Nuestra América

La revolución interrumpida de Salvador Allende

Daniel Martínez Cunill*.
Este próximo 11 de septiembre se cumplirán cuarenta y ocho años del Golpe de Estado en Chile, crimen de lesa humanidad que costó la vida a su presidente y a miles de ciudadanos que defendían su propuesta de construir una sociedad mejor, más democrática y equitativa.

Al terminar este año 2021, Chile tendrá una nueva Constitución y un nuevo presidente. Los Constituyentes tienen como objetivo central eliminar la anterior, impuesta por la dictadura de Pinochet, y reemplazarla por una que esté en concordancia con las actuales aspiraciones y los nuevos derechos conquistados por los ciudadanos chilenos. Esperamos que el nuevo presidente también responda a ese objetivo histórico y que se “abran las grandes alamedas” que pronosticó el presidente mártir en su último discurso.

Desde la toma de posesión de la presidencia por parte de Salvador Allende en 1970, hasta el 11 de septiembre de 1973, lo que ocurrió en Chile fue una revolución. Distinta y anómala, pero revolución.

Afirmamos ese carácter revolucionario porque abordamos el análisis de la experiencia de la Unidad Popular a partir de sus objetivos estratégicos, más que por los medios utilizados para alcanzar el gobierno.

Es cierto que una revolución armada, inicia el proceso de transformaciones controlando todo el poder y en mejores condiciones para construir la nueva hegemonía, abrir paso a una verdadera democracia, dar un cambio radical a la posesión de los medios de producción y construir un nuevo ejército y otras formas legítimas de coerción.

Desde ese punto de vista, iniciar una revolución como la chilena controlando solo el Ejecutivo y parcialmente el Legislativo, hacía más difícil iniciar la transición, pero eso no cuestiona el carácter revolucionario del proyecto, sólo demuestra que es más complejo y más largo el camino hasta alcanzar sus objetivos. El caso chileno puede ser calificado como una revolución interrumpida, truncada por un golpe de estado que la detenía a sangre y fuego por órdenes del imperio. 

Aun así, hasta la más violenta de las revoluciones no puede seguir permanentemente recurriendo a la violencia como estrategia de transformación de las estructuras y las relaciones de producción. En otras palabras, no es el método de toma del poder el que necesariamente debe regular el posterior ejercicio del mismo y el accionar de las transformaciones.

Las revoluciones armadas difieren de las pacíficas en la estrategia de toma del poder, en la modalidad que deben utilizar para desplazar a su enemigo de clase y construir la nueva hegemonía, pero no necesariamente en recurrir a la voluntad mayoritaria del pueblo para legitimar y profundizar los cambios. Gramsci: [plantearse el] “problema del poder no sólo como apropiación de los instrumentos de dominio público sino también como adquisición de los instrumentos de la hegemonía, vale decir el consenso de las masas”.

La vía chilena al socialismo

Allende entendía la vía chilena al socialismo como un proceso revolucionario que encontraría su legitimidad en el respaldo mayoritario de la población expresado en las urnas. Pero una cosa era acceder al poder por el voto de la mayoría y otra distinta el proceso de transformaciones radicales que el programa de la UP contemplaba, donde lo mismo se podía utilizar la legalidad imperante hasta el momento que recurrir a la reciente legitimidad, que emanaba de la disposición del pueblo a ser fuente de poder y de cambio.

Desde la presidencia se proponía una revolución que cambiara radicalmenteel orden económico y social existente, apoyándose en la primera etapa de la transición en la institucionalidad jurídica vigente. Allende nunca ocultó su objetivo estratégico, por ello la vía pacífica explicitaba claramente que era hacia el socialismo.

El programa de la UP apuntaba como objetivo dejar atrás el capitalismo y crear una sociedad sin explotación: “La única alternativa verdaderamente popular y, por lo tanto, la tarea fundamental que el Gobierno del Pueblo tiene ante sí es terminar con el dominio de los imperialistas, de los monopolios, de la oligarquía terrateniente e iniciar la construcción del socialismo en Chile. […]. Las transformaciones revolucionarias que el país necesita sólo podrán realizarse si el pueblo chileno toma en sus manos el poder y lo ejerce real y efectivamente”.

