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La fractura del mundo reemplaza la hegemonía

Por Pablo Gandolfo* –
Debilitado en su base económica, y desprestigiado en el plano internacional por su política ultra-agresiva de los últimos 30 años, EE UU reemplazó como concepto estratégico la hegemonía por el caos controlado, y ahora por la fractura del mundo. Ucrania es el primer capítulo de ese giro. ¿Qué rol cumple Taiwán, en esa estrategia estadounidense?

En la cúpula geoestratégica estadounidense hay preocupación. No es para menos. Los problemas pospuestos por décadas se han ido acumulando y se están agravando y acelerando, todos juntos. Los expedientes se amontonan en los escritorios y los mocasines ajetrean los pasillos. Como un equipo que pierde, a medida que la cuerda se tensa, las divergencias crecen.

En las últimas semanas, al debilitamiento progresivo de Ucrania en el campo de batalla, se sumó la quiebra de bancos en Estados Unidos, el rol creciente de China en la arena internacional —ubicándose como fuerza portadora de paz—, el lento pero constante aumento del comercio por fuera del dólar, la solidificación de la alianza estratégica entre la mayor potencia económica y la segunda mayor potencia militar, y el incipiente malestar social en Europa —empezando por Francia— que, en caso de crecer, se puede convertir en una amenaza grave en el único frente que no presentaba tormenta.  

Desde el comienzo de la guerra en Ucrania hubo sectores críticos, dentro de Estados Unidos a la política encaminada por la presidencia Josep Biden, pero provenían de alguna rara avis dentro del establishment. Ahora, el debate se está trasladando al centro. 

Mientras la Rand Corporation llamaba a negociar con Rusia, John Kirby, vocero del Consejo de Seguridad Nacional, rechazaba el plan de paz chino antes de conocerlo. Mientras la prensa comercial parece estar aclimatando al público estadounidense a la idea de que la guerra no terminará con Ucrania recuperando su territorio, la principal responsable individual de la guerra, Victoria Nuland —subsecretaria de Estado para Asuntos Políticos de los Estados Unidos— incita a atacar Crimea. Mientras el Departamento de Defensa le baja el precio a las armas nucleares tácticas en Bielorrusia, Gran Bretaña envía munición antitanque con uranio empobrecido.    

Con el trasfondo de la inflación, unida a la fuerte subida de tasas de interés por parte de la Reserva Federal, la situación interna de Estados Unidos empeorará sustantivamente en los próximos meses, un caldo de cultivo temible de cara a la reacción por parte de la clase dominante para capear esa tormenta. Basta revisar su currículum en la historia reciente. 

Dentro de las aguas revueltas, hay coincidencia sobre la necesidad de aumentar la tensión con China y desacoplar las economías. El debate queda acotado a cuánto y cómo elevar esa tensión. La posición más suave es restringir la disputa a sectores claves y dificultar el acceso chino a nuevas tecnologías. En esa definición entran los microchips y semicondutores, una estrategia destinada a impedir que China supere a Estados Unidos en tecnologías de punta. 

La segunda es avanzar hacia un desacople completo de ambas economías. Como se trata de la principal relación comercial del mundo —China exporta a EE UU 452.000 millones de dólares, y EE UU a China 136.000 millones—. Dada la densa trama de vínculos y dependencias mutuas, no es algo que pueda hacerse por decreto o por apelaciones a la voluntad. 

Según Zhang Monan, del think tank ChinaUs, especializado en las relaciones entre ambos países, la Ley de Innovación y Competencia, la Ley CHIPS y la Ley de Reducción de la Inflación de EE UU “están diseñados para ajustarse de un sistema de cadena de suministro industrial global centrado en China a uno centrado en EE UU”. 

El peligro para todos nosotros radica en las opciones estratégicas que tomará el aparato de Estado estadounidense para hacer posible una política de ese tipo. Las leyes marcan una dirección, pero una ruptura de ese tamaño no se implementa mediante una norma sino creando la situación que la haga necesaria. 

Las palabras y las cosas

Como las palabras no alcanzaban para generar una fractura entre Europa y Rusia, se creó el escenario que lo hiciera inevitable. Las sanciones contra Rusia venían de una década antes, pero fue imprescindible el hecho desencadenante para llevarlo al cénit. La guerra permitió hacer a un lado a los tibios, acusar de “putinistas” a los fríos, y que la dirección quedara en manos de los más belicistas, tanto en la UE como en EE UU.

Con China, las palabras sirven menos que con Rusia, porque los vínculos de los demás países con ella son más sustantivos. China es el principal socio comercial de 129 sobre 190 países. Para que la guerra comercial que Estados Unidos emprendió contra China desde Trump tenga éxito, necesita que esos países disparen a sus propios pies. Y es indispensable que el tercer espacio geoeconómico del mundo, la Unión Europea, acompañe la iniciativa y se auto-ampute más dedos que los que ya perdió en Ucrania. 

Una guerra comercial unilateral contra China solo perjudicaría al capital estadounidense en beneficio de Europa. Crear el hecho es condición necesaria para que los “socios-competidores” —vasallos según algunos estrategas estadounidenses— se vean compelidos a seguir ese mismo rumbo. Si no lo hicieran, quién dispararía a sus pies sería Estados Unidos, que progresivamente perdería su posición económica dentro de Europa.

