En los últimos días hemos asistido a un verdadero concierto diplomático de encuentros, declaraciones y medidas. Todos los occidentales han pasado por Kiev. A Moscú han viajado la ministra de Exteriores alemana, el presidente de Francia, el secretario de Estado americano y el presidente iraní. Por Washington han desfilado el canciller alemán y los europeos para hablar del desacuerdo sobre el gasoducto Nord Stream 2, al que Alemania no piensa renunciar. Los americanos han respondido públicamente (la “filtración” casi nunca es casual) al catálogo de Rusia con la fórmula “No, no y quizás”. No a las dos cuestiones centrales de Moscú: no a excluir a Ucrania y Georgia de toda perspectiva de ingreso en la OTAN, no a la retirada de ese bloque a las posiciones anteriores a su ampliación al Este. Y, quizás, posible disposición a negociar los desarmes de los que Washington se retiró unilateralmente y a eventuales inspecciones mutuas de lo que hay desplegado en Rumanía y Polonia, siempre y cuando Moscú retire las tropas que tiene apostadas cerca de la frontera ucraniana (“cuestiones secundarias”, según Moscú). A eso, la OTAN añade su propio catálogo de retiradas militares rusas de Transnistria, Osetia del Sur, Abjasia y Crimea.
Paralelamente, los anglosajones han enviado más armas y asesores militares a Ucrania, y refuerzan con soldados el entorno ruso –de momento poca cosa– mientras producen patrañas baratas, como la del gobierno títere que Moscú prepara para Kiev, divulgada en Londres, pero cocinada en Washington, o la del supuesto vídeo con actores para escenificar una falsa masacre que proporcione un casus belli, como la OTAN hizo en Bosnia y Kosovo con la masacre del mercado de Sarajevo y la matanza de Rachac, preludio de sus dos intervenciones militares allí. Todo ello de acuerdo a esa fuente de información, que llamaremos SelojuroNews (en inglés, US officials), que nuestros periodistas compran con disciplinado entusiasmo.
Parece evidente que el puñetazo en la mesa que acompañaba el documento de máximos de Moscú del 17 de diciembre ha movido las cosas. Esa es la noticia que oculta el griterío de “¡Rusia puede invadir Ucrania en cualquier momento!”, (la portavoz de la Casa Blanca, Jen Psaki), y que el Estado mayor anglosajón, Estados Unidos, y su perrito faldero londinense han interpretado para salir al paso del gruñido del oso.
Lo más curioso no es que Rusia repita, una y otra vez, con descarado cinismo, que no piensa “invadir” y que sus medios oficiales ridiculicen la “histeria” creada (como si Moscú no hubiera contribuido), sino que las presuntas víctimas así lo confirman. Tras una reunión del Consejo de Seguridad Nacional de Ucrania, el presidente Zelensky subrayó la semana pasada que “no hay motivo para el pánico” y ha discutido por ello con Joe Biden, a quien ha pedido que EE.UU baje el tono, mientras los propios militares ucranianos explican que no se dan las condiciones técnicas para una invasión de parte rusa. Ukraínskaya Pravda, medio nacionalista-liberal vinculado al anciano especulador George Soros, explica con detalle la ausencia de esas condiciones. La histeria ya ha hecho caer un 10% el valor de la moneda ucraniana y los bonos, así que el ambiente amenaza con arruinar la delicada economía nacional.
En el campo occidental, hay diversas posiciones. Estados Unidos, Inglaterra, los polacos y los bálticos mantienen el griterío. Como los dos primeros dominan el complejo mediático, su actitud da el tono a la “información”. Luego están los franceses y alemanes, que intentan moderar el gallinero y, en tercer lugar, están los pequeños europeos que gesticulan y cumplen en diferente medida el expediente de vasallos en la OTAN. Todo esto es bastante anecdótico al lado de la cuestión fundamental en este conflicto, que es la línea de Estados Unidos.