A lo largo de las últimas décadas, la lucha revolucionaria en América Latina ha demostrado que las revoluciones, o las transformaciones sociales profundas, no son lineales ni tiene un ritmo constante. Hay momentos de incontenible aceleración, momentos de espera y observación del enemigo y movimientos de avance a saltos progresivos. La experiencia demuestra también que hay retrocesos, producto de la contraofensiva del adversario de clase y/o de nuestros errores en una coyuntura determinada. La afirmación (casi el dogma) de que las revoluciones son irreversibles ha quedado superada por la terca realidad.

Creemos pertinente insistir sobre el tema, porque para algunos sectores del progresismo latinoamericano la revolución y/o el socialismo ya no hacen parte de su estrategia. De allí se deriva que carezcan de interés por el análisis conceptual de diferenciar entre la lucha por el gobierno y la lucha por el poder. Para ellos la dramática epopeya de la Unidad Popular chilena dejó de ser un referente del cual extraer lecciones, como no sea retener que fue una experiencia fallida y que el golpe militar canceló un proyecto utópico del cual no habría mucho más que aprender.

Pero para aquellos sectores que seguimos teniendo el socialismo como objetivo estratégico, y por lo tanto aspiramos que los sujetos sociales emergentes puedan protagonizar las nuevas revoluciones, la experiencia de Chile sigue siendo vigente. No solamente por el ejemplo de coherencia -llevada hasta el sacrificio- de parte del presidente Salvador Allende, sino porque entender a cabalidad los caminos que tomaba el Poder Popular en esos años enriquece las actuales formas de lucha de los movimientos sociales.

Las multitudinarias manifestaciones callejeras de 2018 y 2019 y la tenaz combatividad con que las fuerzas que la componían enfrentaron al ejército y la policía, solo se explican política e ideológicamente por ser los legítimos herederos y continuadores de una revolución que fue truncada pero nunca borrada del imaginario colectivo. La vía pacífica al socialismo propuesta por Allende no demostró estar equivocada, lo que demostró es que las oligarquías fascistoides y el Imperialismo están dispuestos a recurrir a la violencia genocida en defensa de sus intereses de clase y del modelo de explotación que los alimenta.

Los combatientes callejeros de Santiago y otras ciudades chilenas de hoy llevan en su combatividad la herencia de una revolución iniciada en 1973. Aunque muchos de ellos no habían siquiera nacido cuando el golpe de estado, son portadores del ADN allendista y son continuidad de una misma lucha anticapitalista, antiimperialista y que en la actualidad enfrenta al neoliberalismo que obtuvo certificado de nacimiento en el modelo económico impuesto por el pinochetismo.

En Chile el rechazo al modelo neoliberal es perceptible. En las últimas tres décadas los trabajadores chilenos han aportado sudor y sacrificio, los estudiantes han contraído deudas para educarse dentro de un sistema que convirtió la educación en una mercancía y, en general, clases medias y clases bajas se resignaron a sacrificar sus esperanzas y posponer sus aspiraciones y sus derechos, para responder a la parte que les tocaba de un pacto social impuesto desde una cúpula cívico-militar y sobre el cual nunca fueron consultados. La retribución que recibieron fue una desigualdad ofensiva y el agravio de que las élites quedaran impunes de las múltiples violaciones que cometieron.

Durante la llamada Concertación, los poderes del Estado quedaron en manos de funcionarios clasistas, conservadores en lo económico y omisos en lo cultural. Las autoridades eran legales pero ilegítimas, tan ineficaces como arrogantes. Tanto cinismo intelectual y tanta violencia material terminaron por generar una incontenible explosión de las víctimas de esta perversa combinación. Es por ello también que el pueblo ya no recurre a los partidos políticos. El ciudadano iracundo e insumiso transforma sus métodos de protesta contra el modelo y contra el sistema. La tradicional dicotomía de izquierda o derecha pierde toda representatividad producto de sus inconsecuencias, y la mayoría en rebeldía rescata de su historia reciente el ejemplo y los diferentes métodos de lucha popular. 

Las formas autónomas de lucha y los incipientes gérmenes de poder popular del período allendista encuentran hoy nuevas raíces en un movimiento social que logró forzar la convocatoria a una Constituyente y que no se desmoviliza y que legisla desde las plazas y calles vigilando que el espíritu de la nueva Constitución no se aleje de las reivindicaciones conquistadas por una fuerza social transformadora legitimada en la confrontación directa contra el sistema.

