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Los ejércitos del sionismo: cómo Israel fractura Gaza desde adentro

Por Lourdes Hernández*– La inyección de grupos armados, milicias tribales y redes mafiosas dentro del territorio palestino tiene el objetivo de debilitar a Hamás, dividir al pueblo y multiplicar los frentes de conflicto que permitan a Israel justificar una presencia militar indefinida.

En los últimos meses, distintos grupos armados se enfrentaron a Hamás como los clanes al-Majayda y Dughmush, las Fuerzas Populares de Yasser Abu Shabab, el autodenominado “Ejército Popular del Norte” comandado por Ashraf al-Mansi y la Fuerza de Ataque contra el Terrorismo de Hossam al-Astal en Khan Younis.

A primera vista podrían parecer actores desconectados —una familia armada, una facción local, una milicia tribal—, pero todos son funcionales, directa o indirectamente, a los intereses del sionismo. Todos operan en el margen de la legalidad, se enfrentan a Hamás y, bajo diferentes discursos, contribuyen a la fragmentación del poder palestino.

El alto el fuego formaliza la pausa de combates entre Israel y Hamás, pero la variedad de milicias locales determinará en gran medida si la paz realmente se afianza. Estas milicias, entrenadas y armadas por Israel, ya operan como actores de poder autónomos sobre el terreno, administrando zonas de refugio, escuelas, clínicas y comedores improvisados, pero también imponiendo su autoridad de manera coercitiva, saqueando ayuda y ajustando cuentas.

La organización islámica Hamás perdió ya cerca del 80% del territorio que controlaba antes de la ofensiva israelí de 2023-2025, un vacío territorial que se convirtió en terreno fértil para la proliferación de milicias locales y la fragmentación de la autoridad palestina.

Dughmush, una de las redes familiares más poderosas de Gaza, tiene su base en el barrio Sabra y mantiene una larga historia de choques con Hamás. Su brazo armado, el Ejército del Islam, fue dirigido por Mumtaz Dughmush, un personaje con vínculos fluctuantes con Fatah, Dahlan y luego Hamás, hasta enfrentarse abiertamente al movimiento.

En los últimos enfrentamientos, los choques entre ambos grupos dejaron al menos 27 muertos y decenas de desplazados en la ciudad de Gaza. El Dughmush, con un historial ligado al contrabando y la economía informal, es históricamente tolerado por la ocupación como un actor útil para socavar la autoridad de Hamás en el territorio.

Más al sur, en Rafah, opera Yasser Abu Shabab, líder de una milicia autodenominada Fuerzas Populares. Sus integrantes pertenecen en su mayoría al clan beduino Tarabin, con extensas redes comerciales en el Sinaí y el desierto. Durante los últimos dos años de conflicto, Abu Shabab escapó de prisión en medio de un bombardeo israelí y reapareció como jefe de una fuerza local que se presentó como “protección civil”.

Nacidas del desmembramiento de facciones locales, se presentan como una alternativa “revolucionaria” frente al “autoritarismo” de Hamás, pero sus operaciones coinciden geográficamente con zonas de alto interés estratégico para Israel, especialmente en el corredor central y las inmediaciones de Rafah. Los testimonios locales hablan de entregas de armamento ligero y comunicaciones por radio encriptadas que remiten a una logística demasiado sofisticada para grupos que afirman ser autogestionados.

Lo importante es que estos grupos se sostienen mediante el contrabando a través del Sinaí, intermediarios tribales en Egipto y Jordania, transferencias en efectivo bajo la cobertura de ayuda humanitaria y una red mediática que los legitima como “resistencia civil”.

Según reportes, el primer ministro Benjamin Netanyahu autorizó transferencias de rifles Kalashnikov y otro apoyo logístico a la banda de Yasser Abu Shabab; la decisión se tomó al margen del gabinete de seguridad e inteligencia Shin Bet, y fue denunciada por Avigdor Liberman, que calificó la medida de “entregar armas a criminales”. Netanyahu, en cambio, defendió la operación como una medida destinada a “salvar vidas de soldados israelíes”.

Algunos de los rifles que hoy portan sus combatientes fueron entregados por el ejército israelí tras haber sido confiscados al movimiento islámico. Desde entonces, esta milicia opera como fuerza de control en zonas del este de Rafah, escolta convoyes de ayuda humanitaria bajo supervisión israelí y se presenta como un actor “legítimo” que colabora con la Autoridad Palestina. 

Otro foco de tensión se concentra en Khan Younis, donde la organización paramilitar Al-Mujaida se enfrentó militarmente con Hamás. Tradicionalmente vinculado a Fatah —el movimiento de Mahmoud Abbas—, se transformó en una milicia local con fuerte capacidad de fuego y control territorial. En los últimos meses, protagonizó enfrentamientos con Hamás luego de que sus miembros secuestraran y asesinaran a combatientes de las Brigadas al-Qassam.

El episodio derivó en una incursión masiva de Hamás sobre el barrio de Majayda, con más de doscientos hombres armados y decenas de muertos. En esta ocasión la aviación israelí bombardeó la zona, asesinando a combatientes y civiles. El resultado fue la multiplicación del caos interno y una nueva herida en la estructura social de Gaza.

También en el norte de la Franja, Ashraf al-Mansi lidera el llamado “Ejército Popular del Norte”, una organización paramilitar que dice oponerse a Hamás, pero que, en los hechos, contribuye a debilitar su autoridad. En los últimos meses, al-Mansi organizó un desfile militar en pleno asedio y lanzó una campaña de reclutamiento entre jóvenes desplazados. Sus operaciones se presentan como defensa popular, pero coinciden con las áreas donde Israel promueve operaciones “selectivas” contra comandantes de Hamás, abriendo corredores de seguridad que terminan beneficiando a las fuerzas de ocupación.

