Si bien ha levantado gran revuelo por la claridad de sus definiciones que afectan políticas internas de otros Estados “amigos”. Lo cierto es que cualquier analista no muy perspicaz podía ver la orientación de la actual administración definida con gran claridad en las mediáticas acciones de Trump sobre cada uno de los puntos planteados. Como por los funcionarios destacados en sus actuaciones respectivas, inclusive en mensajes destinados a la opinión pública mundial. O sea, la “sorpresa” es errónea. Conceptos como “paz a través de la fuerza”, la visión sobre la decadencia de Europa y qué hacer frente a esa realidad, la recuperación de su “patio trasero”, la lucha contra la izquierda woke, el alejamiento del paradigma de dominio universal de un “mundo basado en normas” del globalismo, la idea de “estado nación como centro de soberanía, la aceptación de regímenes diversos mientras no afecten intereses “vitales” de los EE. UU., la existencia de múltiples potencias con sus propias esferas y sistemas políticos, la competencia estratégica con China, la paz con estabilidad y preeminencia para Israel en Medio Oriente, la reindustrialización de EE. UU. y el control de las cadenas logísticas y de suministros necesarios para la seguridad económica, ya eran claramente visibles antes de esta “Estrategia”; ya eran una estrategia.
Dividiremos este análisis en dos partes, dejando para una segunda parte (plenamente continuidad de la primera) lo referente a América Latina. No solo por la extensión, sino porque el rol que Trump le asigna a este continente en su cosmovisión geopolítica es de implicancias determinantes para los países iberoamericanos, y porque también lo es para el despliegue concreto de EE. UU. en el mundo. También debemos tener en cuenta cuáles fueron las estrategias anteriores y en qué se diferencian. La emitida por la administración de Donald Trump el 18 de diciembre de 2017 se caracterizó por poner el énfasis en el concepto de America First y reintroducir la competencia de grandes potencias (China y Rusia) como la principal amenaza estratégica, en lugar del terrorismo. Adoptaba un lenguaje de confrontación y una menor inclinación a promover la libertad y la democracia a nivel global en comparación con otras administraciones. Por su parte, la emitida por la administración de Barack Obama el 6 de febrero de 2015 hacía hincapié en el liderazgo multilateral de EE. UU. y en la necesidad de actuar solo cuando los intereses nacionales estuvieran directamente en peligro, priorizando la diplomacia, las instituciones internacionales y la lucha contra el terrorismo en un contexto más amplio. Era la expresión de la idea liberal progresista del “mundo basado en normas”, pero mantuvo la cuestión de la competencia estratégica con China y el Pivote Asia-Pacífico, aunque dentro del marco globalista. La estrategia de Biden también mantuvo la cuestión de la competencia de grandes potencias, pero insistiendo en el multilateralismo y poniendo un mayor énfasis en el papel de “los valores democráticos”, la diversidad, las minorías, “migrantes” (extraña categoría), el género y la lucha contra el cambio climático. En primera instancia, y como algo destacado a señalar, es que hay una continuidad en todas las administraciones en identificar el hecho evidente que implica para EE. UU. el desafío chino. Hay que reconocer una “verdad” del discurso del trumpismo, las estrategias de los “liberales” produjeron un intervencionismo y una conflictividad muy alta. Y sobreentendieron la capacidad de los EEUU en un momento de ascenso de otras potencias y declive relativo de los norteamericanos.
La Estrategia de Seguridad Nacional es el documento rector que establece cómo EE. UU. buscará proteger, promover y defender sus intereses ante los desafíos globales. Tiene alguna similitud con las “Directivas” que se realizan en Argentina, o documentos similares europeos. Los tres pilares de la estrategia serían: inversión en la base de poder doméstica, la disuasión mediante el poder militar multidominio e híbrido y la movilización de una red de alianzas (QUAD, G7, OTAN, etc.). “Queremos la base industrial más robusta del mundo. El poder nacional estadounidense depende de un sector industrial fuerte capaz de satisfacer las demandas de producción tanto en tiempos de paz como de guerra. Esto requiere no solo capacidad de producción industrial de defensa directa, sino también capacidad de producción relacionada con la defensa”.
