La rendición nazi serviría para derivar todas las fuerzas del Tercer Reich, con el beneplácito del primer ministro inglés Winston Churchill y del presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, a contener la incontenible ofensiva soviética en el frente oriental.
Pese a que, en el gélido febrero del 45, en Yalta ambos habían acordado con Stalin exigir la capitulación incondicional de Alemania ante los tres aliados, ni Churchill ni Roosevelt habían abandonado la idea de la rendición por separado y convertir a Alemania (o lo que quedaba de ella) en una plaza fuerte contra la Unión Soviética.
En abril del 45 Churchill ordenó a sus jefes militares reunir a los prisioneros alemanes en campos especiales, armarlos y entrenarlos para una inmediata confrontación con el Ejército Rojo. La relampagueante ofensiva rusa de febrero del 45, que llevó a su ejército a situarse a 60 kilómetros de Berlín y destrozar todas las tropas nazis en Prusia por el norte y en Hungría por el sur, tornó estéril este intento de Londres, como de costumbre dispuesto a traicionar a sus aliados siempre que eso convenga a sus intereses.
En julio del 45, cuando el Ejército Rojo ya había tomado Berlín y concluido la guerra, Churchill y Harry Truman, reemplazante del fallecido Roosevelt, intentaban por todos los medios lograr la división de Alemania en varios estados, el achicamiento de Polonia casi a la mitad, la fragmentación de los Balcanes e ignorar a la Francia Libre del general Charles De Gaulle como partícipe principal de la victoria.
El fin, cuando todavía el Reino Unido era la gran potencia colonial y Washington confirmaba su hegemonía en el hemisferio occidental, era la restauración del mundo a imagen y semejanza de esos imperios y bajo su dominio. Pese al siniestro adelanto informativo de Truman al generalísimo Iósif Stalin, sobre la primera explosión de un artefacto nuclear y a las maniobras tras bambalinas de Churchill y su sucesor, el laborista Clement Atlee, ninguno de esos objetivos se cumplió. Postdam decidió que Alemania seguiría unida luego que se retiraran las tropas aliadas, Polonia recibiría sus seculares tierras y la costa báltica, la Yugoslavia del mariscal Iósif Tito continuaría como un solo estado balcánico.
En junio del 45, 51 países firmaron la Carta de las Naciones Unidas, que sellaba la configuración de un nuevo orden mundial, regido por las normas del derecho internacional y basado en el respeto a la autodeterminación de los pueblos, la independencia del yugo colonial y la preservación de la paz.
A partir de ese momento y pese a todas las crisis por la que atravesó, la ONU se convirtió en el patrón y custodio de ese nuevo orden. El nuevo organismo internacional se encargó de impedir que las crisis parciales se convirtiesen en confrontaciones mundiales. Su primer logro fue evitar la guerra en 1949, durante la primera crisis de Berlín, con el canciller argentino Atilio Bramuglia como titular pro tempore del Consejo de Seguridad interpretando la secreta inteligencia entre Stalin y Perón.
La incipiente reestructuración del mundo fue la plataforma para el surgimiento de un poderoso movimiento de liberación nacional que abarcó Asia, África y Medio Oriente y contribuyó a liquidar los anacrónicos imperios coloniales. Hacia la década del 60, a la ONU se habían incorporado más de 100 nuevos países. Los intentos imperiales por volver a su control hegemónico no lo lograron. Cuba, Vietnam, Argelia, entre otros, confirmaron al rechazar las cruentas agresiones imperialistas que los tiempos habían cambiado y que las metrópolis no podrían recuperar sus dominios.
Estamos a finales de 2024. El Movimiento de Países No Alineados surgido en aquella década del 60 impulsado por los grandes líderes del anticolonialismo: Nehru, Keita, Nkruma, Tito, Sukarno cristalizó en lo que llamamos el nuevo mundo multipolar, del que los BRICS son su mayor evidencia. Aquellas metrópolis prepotentes y dictatoriales se han convertido en un obsoleto, decadente y a veces impotente bloque unipolar euroatlántico.