Fuente: SkyNews

Estas estructuras no surgen de la nada, sino que forman parte de una política sistemática de ingeniería social y militar impulsada por Israel desde hace décadas. En los años 80, el propio Estado israelí promovió el crecimiento de Hamás para contrarrestar a la OLP. Hoy aplica la misma lógica, pero invertida: fabricar rivales locales para debilitar a Hamás desde dentro. Lo hace mediante financiamiento indirecto, canalizado por fundaciones humanitarias bajo control estadounidense e israelí, por el contrabando de armas redistribuidas desde los arsenales confiscados, y por la tolerancia de la prensa occidental que presenta a estas milicias como “alternativas civiles” o “movimientos de autodefensa”.

Estos clanes son el resultado de un proceso de mutación social y política inducido por décadas de bloqueo, pobreza y manipulación. En Gaza, donde el desempleo supera el 70% y los canales institucionales están destruidos, los clanes funcionan como redes de supervivencia y autoridad. Lo que alguna vez fue un sistema de parentesco y defensa comunitaria se convirtió, bajo presión, en un mosaico de estructuras paramilitares dispuestas a vender lealtades. En ese vacío se infiltran los intereses del sionismo y de sus aliados regionales, que encuentran en cada fractura una oportunidad de control.

El resultado es una administración del caos, un modelo de control colonial en el que la violencia interna se convierte en herramienta de gobierno. Israel no necesita mantener una ocupación visible si logra que los palestinos se enfrenten entre sí. Israel explota los vacíos de poder creados por la guerra, el bloqueo y el colapso de Hamás, promoviendo la aparición de actores locales funcionales que, bajo la apariencia de autonomía, reproducen los intereses estratégicos de Tel Aviv.

Cada milicia cumple una función específica: generar rivalidades internas, crear corredores de seguridad útiles para Israel, controlar rutas de ayuda humanitaria y dividir la autoridad política.

Los enfrentamientos desplazan a miles de personas dentro del propio enclave. En barrios donde antes operaban comités vecinales y redes de ayuda, hoy imperan la desconfianza y el miedo. Hamás, acorralado entre la ofensiva israelí y las milicias internas, intensifica su control, lo que agrava el desgaste social. La violencia se libra simultáneamente contra el invasor y contra los propios, por lo tanto hablamos de una colonización no sólo territorial, sino psicológica.

Armar y tolerar la expansión de grupos como Dughmush, Al-Mujaida o el “Ejército Popular del Norte” convierte a fragmentos sociales en “proveedores de orden” local (control de pasos, escolta de convoyes, administración de enclaves) que pueden ser instrumentalizados para abrir corredores, monopolizar la ayuda y vetar cualquier reconstrucción autónoma que favorezca una soberanía palestina efectiva.

Estas operaciones buscan crear actores “proxy” para justificar la continuidad del control israelí sobre Gaza, le permiten a Israel y a sus aliados mantener una narrativa de “guerra contra el terrorismo” mientras desmantelan cualquier posibilidad de soberanía palestina. Israel y Estados Unidos ensayan en el enclave un modelo de administración indirecta, apoyado en fuerzas locales dóciles y dependientes.

Esto no sólo debilita a Hamás, sino que erosiona toda posibilidad de articulación de la resistencia palestina. La división interna alimenta la narrativa israelí de que “no hay con quién hablar” y presenta a la ocupación como único actor racional capaz de imponer orden.

En paralelo, en Cisjordania se replican tácticas similares bajo el amparo de la Autoridad Palestina, mientras en Líbano y Siria se observan intentos de exportar el modelo de descomposición controlada. Lo que está en juego, más allá de Gaza, es la continuidad del proyecto de soberanía palestina y la capacidad de los pueblos árabes para construir alternativas al orden colonial vigente.

El funcionamiento de estos grupos revela la lógica del sionismo como operación híbrida de dominación que combina métodos militares, económicos y mediáticos para controlar territorios sin asumir responsabilidad directa sobre la violencia. Se inyectan recursos —armamento, entrenamiento, comunicaciones— a través de canales de contrabando y fundaciones humanitarias vinculadas a Estados Unidos e Israel, mientras se promueve su narrativa como “resistencia civil” o “protección de la población”.

Esta es, en definitiva, la nueva fase de la ocupación: orquestar una supuesta guerra que ya no necesita presencia física constante del ocupante, sino un ecosistema de fragmentación permanente. Israel no gobierna Gaza, pero gobierna su caos. La multiplicación de milicias rivales cumple una función política: despolitizar la resistencia, tribalizar el conflicto, borrar la línea entre opresor y oprimido.

Sobre la estrategia de fabricar enemigos internos y actores de oposición controlables ya nos habló Noam Chomsky, quien explica que los gobiernos mantienen la obediencia pública mediante la creación de enemigos visibles. Aplicado a Gaza, el despliegue de milicias cumple la función de que la población perciba amenazas, legitimando intervenciones externas y fortaleciendo la narrativa de seguridad, mientras actores locales se transforman en instrumentos de control indirecto.

*Lourdes Hernández, miembro del equipo editorial de PIA Global.

Foto de portada: El humo sube en Khan Younis, al sur de la Franja de Gaza, el 30 de octubre de 2025. REUTERS/Ramadan Abed

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