En Washington hay varias líneas de actuación, pero, poco a poco, parece que se impone una. Podríamos formularla así: contener a Rusia, sólo en la medida en que eso no impida, o complique lo principal que es contener a China. Si eso es así, el puñetazo en la mesa de los rusos, que obviamente no van a conseguir lo que se exige en el documento del 17 de diciembre, está bastante bien dirigido, y de todas las cumbres diplomáticas de los últimos días, la más destacable ha sido la del 4 de febrero, en Pekín, entre Putin y Xi Jinping.
Hace años que en Washington preocupa la profundización de la alianza entre China y Rusia, forjada a pulso por su propia estupidez estratégica. Hace más de un año, fuentes del mundo de los expertos bien conectadas con los servicios secretos advirtieron a Biden de que una alianza entre China y Rusia podría resistir mucho mejor las represalias de Estados Unidos. Es algo que ya estamos viendo en las medidas que ambos países están tomando para independizarse de los sistemas de transferencias financieras, del uso del dólar y de los monopolios digitales, recursos todos ellos que Washington utiliza políticamente a conciencia. El mismo think tank Atlantic Council ha apelado a “equilibrar las relaciones con Rusia”, con el objetivo de “separar a Rusia de China”, en uno de sus documentos programáticos, significativamente titulado “The Longer Telegram”, en un intento de solemnizar el disparatado documento de George F. Kennan de 1946.
El 4 de febrero, en Pekín, se hicieron realidad algunas de las peores pesadillas de Washington. China ha declarado su apoyo a las “garantías de seguridad a largo plazo jurídicamente vinculantes en Europa” que pide Moscú, así como su rechazo a cualquier nueva ampliación de la OTAN. Los dos países están preocupados por los planes de Washington de construir un sistema global antimisiles, por la militarización del espacio y por el despliegue de misiles nucleares de corto alcance, escenario, hay que decir, mucho más probable en Asia Oriental que en Europa. La lectura de la declaración conjunta ruso-china del 4 de febrero ha debido de producir acidez de estómago en Washington.
A la luz de todo esto se entienden las fuertes presiones que todos los occidentales (gritones, moderados y comparsas) están ejerciendo sobre el presidente ucraniano para que Ucrania cumpla los acuerdos de Minsk, que firmó el 12 de febrero de 2015 con miras a pacificar el Donbass. Esos acuerdos contemplan el alto el fuego con retirada de armas pesadas, elecciones y estatuto de autonomía para las regiones rebeldes de Donetsk y Lugansk, amnistía general, restablecimiento del control de la frontera nacional por Ucrania, retirada de unidades y armas extranjeras y reforma constitucional “descentralizadora” (léase federalizante).
“La crisis ucraniana solo puede solucionarse políticamente, los acuerdos de Minsk pueden pacificar la crisis”, dijo Macron el lunes 7 de febrero en el Kremlin. Putin prometió, a cambio, no realizar nuevos movimientos militares y retirar sus tropas de Bielorrusia en cuanto finalicen las actuales maniobras. Mientras tanto en Washington, el secretario de Estado, Antony Blinken, y Josep Borrell se sumaron con declaraciones parecidas: “Los acuerdos de Minsk tratan sobre un estatuto especial para el Donbass y creo que los ucranianos estarán dispuestos a avanzar”, dijo Blinken. El Gobierno ucraniano no quiere saber nada de los acuerdos de Minsk porque teme que, por esa puerta, Rusia pueda volver a tener voz en Ucrania, pero la presión de “todo Occidente” va a ser fuerte. Es complicado para el presidente Zelensky, porque si cede será acusado de traición por sus adversarios más nacionalistas, pero si no lo hace la crisis continuará y, con ella, el conflicto interno en Ucrania, aspecto que nuestros “expertos” niegan contra toda evidencia.
