A esto se ha sumado las consecuencias de la guerra en Ucrania, en el caso de Alemania con un gobierno socialdemócrata que la apoya y estimula, y una ultra derecha que la rechaza (formalmente) pues genera el encarecimiento de las energías y alimentos. Ultra derecha que, paradójicamente, acompaña esa crítica a la guerra con el aumento de los discursos de odio racistas y xenófobos, que han llevado a ataques contra los migrantes, a casos como el atentado contra el primer ministro de Eslovaquia, Rober Fico, al silencio cómplice frente al genocidio de los palestinos en Gaza y a una agudización del militarismo en toda la región.
Dolorosamente ha sido el gobierno socialdemócrata y verde, el que ha triplicado el gasto en inversión militar, algo que hasta unos años atrás era considerado prohibido luego de la recuperación de la memoria del holocausto y a lo cual se había opuesto hasta Angela Merkel.
Lo que hay que explicar es por qué esta indignación no se vuelca aún hacia los insumisos, sino que fortalece a la extrema derecha. Un sector importante de la población que sufrió estas consecuencias considera que la responsabilidad de ese retroceso se genera por su inclusión en la Unión Europea; unos porque consideran que sus normatividades y mecanismos favorecen a los países más ricos que la hegemonizan, y otros, como los de Alemania, porque no consideran necesario subsidiar a los socios más retrasados, ni siquiera para que instalen retenes frente a la migración.
Frente a esta crisis, las socialdemocracias han sido vacilantes y la izquierda ha quedado aislada de los sectores populares, tanto por su distanciamiento de sus luchas cotidianas como por su discurso incompleto en defensa de los migrantes y de una Europa de las multinacionales. A lo que se agrega una campaña mediática que los ha aislado de los espacios públicos de comunicación. La izquierda, desde los comunistas hasta la socialdemocracia, ha perdido la legitimidad que los encumbró como la principal fuerza política europea hace una década, cuando consiguió representar la frustración popular frente a las primeras consecuencias graves del neoliberalismo. Se enfrentaron a un sistema económico que pretendían transformar, pero para lograr algo de lo anunciado y mantener sus espacios de poder político, negociaron con sectores del centro derecha y quedaron lejos de cumplir el programa que los habían llevado al gobierno y a conquistar fuertes bancadas parlamentarias.
«El actual auge de la derecha, últimamente en su forma ‘populista’, también indica que la izquierda no ha sabido relacionarse con la frustración popular, dejando el campo libre a las fuerzas de derechas, que pueden dirigirla contra los inmigrantes u otros chivos expiatorios», sentenció Loren Balhorn, periodista alemán.
En consecuencia, la confianza en estos partidos socialdemócratas, progresistas y de izquierda por una parte del electorado trabajador, campesino y de los jóvenes desempleados, se redujo frente a lo que consideraban un engaño: le quitaban a los de abajo para darle a los de muy arriba. Fueron emblemáticos los casos en que se utilizaron fondos públicos para salvar a grandes bancos y empresas transnacionales, dejando en la calle a las y los trabajadores.
En esta realidad generalizada se han basado los votantes -que en aras de la verdad han sido un 40% del padrón electoral- en la reciente elección al Parlamento Europeo. En el caso de Alemania, que poco se habla, los democristianos conservadores de la CDU y el CSU obtienen el 30 % de los votos con 29 eurodiputados; la coalición de gobierno encabezada por el primer ministros Olaf Scholz, del Partido Socialdemócrata, SPD, a la que se suman los Verdes y el FPD (empresariales) obtiene el 26% con 26 eurodiputados (fuerte caída de los verdes); la ultra derecha con el AFD obtiene el 16% y aumenta de 11 a 16 parlamentarios europeos; y la izquierda de Die Linke (“La izquierda”) baja de 5 a 3 eurodiputados. Recientes encuestas muestran que el 68% de la población considera que es necesario un cambio de gobierno. Solo un 22% afirma que debe continuar.
Esta crisis ha generado en el partido Die Linke una ruptura encabezada por la diputada Sahra Wagenknecht, quien en octubre de 2023 lo abandonó junto a nueve parlamentarios nacionales, acusándolos de desviaciones “identitaristas”. En una reciente entrevista concedida a la New Left Review, la líder de este nuevo partido que lleva su nombre (Alianza Sahra Wagenknecht – Por la Razón y la Justicia) marca distancia tanto con su antiguo partido como con el partido socialdemócrata, criticando la militarización de la política exterior alemana y abogando por un acercamiento con Rusia, relevando la importancia de la libertad de expresión, pero pronunciándose por un giro “hacia la justicia social, sin quedar atrapados en el discurso identitarista”, agregando su interés “por explorar terceras opciones, entre la propiedad privada y la propiedad estatal”. La Razón inmediata de su ruptura pasa por la decisión de enfrentar de modo punitivo el problema de la inmigración. Esto permite entender por qué Wagenknecht define a su partido “como una izquierda conservadora”, económicamente de izquierda, pero socialmente conservador, que lucha contra los “excesos” en el reconocimiento de las identidades… pero le pone su nombre al nuevo partido político.