Estamos persuadidos de que las lecciones de la experiencia chilena subyacen en todos los procesos latinoamericanos que dieron origen a gobiernos progresistas o de izquierda. De hecho, todas las revoluciones iniciadas a partir de victorias electorales en el Continente en las últimas décadas, son tributarias, en mayor o menor grado, de la experiencia chilena, vanguardia histórica de la interrogante: ¿cómo pasar de las reformas estructurales de un gobierno popular a una transición socialista?

Poder Popular durante la Unidad Popular

Recordemos que, en el Chile de Allende, el sector estatizado desde el gobierno se amplió por la dinámica y presión social originada en la participación de los trabajadores y campesinos. Que se asistía a un desbordamiento de las direcciones de los partidos de izquierda que reaccionaban con lentitud y desconcierto a una nueva izquierda germinada en la necesidad de los nuevos sujetos sociales de incidir de manera directa tanto en el rumbo como en la velocidad de los cambios.

El aparato sindical histórico entraba en crisis ante la autonomía de los cordones industriales y los Comandos Comunales, donde el sujeto histórico pasa de ser el obrero para constituirse en “pobres del campo y la ciudad”. La burocracia estatal, improvisada por los ministerios encargados del abastecimiento, se retrasaba ante la creatividad del abastecimiento directo puesto en pié por los campamentos de pobladores. La revolución chilena estaba naciendo entre las formas de lucha tradicional de la izquierda y una búsqueda de modelos autogestionarios de poder popular.

A estas alturas es pertinente recordar que todo este proceso se daba en plena Guerra Fría. Por un lado, el proyecto chileno, a pesar de sus distancias geopolíticas y programáticas, objetivamente se situaba como un aliado de la Revolución Cubana donde su punto de coincidencia más explícito era el Movimiento de los No alineados.  El Movimiento de los No alineados había incrementado la presencia y legitimidad de Cuba que luchaba por romper el bloqueo extendiendo sus relaciones internacionales con gobiernos, partidos y movimientos en África y Asia.

En los momentos en que Allende inicia su gobierno, la visión predominante en los partidos comunistas del mundo era la de defender la postura de la URSS en el conflicto bipolar. Desde Moscú el PCUS presionaba a los cubanos y demás fuerzas de izquierda tradicional a no poner en peligro el frágil equilibrio mundial. La experiencia de la naciente revolución chilena fue convocada de manera imperativa a no generar desbalances en América Latina, aceptada tácitamente como zona del imperio norteamericano. De esta manera el Partido Comunista chileno dividía sus fidelidades entre Moscú y Santiago, de manera contradictoria y oscilante, pero haciendo valer su incuestionable peso entre los sectores sindicales chilenos.

Para contrarrestar la influencia de Cuba, Estados Unidos venía poniendo en práctica una ofensiva contrarrevolucionaria que apuntaba a frenar cualquier proyecto socialista en la región, haciendo omisión de si se trataba de una revolución armada o pacífica, e imponiendo reformas en la estructura social y económica de los países latinoamericanos.

Así entonces, la revolución chilena se encontró inmersa en el marco de confrontación global y, más allá de su postura de la polarización ideológica, convertida en uno de los protagonistas del conflicto ideológico mundial.  

En lo que respecta al tema de la lucha por el poder, en la revolución chilena, en especial en los momentos más álgidos de la confrontación capital/ trabajo, se dieron formas de participación popular hasta entonces desconocidas, así como la emergencia de nuevos sujetos sociales que se potenciaban mutuamente en su accionar en defensa del proceso de cambios.

La rica dialéctica que se dio en Chile, y que se reedita en las nuevas experiencias latinoamericanas, es la interacción entre el movimiento popular, el campo sindical, el Estado en transformación y los partidos políticos de izquierda, todos proponiéndose encabezar las aspiraciones y objetivos de los sujetos sociales del cambio.

Estábamos en Chile de los años setenta en presencia del nacimiento de los actuales “Movimientos Sociales”, es decir los intentos de organización autónoma de obreros, sectores marginales de la población urbana, campesinos con y sin tierra, pueblos originarios y trabajadores informales de diversa índole.

