La guerra de Ucrania esconde la conflagración contra un vínculo. Nos referimos a la ‘guerra’ de Estados Unidos no contra una potencia, sino contra la relación entre Alemania y Rusia. Una segunda dimensión resulta anti intuitiva para el sentido común que nos inculcan los medios hegemónicos, pero resulta obvia si analizamos el contexto con parámetros más consistentes.
Se trata de un enfrentamiento entre socios que son también competidores. Una tensión que no aparece de forma evidente porque solo uno de los contendientes la asume plenamente. Es la ‘guerra’ que Estados Unidos emprendió contra el entramado industrial de Alemania y la Unión Europea (UE). Esas dos dimensiones son, a nuestro entender, motor y clave para entender el desarrollo del conflicto bélico.
No vamos a desarrollar los otros dos conflictos que todos conocemos: la guerra de Rusia contra Ucrania —la más relevante para las víctimas a las que les toca padecer el despropósito— y la guerra proxy que Estados Unidos, traccionando a la OTAN, emprende contra Rusia por intermedio de Ucrania. Aquí encontramos dos objetivos geopolíticos importantes, por un lado, galvanizar a la OTAN —que estaba amenazada por fuerzas centrífugas— detrás de Estados Unidos; y, por el otro, desgastar a Rusia con las sanciones y su esfuerzo bélico.
Las fricciones y resistencias al envío de los Leopard fueron producto del entramado de fuerzas subsidiarias de estas cuatro dimensiones. Para resumirlo en dos imágenes: Olaf Scholz fue a China con “la creme” de la burguesía alemana buscando un salvavidas ante el naufragio, pero el primero de febrero publicaron sus fotos con los tanques enviados a la guerra que hunde esa industria.
La guerra geopolítica
Para comprender y mensurar la relevancia de las dos primeras dimensiones, conviene ponerlas en perspectiva. Los geoestrategas estadounidenses —un ecosistema que incluye a cientos de miles de personas, desde organismos estatales hasta think tanks, publicaciones, universidades, empresas— heredaron de los británicos un imperativo para su hegemonía: Rusia y Alemania no pueden ser aliadas. La violación de ese precepto comienza cuando aparece en escena el proyecto Nord Stream. Su primer eslabón fue un contrato firmado en 2005, en el que los principales actores fueron Gazprom —el mayor productor de gas— y BASF a través de Wintershall —principal empresa química del mundo y un gran consumidor de energía que necesita abastecimiento seguro a buen precio para mantener su competitividad a escala mundial—.
Sellado el acuerdo por Gerard Schroeder como canciller alemán, fue continuado y ratificado por Angela Merkel. El carácter estratégico del proyecto para Alemania quedó ilustrado por la presencia del propio Schroeder como presidente del consorcio Nord Stream, tras finalizar su desempeño como canciller. Su construcción se inició en 2010 y comenzó a funcionar al año siguiente.
En aquel momento, uno de los objetivos del gasoducto, visto desde Moscú, fue disminuir la valía geopolítica de Ucrania. Una Ucrania que, vista desde Washington, no era un país cualquiera sino la pieza clave para el destino de Rusia —como territorio de paso del gas hacia Europa—. Ya en 2004 y 2005, durante la denominada Revolución Naranja —una década antes del Maidán—, habían aparecido en Kiev las huellas digitales del Estado norteamericano. Eran los prolegómenos de esta misma partida.
La construcción de Nord Stream, así como otras iniciativas como Blue y South Stream, se desarrollaron en el contexto de una guerra de gasoductos en la que Estados Unidos pugnaba por imponer proyectos alternativos. El más importante fue el gasoducto Nabucco que, al igual que South Stream, nunca se construyó. En parte por las zancadillas mutuas que se realizaban ambas potencias.
Con esos proyectos alternativos, Estados Unidos buscaba desplazar a Rusia como abastecedor de gas de la UE en beneficio de países más dóciles, controlar el abastecimiento, es decir la competitividad de la propia UE, y, finalmente, utilizar esos gasoductos para reconfigurar las relaciones geopolíticas en las regiones del Mar Caspio y Asia Central, alejándolas de la vinculación con Rusia. Objetivos que no pudo alcanzar.
Esa pequeña historia es el marco mínimo para apreciar la relevancia de Nord Stream. No se trató de una obra de infraestructura más o menos importante, ni muchísimo menos una relación comercial, fue la obra con mayor relevancia geopolítica y un triunfo del Kremlin frente a proyectos rivales apadrinados por Estados Unidos. Esa obra modificaba el eje de dos guerras mundiales y rompía el imperativo central de la geopolítica estadounidense.
En esa secuencia, la guerra de Ucrania posibilita reestablecer una situación que —según la estrategia del Departamento de Estado— es condición necesaria para mantener la hegemonía estadounidense. Desde esa perspectiva, su profundización es un medio para provocar una fractura geopolítica entre Alemania y Rusia que no pueda ser reparada. Cuanto más se perpetúe el conflicto, mejor cumplido estará ese objetivo.
El atentado a Nord Stream del pasado septiembre no podría ser más preciso como metáfora de esta guerra contra el vínculo entre Rusia y Alemania, concretamente a su núcleo. Hasta aquí, objetivo cumplido.