Una vez más hay que insistir en el hecho de que Ucrania es un Estado que contiene diferentes identidades nacionales, culturales y lingüísticas. Eso no es resultado de las “interferencias de Rusia” en sus asuntos, sino de la historia, de la azarosa y accidentada forma en que el país se creó, a partir de diferentes trozos sometidos a distintos centros de poder político, cultural y religioso. Esa diversidad no impide que Ucrania llegue a ser una nación bien cohesionada algún día, pero hoy no lo es, y convertirla en exclusivo satélite occidental contra Rusia es apartarla de toda perspectiva de estabilidad y cohesión, de la misma forma en que lo sería configurarla como un mero satélite ruso.
La actual separación de Crimea y gran parte del Donbass es consecuencia de la imposición de una Ucrania sobre otra. La aplastante mayoría de la población no quiere ser rusa sino ucraniana, pero millones de ucranianos rechazan aspectos fundamentales de esa imposición.
Tras el cambio de régimen de 2014, se aprobaron leyes lesivas para los rusoparlantes, se enterró el precepto constitucional de neutralidad, se prohibieron fuerzas políticas como el Partido Comunista de Ucrania, que hasta 1998 era el más votado, junto con dos partidos más. Los 32 diputados comunistas fueron expulsados del Parlamento por considerar lo sucedido como un “golpe de Estado”. Un año después, se impuso una ley de “descomunización” que demolió monumentos, forzó el cambió de nombre de 22 ciudades y 44 pueblos y criminalizó los símbolos, banderas e himnos en los que millones de ucranianos creyeron, murieron y vivieron con diferente fortuna, mientras otros, sobre todo en Galitzia, los sufrían y maldecían. El líder del partido Comunista, Petró Symonenko, fue excluido como candidato en las elecciones presidenciales de 2019 en aplicación de aquella infame ley, y la imagen de colaboracionistas con los nazis, como Stepan Bandera, ha llegado a los sellos de correos. En febrero del año pasado, los populares canales de televisión en lengua rusa, 112 Ukrania, ZIK y NewsOne, todos ellos adversarios de la particular línea nacionalista del Gobierno, fueron prohibidos y desconectados. Sus periodistas han sido objeto de agresiones y desde el poder se les considera “propagandistas extranjeros”, fórmula que recuerda mucho a la utilizada en Rusia. Con todo eso, y después de que tres regiones del país se independizaran de facto, todo el este y el sur de Ucrania, de mayoría ruso parlante, sigue votando (entre el 50% y el 20% del voto, según las zonas en las elecciones de 2020) por fuerzas políticas opuestas al gobierno de Kiev. Es ridículo presentar al gobierno de Kiev como una banda de filonazis, pero la simple realidad es que Ucrania nunca será un país cohesionado ni próspero sin unas estrechas relaciones con Rusia, con un estatuto de neutralidad y con un gobierno federal en el que las diferentes identidades e intereses puedan actuar y expresarse de forma democrática.
Como dice el popular comentarista ucraniano Mijaíl Chaplyga, “a los occidentales les interesa el territorio de Ucrania y sus recursos privatizados y gestionados por sus empresas, a Rusia le interesa, sobre todo, la distancia con la OTAN”. El futuro de una Ucrania estabilizada pasa por el diálogo con el Donbass, una organización federal del país, la abolición de las leyes lingüísticas discriminatorias para los rusoparlantes, la derogación de la ley de “descomunización”, la privatización de la tierra y el establecimiento de un estatuto internacional de neutralidad con el que Ucrania podría jugar a dos manos con sus vecinos del Este y del Oeste, obteniendo ventajas de ambos. A Finlandia, que también formó parte del Imperio Ruso hasta 1917, no le fue nada mal en ese mismo papel. Retomar los acuerdos de Minsk parece una perspectiva en esa dirección.
*Rafael Poch, fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.
Artículo publicado en Contexto.
Foto de portada: El presidente de Rusia, Vladimir Putin y el de China, Xi Jinping, durante su encuentro en Pekín en febrero de 2022.KREMLIN