Las últimas declaraciones de altos funcionarios japoneses sobre la posibilidad de que Tokio adquiera armas nucleares, junto con la revisión de los históricos Tres Principios No Nucleares, representan un punto de quiebre y extrema gravedad que sacude los cimientos del orden internacional establecido tras 1945.
La respuesta inmediata y contundente de China, Corea del Norte y Rusia no constituye una reacción exagerada, sino el reconocimiento de que estamos ante un cambio de paradigma con potenciales consecuencias devastadoras para la estabilidad regional y mundial.
El quiebre del consenso no nuclear
Durante más de siete décadas, Japón mantuvo un compromiso público con el desarme nuclear, condensado en tres principios fundamentales en los cuales se aseguraba no poseer, no producir y no permitir el ingreso de armas atómicas a su territorio.
Esta postura, aunque nunca codificada en ley, funcionó como un pilar de la política de seguridad japonesa y como garantía para sus vecinos de que las atrocidades del militarismo imperial no volverían a repetirse.
El hecho de que estos principios estuvieran tan arraigados en el discurso político japonés que incluso surgiera un “cuarto principio” —no discutir el tema— subraya la profundidad del tabú.
La administración de Sanae Takaichi ha dinamitado este consenso. Cuando Itsunori Onodera, director del consejo de investigación de seguridad del Partido Liberal Democrático, afirma abiertamente que Japón necesita debatir el futuro de sus principios no nucleares, no está lanzando una reflexión académica sino telegrafando un cambio de dirección estratégica.
Más preocupante aún resulta que el secretario jefe del Gabinete se negara a aclarar las declaraciones del alto funcionario de la Oficina del Primer Ministro sobre la posesión de armas nucleares, mientras el ministro de Defensa señalaba que “se discutirían todas las opciones”. Esta ambigüedad calculada constituye en sí misma una forma de coerción psicológica regional.
La infraestructura del umbral nuclear
Japón no parte de cero en su camino hacia la nuclearización ya que el país ha mantenido durante décadas un programa nuclear civil de dimensiones que exceden ampliamente sus necesidades energéticas, acumulando reservas de plutonio que varios analistas consideran excesivas.
Como único Estado no poseedor de armas nucleares con capacidad de extracción de plutonio apto para uso militar, Tokio se encuentra técnicamente en el umbral de convertirse en potencia nuclear. Antiguos dignatarios japoneses han reconocido públicamente esta capacidad latente, lo que convierte el debate actual no en una cuestión de viabilidad técnica sino de voluntad política.
La reactivación de la central nuclear de Kashiwazaki-Kariwa, la más grande del mundo, después de más de una década desde el desastre de Fukushima, adquiere una dimensión estratégica en este contexto.
Si bien oficialmente responde a necesidades energéticas, el momento elegido para esta decisión —coincidiendo con el debate sobre los principios no nucleares— envía señales contradictorias a la región.
La planta, ubicada a 220 kilómetros de Tokio, con el reactor número 6 previsto para reiniciar en enero, representa una ampliación de la infraestructura que podría sustentar ambiciones más amplias.
Precedentes históricos y patrones de remilitarización
La historia ofrece lecciones aleccionadoras sobre las consecuencias de subestimar las señales de remilitarización japonesa. Entre 1931 y 1945, el militarismo imperial japonés desencadenó una campaña de agresión que devastó absolutamente todo Asia-Pacífico, causando millones de víctimas civiles y dejando cicatrices que aún no han sanado completamente.
La masacre de Nankín, las marchas de la muerte de Bataan, los terribles experimentos de la Unidad 731 (protegidos y sin condena gracias a USA) y el sistema de esclavitud sexual conocido como “mujeres de confort” representan apenas una fracción de las atrocidades cometidas.
Precisamente por este legado, los instrumentos jurídicos de posguerra —la Declaración de El Cairo, la Proclamación de Potsdam y el Instrumento de Rendición— estipularon explícitamente que Japón debería ser “completamente desarmado” y no “mantener industrias que le permitan rearmarse para la guerra”.
El Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), del cual Japón es signatario como Estado no poseedor, establece obligaciones inequívocas: no recibir, fabricar, adquirir ni transferir armas nucleares. Estas no son sugerencias diplomáticas sino compromisos vinculantes bajo el derecho internacional.
Como señaló acertadamente el portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores chino, Lin Jian, se trata de obligaciones no negociables que no pueden utilizarse como moneda de cambio para obtener beneficios políticos. Cualquier intento de revisarlas constituye una violación flagrante del orden internacional establecido tras la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial.
La mano de Washington: Tutela estratégica y doble estándar
Resulta imposible analizar la deriva nuclear japonesa sin considerar el papel de Estados Unidos. Tokio no actúa solo sino bajo el paraguas estratégico estadounidense, que en las últimas dos décadas ha promovido activamente la militarización japonesa como contrapeso a China.
La reinterpretación del Artículo 9 de la Constitución pacifista, la flexibilización de las restricciones a la exportación de armamento y el fortalecimiento de las capacidades de ataque preventivo han recibido el beneplácito —cuando no el impulso directo— de Washington.
Los informes sugieren que la primera ministra Takaichi estaría dispuesta a abandonar la prohibición de introducir armas nucleares estadounidenses en territorio japonés. Esta posibilidad representa una puerta trasera hacia la nuclearización: aunque técnicamente Japón no poseería armas propias, alojaría arsenales extranjeros bajo acuerdos de “compartición nuclear” similares a los que Estados Unidos mantiene en Europa bajo el marco de la OTAN.
El precedente de los acuerdos de despliegue nuclear en países como Alemania, Italia, Bélgica, Países Bajos y Turquía muestra cómo esta fórmula permite mantener la ficción de respeto a los compromisos de no proliferación mientras se desarrolla infraestructura y capacidades operativas nucleares.
Este doble estándar estadounidense —rigidez extrema con programas nucleares de países como Irán o Corea del Norte, permisividad con aliados estratégicos— socava la credibilidad del régimen de no proliferación global. Cuando Washington tolera o incluso alienta la nuclearización de facto de Japón mientras exige el desarme de otros actores, el mensaje para la comunidad internacional es claro, las normas internacionales se aplican selectivamente según los intereses geopolíticos de la hegemonía estadounidense.
La reacción del eje Beijing-Pyongyang-Moscú
La respuesta coordinada de China, Corea del Norte y Rusia ante las ambiciones nucleares japonesas revela la profundidad de la preocupación regional. Beijing ha adoptado el tono más duro, calificando las declaraciones japonesas como “una flagrante provocación contra el orden internacional tras la Segunda Guerra Mundial” y “una grave amenaza para la paz y la estabilidad regionales”.
La cancillería china ha hecho explícito que no aceptará bajo ninguna circunstancia que Japón desafíe la justicia internacional y ponga a prueba los límites de la comunidad internacional.
Pyongyang, a través de su Instituto de Estudios de Japón, advirtió que cualquier intento japonés de dotarse de armas nucleares “debe ser prevenido” por la comunidad internacional. El comunicado norcoreano argumenta que estas señales no responden a declaraciones aisladas sino a “una ambición de larga data” y constituyen un desafío tanto a la Constitución japonesa como a las normas internacionales.
La República Popular Democrática de Corea sostiene que la historia de agresión japonesa demuestra que una eventual posesión de armas nucleares tendría consecuencias devastadoras para Asia y la humanidad en su conjunto.
Moscú, por su parte, expresó su posición “inequívocamente negativa” a través del viceministro de Relaciones Exteriores Andréi Rudenko, quien advirtió que la militarización de Japón “solo agravará la situación en el noreste de Asia y, por supuesto, provocará contramedidas por parte de los países a los que esa militarización amenaza”.
Esta advertencia no es retórica vacía, implica que Rusia ajustará su postura militar en el Lejano Oriente en respuesta a cualquier avance nuclear japonés, alimentando una espiral de carrera armamentista en la región.