La OTAN, el ariete armado de ese bloque creado para cumplir con el designio de destruir la Unión Soviética, resulta impotente para derrotar a Rusia en el conflicto de la cuenca del Donbass. Se torna cada vez más evidente que la línea de combate ha dejado de ser entre Rusia y Ucrania, para convertirse en el enfrentamiento bélico entre esa OTAN euroatlántica y una Rusia respaldada tácitamente por los estados de la llamada “Mayoría Mundial”.
En ese contexto, resulta paradójico el intento atlantista para situarse en otras regiones del mundo. Tanto el felizmente cesado Joseph Borrell como el todavía virgen secretario de la OTAN, el holandés Mark Rutte, porfían en expandir la alianza nordatlántica hacia el sudeste asiático, el Medio Oriente o las regiones centroafricanas. Al mismo tiempo, confiesan la impotencia de la OTAN para dar vuelta la inexorable derrota del régimen de Kíev.
Si algo demuestra el conflicto en Ucrania es la determinante vigencia del nuevo orden multipolar. Este año, en todos los foros internacionales fueron dominantes todas las propuestas de paz surgidas de los países que integran ese nuevo mundo. Brasil y China, los países africanos, Turquía, la India, el Papa Francisco han sido sus autores y promotores. Esos mismos propulsores son los que refutaron el “plan de paz” del régimen de Kíev, basado en la capitulación rusa, en la expansión de la OTAN y en la consolidación del dominio del bloque euroatlántico.
Ahora, las declamadas consignas de lograr la “derrota estratégica” de Rusia han dado paso a comedidas reflexiones acerca de la paz y el fin de la contienda. Se discontinuó la insistencia del régimen de Kíev en instaurar su “plan de paz”. Se reconoció que el mundo funciona de forma distinta a las aspiraciones hegemónicas unipolares. La asistencia de António Guterres, secretario general de la ONU, a la reciente cumbre de los BRICS, en la ciudad rusa de Kazán, es una palmaria reafirmación de la nueva realidad.
Pese a algunas delirantes faroladas bélicas de ciertos almirantes de tierra firma de la OTAN, y a la excluida y febril actividad final del selecto habitante de la Casa Blanca, el obligado reconocimiento de la nueva realidad internacional es materia constante en las conductas de los cabecillas unipolares. La forzada comunicación telefónica del todavía canciller alemán Olaf Scholtz con el presidente ruso Vladímir Putin, solicitándole iniciar conversaciones de paz (algo a lo que Moscú nunca se negó) o la vergonzante corrida del cascoteado presidente francés Emmanuel Macron para estrechar la mano del canciller ruso Serguei Lavrov en la foto “familiar” del G20 en Brasil, son pruebas no circunstanciales de la nueva correlación de fuerzas mundiales.
Desde luego, el 20 de enero de 2025 en los Estados Unidos se establecen nuevas normas de conducta en este contexto. Quien será el representante especial del nuevo presidente norteamericano Donald Trump para el conflicto en el Donbass, Keith Kellogg, un teniente general retirado de 80 años, veterano de Vietnam, confirmó que su misión será lograr un armisticio que incluya el reconocimiento de las regiones recuperadas por Rusia, el levantamiento de las sanciones contra Moscú y la preservación de la neutralidad ucraniana, puntualizando que es muy lejana la posibilidad de incorporar a Kíev a la OTAN.
Algunas referencias sitúan la posición del teniente general en un símil de las condiciones planteadas para el retiro de las tropas estadounidenses de Vietnam. Eso suponía el respaldo a ultranza del régimen del dictador survietnamita Ngô Đình Diệm pero a los pocos días de la espantada norteamericana de Saigón, los vietcong del Tío Ho ocuparon la sede del gobierno títere y unificaron a todo Vietnam. Ejemplo poco aleccionador para los que eventualmente se arroguen el derecho de “pacificadores” en Ucrania. Ni hablar de la vergonzosa huida estadounidense de Afganistán, cuando ni siquiera alcanzaron a prometer nada a quien fuera que se arrogara la difícil tarea de enfrentarse a los talibanes.