Es un debate muy importante que puede reproducirse en otros países y contextos, pues considera que los sucesivos fracasos electorales de Die Linke (paso del 12% de los votos en el 2009 al 5% en el 2021), responde su énfasis en las políticas para combatir la discriminación sexista, racista u homófoba, en detrimento de las cuestiones sociales (económicas). Sahra defiende la primacía de las cuestiones sociales, en contraste con el enfoque interseccional de la dirección del partido y rechaza que usen el término de clasismo junto al sexismo y el racismo. Considera que las clases trabajadoras ya no se reconocen en el discurso de la izquierda, lo que explica que se orienten a canalizar su protesta votando por el partido de extrema derecha, AfD, que rechaza la Unión Europea desde un nacionalismo cavernario y practica la segregación de las identidades, opciones y culturas. Concluye proponiendo una especie de populismo de izquierda.
El no reconocer las identidades étnicas y culturales, el confrontarlas a costa de sus vidas, fue el eje del crecimiento del partido nazi frente a un pueblo y una clase obrera derrotada que había sufrido la traición de la dirección de la socialdemocracia, la cual había asesinado a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht en complicidad con las bandas reaccionarias monárquicas. Con sus luchas genocidas, racistas y xenofóbicas contra el pueblo judío, fabricó la justificación para acabar también con los obreros e intelectuales comunistas, muchos de ellos de origen judío, y en un perverso ejercicio de la estética del poder -utilizando la música de Wagner- se declararon el pueblo ario elegido.
Aceptar y difundir ese discurso por quienes decepcionados abandonaban a la izquierda, fue el origen del nacionalsocialismo, ideología de origen del partido nazi, en el cual sus tendencias de ultraderecha vinculadas a las grandes empresas que los apoyaron, terminaron acabando con los que desde el campo popular se habían creído la perspectiva socialista. Así surgió también Mussolini, inicialmente socialista -expulsado por su rechazo al internacionalismo- para terminar, fundando el Partido Nacional Fascista.
De esta discusión surge la necesidad de reafirmar en los sectores democráticos, progresistas y de izquierda en Colombia y América Latina, que lo que algunos llaman despectivamente discursos identitarios, son la expresión del atraso dogmático, autoritario y patriarcal, contrario al progreso humano. Requiere unir esta reflexión con la importancia de apoyar la causa de la paz en el mundo y particularmente en Colombia, pues apoyar las guerras genera negaciones de derechos que son aprovechadas por el nacionalismo regresivo, el mismo que hoy rechaza las guerras en forma oportunista y mañana las desatará para reposicionarse en el mundo.
Problemáticas que a modo autocrítico hay que reconocer que tampoco están resueltas en los partidos progresistas y de izquierda de América Latina y Colombia, ya que para obtener votos generan expectativas en los sectores populares anunciando que cuando gobiernen se resolverán los problemas estructurales de la sociedad capitalistas. Ya han insistido el presidente y la vicepresidenta de Colombia en que tener el gobierno no es lo mismo que tener el poder.
Tampoco se puede olvidar que el estallido social en Colombia fue generado por la indignación ante la injusticia, pero si esta no se continua con los valores de la solidaridad entre todos, todas y -aunque le cueste a Milei- todes, lleva al individualismo, pasto de comida del neofascismo. Por eso la necesidad de vincular la causa de paz con la reconciliación y el cultivo de la memoria de los caídos en las luchas emancipatorias, de lo cual hace parte las defensas de los que viven de su propio trabajo, pero también y como parte de ellos, de quienes son las personas más excluidas económica y socialmente por sus culturas, identidades, etnias y opciones. Se trata de un replanteo global de la estrategia para llegar a las consciencias y corazones de esas capas populares que, en el desespero y su frustración, llegan a pensar que es conveniente el sacrificar derechos humanos a cambio de un supuesto mejor vivir. Sensibilización política que requiere también asumir la causa de la defensa de los derechos de la naturaleza, algo que se les ha olvidado a muchos liderazgos de los verdes europeos, lo que les impide atraer a las nuevas generaciones.
Habrá que trabajar para que “el espíritu de la época”, con el que Erick Fromm -sabedor alemán- caracterizaba esos giros históricos del pensar y sentir popular, no se resuelven adaptándose a ellos, sino manteniendo las banderas vinculadas con las causas populares y de los más vulnerables que se incluyen en ellas.
Marcelo Caruso Azcárate* Investigador social colombo-argentino
Foto de portada: Web de Identitäre Bewegung
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