendía negar. Hoy sus acciones contra el pueblo palestino siguen una lógica colonial de exterminio y se sustentan en la convicción de los palestinos como infrahumanos, animales, sobre los cuáles es legítimo desplegar toda la fuerza posible, sin importar las víctimas que causen, al contrario, mientras más víctimas más cerca se está del objetivo final.
Aunque todas las verdades están sobre la mesa, algunas incluso dichas por los mismos que hoy comandan la maquinaria genocida israelí, el “progresismo” político estadounidense tiene un límite moral infranqueable a la hora de denunciar la situación. Reconocer cabalmente los crímenes de “Israel” y llamarlos por lo que son implicaría atraer sobre sí la totalidad de la maquinaria propagandística del sionismo, sacrificando de paso su propia carrera política.
Estos límites antes señalados se estrechan en la medida en que la hegemonía norteamericana se resquebraja, incapaz de contener o socavar a los nuevos actores que emergen en la escena económica y política internacional. La pugna entre Trump y Biden, que parece próxima a reeditarse en este 2024, puede leerse como la pugna entre el viejo proyecto de supremacía global y las posiciones de una potencia decadente que se ve forzada a volverse sobre sí misma, con un discurso furiosamente nacionalista que abre numerosas fracturas sociales al interior del país.
En este escenario, hacer política implica extrema cautela, sobre todo con aquellos temas que pulsan las cuerdas de la hegemonía imperial. Por eso es más sencillo salvar la conciencia personal en pequeñas triquiñuelas administrativas, mientras se evita llamar a la bestia genocida por su nombre. Quizás el principal límite del “progresismo” resida en su propia naturaleza pusilánime.
José Ernesto Nováez Guerrero* Escritor y periodista cubano. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz (AHS). Coordinador del capítulo cubano de la Red en Defensa de la Humanidad. Rector de la Universidad de las Artes
Este artículo ha sido publicado en exclusivo en el portal almayadeen.net
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