Allí entra Taiwán en la ecuación, una herramienta a la mano, para convertir en línea de acción una política que por otros medios es imposible de maximizar. Como se aprecia por la magnitud del juego, el hecho en cuestión no puede ser una minucia. La política desarrollada por Estados Unidos en Ucrania demuestra la voluntad por parte del establishment para avanzar en ese curso. La visita del año pasado de Nancy Pelosi a Taiwán es indicativa de esa misma voluntad.

Mientras no se produzca un cisma en la política estadounidense —y una elección por sí misma no es un cisma— la estrategia está trazada: fracturar el mundo y llevar para su lado todo lo posible. Ucrania fue el disparador que realizó esa política en el Viejo Continente. 

En esa nueva configuración, junto a Europa, el otro baluarte estadounidense deberá ser América Latina, donde probablemente también será necesario algún desencadenante. La semana pasada, el presidente brasileño, Lula Da Silva, recibió una fuerte presión para posponer un viaje a China mientras que el presidente argentino, Alberto Férnandez, fue recibido por Biden y luego enfrió tres obras estratégicas que iban a ser financiadas por Pekín. Mientras tanto, a través de Paraguay, el Pentágono, logró introducir la presencia permanente de militares estadounidenses en la estratégica vía navegable del Río Paraná, por donde sale la producción de cereales.

En Asia y el Pacífico hay países alineados a uno u otro lado de la disputa, mientras que África es terreno de continuos enfrentamientos incluyendo guerras de baja intensidad. En todos lados habrá quienes intenten la difícil tarea de transitar por la bisectriz. El principal global player en esa tesitura es India, que comparte los BRICS con unos, mientras que participa en el QUAD con otros, una iniciativa de seguridad de Estados Unidos en el Pacífico impulsada en su momento por el neoconservador Dick Cheney y revivida por Trump. El o los “hechos” tienden a reducir al mínimo el margen de maniobra de quienes pretendan equidistancia.

A diferencia de la Guerra Fría, se trata de un ordenamiento menos estanco, donde la mayoría de los países mantienen relaciones con los dos polos. Pero eso se puede modificar en tanto el conflicto tienda a resolverse en el plano militar.

Hegemonía, caos y fractura

Las guerras de Afganistán e Iraq comenzaron con el concepto de mantener la hegemonía. Bajo ese proyecto, luego de la invasión debería haber comenzado una reconstrucción del país mediante un gobierno dócil en un territorio pacificado.  Esa planificación quedó sepultada en algún lugar de las arenas del desierto iraquí. Tanto que el actual gobierno en Bagdad, además de tener un buen vínculo con Irán, está evaluando comerciar con China en yuanes y así hacer sus pequeños aportes para debilitar al dólar.

Como consecuencia de ese entierro, las guerras de Libia y Siria trajeron dos novedades. Por un lado, el “liderazgo en la retaguardia” —concepto enunciado por la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton— con Francia y Gran Bretaña ocupando la vanguardia en el ataque militar a Libia. El giro se debía al costo político que implicaba para Estados Unidos encabezar las agresiones, luego de los dos primeros fiascos. De paso, introducía tensiones al interior de la UE al convidar con los beneficios imperiales a dos países europeos, perjudicando a otros. El eje de una potencial autonomía europea pasa por Berlín y París, dos países que habían coincidido en 2003 en su oposición a la invasión de Iraq. Estados Unidos buscaba ocho años después construir un eje París-Londres que equilibrara a Berlín e impidiera una acumulación de fuerzas tal que pudiera aspirar a la autonomía estratégica en tres áreas claves: política exterior, abastecimiento energético y defensa. 

La segunda novedad era la estrategia del caos, esto es, destruir los Estados y crear un caos controlado. No se llegaba a esa situación por fortaleza sino por debilidad: la fuerza militar había demostrado capacidad de derrotar a un ejército enemigo, pero no hubo capacidad política de estabilizar al país atacado. La forma de enfrentar esa debilidad fue entonces, que aquello que no se puede dominar, no sea dominado por nadie, y dentro de ese territorio mantener el control de los enclaves que se considere necesario. Libia fue una aplicación exitosa de esa lógica, que terminó con la caída del Gobierno de Gadafi y el control occidental sobre los recursos energéticos. En Siria, solo se cumplieron objetivos parciales, no cayó el Gobierno, pero se garantizó que los proyectos iraníes de construir gasoductos hacia el Mediterráneo no tuvieran un horizonte de estabilidad.    

Ninguno de los conceptos es puro. Pueden presentarse superposiciones o una evolución dinámica que lleva de uno a otro. Así como la estrategia hegemónica desembocó en el caos —si bien más difícil— un éxito inesperado poder llevar del caos a una nueva hegemonía.  

Ucrania abrió una nueva etapa, ya no solo se trata de crear caos para que un enemigo no controle un determinado territorio. Es un catalizador para fracturar el mundo, admitiendo que una parte será controlada por ese enemigo, al mismo tiempo que se caotizan otras zonas que se mantendrán en disputa. Ucrania es solo el primer capítulo de la fractura estratégica que intenta el Departamento de Estado. No el último.

*Pablo Gandolfo, periodista.

Artículo publicado originalmente en El Salto.

Foto de portada: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha mantenido un encuentro con el presidente de la República Popular China, Xi Jinping, en el Gran Palacio del Pueblo, en Pekín.Fotos: Pool Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa.

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