La paradoja de Hiroshima y la disidencia interna
No toda la sociedad japonesa apoya esta deriva. La reacción de Hiroshima —ciudad que sufrió el primer bombardeo atómico de la historia— resulta particularmente significativa. La asamblea prefectural adoptó por unanimidad una declaración que insta al gobierno central a defender los principios no nucleares, respaldada por sobrevivientes (hibakusha) de las explosiones de 1945.
“Como único país que ha sufrido bombardeos nucleares, es nuestro deber seguir luchando por un mundo sin armas nucleares”, señala el documento, evidenciando una profunda brecha entre la memoria histórica popular y las ambiciones de las élites políticas.
Esta paradoja encapsula la tragedia de la situación actual, Japón, el único país que ha experimentado el horror de las armas nucleares en carne propia, se encamina hacia su adquisición. Los testimonios de los hibakusha, que durante décadas han recorrido el mundo advirtiendo sobre las consecuencias inhumanas de las armas atómicas, quedan relegados ante cálculos de poder geopolítico. La fuerza moral de su mensaje —construida sobre el sufrimiento de cientos de miles de víctimas— se diluye en la lógica de la disuasión estratégica y el equilibrio de poder regional.
Las voces críticas existen también dentro del establishment político. Algunos sectores del Partido Liberal Democrático y de los partidos de oposición han expresado consternación ante las declaraciones sobre armas nucleares, considerando que nunca deben ser toleradas.
A pesar de todo, estas disidencias parecen insuficientes para frenar el impulso de las fuerzas de derecha que han capturado la agenda de seguridad nacional bajo la administración Takaichi.

La encrucijada estratégica de 2025
El año 2025 marca el 80º aniversario de la victoria sobre el fascismo, lo que añade una dimensión simbólica perturbadora al debate actual. Mientras el mundo conmemora el fin de la Segunda Guerra Mundial, Japón considera desmantelar precisamente las salvaguardas establecidas para evitar su repetición. La sincronización no podría ser más irónica ni más inquietante.
Para llegar a conclusiones siempre son necesarias preguntas y la pregunta planteada por Beijing resuena con urgencia y destapa la realidad de la actual situación ¿Hacia dónde está llevando exactamente la administración Takaichi a Japón? Las señales sugieren un camino peligroso, exageración deliberada de amenazas externas, desdibujamiento progresivo de líneas rojas constitucionales, sordera ante críticas internas y externas, y una serie de medidas calculadas para normalizar lo que hasta hace poco era impensable.
El patrón recuerda inquietantemente las décadas de 1920 y 1930, cuando élites militaristas japonesas secuestraron gradualmente la política nacional hasta conducir al país hacia la catástrofe.
La comunidad internacional enfrenta una disyuntiva clara en donde puede actuar ahora, mediante presión diplomática sostenida y un compromiso firme de defender el régimen de no proliferación, para contener las ambiciones nucleares japonesas. O puede mirar hacia otro lado, permitiendo que consideraciones geopolíticas de corto plazo —el enfrentamiento Estados Unidos-China— socaven normas establecidas durante décadas, abriendo la puerta a una proliferación descontrolada en la región más dinámica económicamente del planeta.
Las advertencias de China, Corea del Norte y Rusia no son alarmismo sino el reconocimiento de una verdad incómoda, un Japón nuclear, lejos de estabilizar Asia-Pacífico, desencadenaría una carrera armamentista que arrastraría a múltiples actores, elevaría exponencialmente los riesgos de confrontación militar y comprometería la seguridad de cientos de millones de personas.
Los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki nos han advertido durante 80 años sobre el infierno nuclear. Ignorar su testimonio para perseguir fantasías de equilibrio de poder (sin entender la nueva realidad internacional) sería no solo una traición a su memoria, sino un acto de negligencia criminal hacia las generaciones futuras.
Tadeo Casteglione* Experto en Relaciones Internacionales y Experto en Análisis de Conflictos Internacionales, Periodista internacional acreditado por RT, Diplomado en Geopolítica por la ESADE, Diplomado en Historia de Rusia y Geografía histórica rusa por la Universidad Estatal de Tomsk. Miembro del equipo de PIA Global.
*Foto de la portada: Kyodo