La guerra geoeconómica
Nord Stream es también el factor clave de la segunda dimensión: la guerra económica de Estados Unidos contra el entramado industrial de Alemania y la UE. El rol de BASF es el más ilustrativo. Se trata de la mayor empresa química del mundo y duplica a su competidor, la estadounidense Dow Chemical. Su planta en Ludwigshafen, a orillas del Rin, es una ciudad dentro de la ciudad que se extiende seis kilómetros cuadrados y cuenta con una extensa costa al río con puerto propio. En un día la planta consume la misma cantidad de gas que Suiza.
La cuenca del Rin es la vía fluvial más importante del mundo por el volumen de su navegación y una de las zonas más intensamente industrializadas. Según cifras de 2018, por allí transita el 80% de los 223 millones de toneladas que se mueven en Alemania. Por el río, la producción de BASF alcanza el puerto de Rotterdam y de allí sale al mundo. Esa densa trama industrial es la guinda por la que se relamen en Washington.
En marzo de 2022, Martin Brudermüller —presidente de BASF— se opuso a las sanciones contra Rusia y señaló, en declaraciones publicadas por The Guardian, que renunciando al petróleo y gas “tendríamos un desempleo muy alto, muchas empresas quebrarían. Provocaría daños irreversibles. Para decirlo sin rodeos: podría llevar a Alemania a su crisis más grave desde el final de la II Guerra Mundial y destruir nuestra prosperidad”. Más recientemente señaló que la compañía deberá trasladar parte de su producción a “plantas fuera de Europa” y subrayó que la crisis energética “amenaza la existencia misma de la producción industrial de Europa”. Agregó con dramatismo que “muchas de nuestras cadenas de valor se están rompiendo mientras hablamos”. BASF anunció un recorte para reducir costos por 500 millones de euros en 2023 y 2024.
Alemania es el tercer mayor exportador, después de China y Estados Unidos. Exporta 1,38 billones de euros, una cifra similar a la de Estados Unidos, pero con un PIB tres veces menor. En 1970, la ratio de exportaciones sobre el PIB era de 15,92%. Desde entonces fue subiendo de manera continua hasta alcanzar el actual 38,32%. Si ponemos la lupa en sus exportaciones solo el 2,76% corresponden a materias primas, mientras que el 39,01% corresponde a bienes de capital. Alemania depende desmesuradamente de su competitividad para colocar su producción industrial en el mercado mundial. A partir de la guerra, Estados Unidos logró controlar el abastecimiento energético y aumentar su costo, tanto para Alemania como para buena parte de la UE. Así sus propias empresas industriales pueden disputar esas porciones del mercado mundial.
Al mismo tiempo, países como Polonia, y otros de los que presionaron en coalición para el envío de los Leopard, son mercados periféricos de dichas exportaciones. Esa contradicción —presente también entre segmentos de sus burguesías industriales, en función de sus diferentes consumidores periféricos o globales— dificulta una geopolítica coherente.
Existen declaraciones directamente referidas a estas dimensiones. En el ámbito comunitario encontramos, subsumidas por el relato oficial, las palabras de Josep Borrell: “Una parte importante de nuestra prosperidad se ha construido en torno a la energía barata que venía de Rusia y de las oportunidades de negocio con China”.
El ministro de Economía francés, Bruno Le Maire, señaló que “el conflicto en Ucrania no debe terminar en la dominación económica estadounidense y el debilitamiento de la UE”. Y agregó: “no podemos aceptar que nuestro socio americano venda su gas natural licuado a un precio cuatro veces superior al que lo vende a sus industriales”. Su par alemán, Robert Habeck, fue menos explícito y subrayó que “algunos países, incluso amigos, están consiguiendo precios astronómicos en algunos casos”.
El canciller Olaf Scholz, pocos días antes de la invasión rusa, fue más explícito. Publicó un tuit que es la contracara perfecta del imperativo de la geopolítica estadounidense (Rusia y Alemania no pueden ser aliados). En él axiomatizó la que debería haber sido una geopolítica propia de la UE: “Para nosotros en Alemania y Europa la seguridad sostenible no se puede lograr contra Rusia, sino solo con ella”.
La política estadounidense hacia Ucrania es eminentemente geopolítica. Esto es, no solo tiene un objetivo interno en Ucrania, sino que funciona como un disparador de escenarios que supongan un escollo para sus enemigos y que permitan mantener subordinados a los aliados. El riesgo es que Ucrania es una jugada límite porque apunta al corazón no solo de un enemigo, sino también de esos aliados. Para que tenga éxito es necesario que los mismos no asuman el ataque. ¿Se suicida una burguesía?
*María García Yeregui, española, licenciada en Historia e investigadora en Ciencias Sociales. Magister en Historia contemporánea por la Universidad de Zaragoza, miembro de varios equipos de investigación en historia comparada sobre memorias de las dictaduras y pasados traumáticos, actualmente es doctoranda en ciencias sociales por la UBA. Vivió durante seis años en la Ciudad de Buenos Aires, entre Caballito, San Cristóbal y Once. Docente de historia y profe en bachilleres de educación popular como Roca Negra, Montechingolo y La Pulpería en La Boca. Ha escrito notas para diarios como Público, El Salto o El Furgón.
**Pablo Gandolfo, periodista.
Artículo publicado originalmente en Público.
Foto de portada: Muchas personas se acercan a sacar fotos a los vehículos rusos destruidos que quedaron en la ciudad de Kyiv. RAÚL MORENO.