El Kíev, el ilegal detentador de la presidencia, Volodimir Zelensky, se enfrenta con serias crisis internas que, en las últimas horas, generaron cambios en las cúpulas de las fuerzas armadas y remociones en el aparato estatal. Es notable el cambio de lenguaje del usurpador comediante. En sus esforzados (por no decir desesperados) intentos por retener el poder, para lo cual necesita la financiación y el armamento de los países atlánticos, chantajea con reconocer la imposibilidad de reconquistar Crimea, el Donbass y Novorossía, cuya activa reintegración a Rusia alcanza notables índices de recuperación, y plantea que la OTAN conforme lo que llamó un “paraguas de seguridad” que le permita seguir en el edificio de la calle Bánkova aún en desmedro de su declarada inconstitucionalidad.
Eso es imposible. La dinámica del propio mosaico internacional ha dejado ya de mantener el conflicto ucraniano en el centro de la gestión mundial. El despliegue de la integración económica, política y social entre los países BRICS (fundadores, nuevos miembros y asociados), repicada en las posturas comunes que adopta el Grupo en el G-20, en la ONU, en el FMI y en otras organizaciones mundiales, la combinación y coherencia de sus objetivos con los de otras organizaciones regionales como la OCSh, la Liga Árabe, la Unión Africana o la ANSEAN, desanclan de Kíev la atención mundial y la trasladan a la realización de grandes experimentos como la Bolsa de Cereales BRICS, la plataforma financiera digital de intercambio de pagos o la interacción con la OPEP+, en la práctica integrada por países BRICS.
Esta fundamental modificación del vector político internacional ahora apunta a destrabar el conflicto en Medio Oriente, solidarizándose con Palestina y condenando la agresión israelí. Apunta a impedir que el sudeste asiático se convierta en otro foco de violencia bélica provocado por el mismo poder unipolar. Apunta a lograr la transformación de la ONU en un organismo que responda a estas nuevas realidades e incorpore a sus países miembros a los órganos de decisión ejecutiva de la Organización.
Es en este contexto, sobre estos hechos, que hay que considerar el sentido de lo que considero el tramo final del conflicto ucraniano. No hay ningún suceso que en él ocurra, sea el reemplazo cada vez mayor de las fuerzas armadas ucranianas regulares por mercenarios occidentales, la amenaza de asentamiento en Ucrania de una fuerza expedicionaria de 100.000 soldados de la OTAN, los intentos por entregar armamento nuclear al régimen de Kíev o, del otro lado, la impresionante prueba del nuevo misil balístico medio “Oreshnik”, que no sea parte de esta clara confrontación antagónica entre el viejo sistema unipolar (con perdón, el imperialismo monopólico financiero) y el nuevo sistema multipolar, todavía en trabajo de parto pero ya con una potente exhibición de presencia mundial.
Desde luego, su tarjeta de presentación son los BRICS, convertidos en desarrolladores de las nuevas tendencias y direcciones de trabajo, integración y esfuerzos conjuntos de los países que integran y se van adhiriendo a este grupo.
Así, pues, orientar el análisis y la adopción de posturas universales al simple enfoque del conflicto en el Donbass limita la objetividad de las conductas personales y colectivas con unas anteojeras que no permiten ver la amplitud panorámica del nuevo mundo. Por el contrario, los lineamientos de política internacional deben prestar el máximo de atención a la implicancia que ese conflicto tiene sobre el resto de los factores y vías colaterales que integran ese nuevo mundo. Quizá en la asunción de una definida orientación en este plano resida el principal Punto Crítico de nuestra actualidad.
Hernando Kleimans* Periodista, historiador recibido en la Universidad de la Amistad de los Pueblos «Patricio Lumumba», Moscú. Especialista en relaciones con Rusia. Colaborador de PIA Global
Foto de portada: Diseño: Chema Flores