En Chile se anunciaba un fenómeno que posteriormente se presentaría de manera recurrente en los procesos progresistas de América Latina entre el 2000 y el 2020. La contradicción entre los partidos de izquierda tradicionales luchando por imponer su rol de conductores y el del incipiente Poder Popular, que tal vez no sabía cómo accionar, pero si sabía perfectamente dónde quería llegar como conglomerado de un amplio abanico de nuevos actores sociales que se ganaban en la lucha un espacio como sujetos históricos del cambio.

La disyuntiva en disputa era quién tendría la representación. Si las organizaciones sindicales de larga data, los partidos tradicionales o las nuevas formas de organización donde surgían otras formas de acción y democracia. La velocidad de los acontecimientos, la reacción fascista de la derecha chilena y el imperativo de poner como prioridad la defensa del gobierno popular dificultaron la comprensión de que la dinámica del poder popular pasa por una articulación entre campo político y movimiento social, donde interactúan partidos, sindicatos y organizaciones populares de nueva factura.

Los múltiples estallidos sociales que germinaron, tanto en Chile como en otros países de América Latina y el Caribe, se han convertido en una insurgencia general del pueblo contra el modelo de marginación y empobrecimiento material y espiritual fomentado por el capitalismo depredador. Ese modelo al que se aferra el neoliberalismo para intentar sobrevivir en nuestro continente.

Pero esta creciente insurgencia es, además, expresión de la ira y el desencanto que genera en la mayoría de la sociedad el desprecio de las oligarquías a su propia normatividad. Ira por el engaño contenido en la violación sistemática de sus leyes, y desencanto por el fraude intrínseco del sistema electoral y la decadencia del sistema de partidos. Y toda forma de dominación que engaña y explota a sus dominados termina inexorablemente por enfrentar su rechazo.

Somos espectadores, o actores, de la exasperación de los pueblos ante la conducta hipócrita y desenfadada con que los sistemas hegemónicos desechan sus supuestos valores democráticos y su apego a los Derechos Humanos, para reemplazarlos por reacciones fascistas, golpes de Estado de toda calaña y operaciones mediáticas que —con un click de computadora— convierten la mentira en verdad, y la verdad en mentira, que acusan de corrupción a los inocentes y eximen de culpa a los corruptos, que ilegalizan las luchas de las mayorías y legitiman los crímenes de las minorías, respaldados por un ejército de mercenarios de la comunicación.

Conclusiones

Durante el gobierno de Allende los gérmenes de poder popular tenían como límite en sus demandas y reivindicaciones no poner en peligro la estabilidad del gobierno popular. Las exigencias ineludiblemente eran dirigidas al Estado y en el compromiso gubernamental de dar respuesta entraba en contradicción con los partidos de oposición y los empresarios de la derecha. Allende nunca enfrentó ese dilema de manera imparcial, siempre buscó estar del lado de los trabajadores.

Cinco décadas después, el sistema neoliberal instaurado por Pinochet llegó a un momento de crisis que amenazaba con ser terminal y actuó como detonante de diversas protestas sociales. Los nietos de aquellos que se movilizaban defendiendo el gobierno de Allende retoman sus banderas, de manera intuitiva o por una postura política transmitida de generación en generación, y rescatan lo mejor de una tradición de lucha.

Este resurgimiento de luchas callejeras demostró una convocatoria inesperada hasta para aquellos que la convocaban. Inicialmente es pasiva y encuentra su fuerza en la masividad y solo cuando enfrenta una violenta represión policial, de un gobierno atemorizado, es que desarrolla una respuesta de elevado nivel de belicosidad.  La masa sublevada sabe, o siente, que sus reivindicaciones son antagónicas con el sistema y el recurso de la fuerza deriva del incremento de la represión. Está lejos de ser un poder popular, pero constata que ese es el lenguaje que el Estado está dispuesto a utilizar.  La prueba más clara es que el gobierno cede y acepta convocar a un proceso constituyente.

Así entonces, el próximo aniversario luctuoso del Golpe de Estado en Chile encuentra a su pueblo movilizado, en plena disposición combativa y enarbolando las mismas banderas de libertad por las cuales Salvador Allende ofrendó su vida.

Notas:

*Sociólogo, especializado en las RRII de América Latina y el Caribe.

Asesor del Partido del Trabajo de México, PT.

Fuente: Colaboración

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