El documento parte de la premisa de que nos encontramos ante la transición hacia un nuevo orden y que la competición por ese futuro del orden es el desafío de la etapa. Señala que el mundo se encuentra en una coyuntura de inflexión decisiva. La era post-Guerra Fría ha terminado y el futuro del orden internacional está en disputa. Afirma que EE. UU. no busca un nuevo conflicto, sino moldear el entorno global para que los desafíos se manejen bajo reglas y normas que favorezcan sus intereses y valores, aunque reconociendo explícitamente que hay otros valores con los que se deberá convivir (ya señalamos que en la segunda parte de este artículo abordaremos lo referente a América latina donde el “Corolario Trump” es definitorio). Pero no todos los valores son legítimos. Primero, los que afecten a EE.UU. (o que considera que lo afectan) no son libres de manifestarse sin interferencias; más centralmente, el documento comienza y señala una crítica radical, diríamos que “civilizatoria”, al “progresismo” y al “wokismo” (interpretación de los liberals norteamericanos sobre lo que es el deber ser de izquierda).
Si bien el documento no menciona literalmente los conceptos “progresismo” o “woke”, remite a ellos abordando este tema a través de la necesidad de restaurar la “salud cultural y espiritual” de la nación: “Finalmente, queremos la restauración y revigorización de la salud espiritual y cultural estadounidense, sin la cual la seguridad a largo plazo es imposible. Queremos unos Estados Unidos que valoren sus glorias y héroes pasados, y que miren hacia una nueva era dorada”. Y erradicar “las llamadas políticas de ‘DEI’ (Diversidad, Equidad e Inclusión) y otras políticas discriminatorias”. Es una confrontación interna, un enemigo interno en Occidente que debe ser erradicado para, no necesariamente vencer a las demás potencias, sino simplemente seguir existiendo (recordemos que en “oriente” ese wokismo no existe o es duramente reprimido, tal como señaló reiteradamente el más occidental de los “orientales” Vladimir Putin). Más allá de que figura como principio introductorio, este tema cobra fuerza cuando señala la “decadencia de la civilización europea”. La tesis central es que Europa está perdiendo su identidad y capacidad de autodefensa debido a políticas de inmigración (vistas como un “desastre”), de “género” y a la falta de gasto militar. “Queremos un mundo en el que la migración no sea meramente ‘ordenada’, sino uno en el que los países soberanos trabajen juntos para detener en lugar de facilitar los flujos de población desestabilizadores, y tengan control total sobre a quién admiten y a quién no”. En este sentido, la idea respecto de “los migrantes” se ve desde una perspectiva de riesgo para la seguridad e identidad nacional, sino como directamente “guerra híbrida”. Teniendo en cuanta que el mismo término “migrantes” fue acuñado en los organismos internacionales en reemplazo de “emigrantes” o “inmigrantes” (cuyo significado merecería un análisis) y que es para el trumpismo una de esas nuevas categorías “progresistas” que ordenan el lenguaje y la forma de pensar.
En este sentido, la “estrategia” tiene un lenguaje muy duro que no puede sino molestar a los europeos y progresistas en todo el mundo. Lo que se enlaza con la idea de “gran reemplazo”: Europa, con políticas feministas y de género, se extingue biológicamente por una caída de la tasa de natalidad radical entre los descendientes de nativos, mientras se reemplaza la pérdida de población con inmigrantes de culturas y cosmovisiones civilizatorias muy distintas, con alta tasa de natalidad. Estos, en términos estadísticos, son datos de la realidad; podría discutirse las causas que impulsan la tendencia hacia la extinción de los europeos étnicos, o si es solo una etapa de la evolución, o si la inmigración es una “invasión”, una “forma de guerra híbrida” (que en algunos casos lo puede ser) o si tiene causas y responsables que se encuentran en los mismos centros de poder económico occidental. Ciertamente, en términos de proyecto, el neoliberalismo y la globalización son “libre circulación de capitales, bienes y personas” para lograr un mercado mundial unificado y sin restricciones.
La conclusión del documento es que la nueva Europa del futuro será otra civilización y que EE.UU. se cuestiona que sea útil para los intereses norteamericanos ser aliado principal de ese nuevo mundo que será Europa occidental en dos décadas. Insistimos, en ese sentido el documento es lapidario y muy chocante con los valores que priman en Europa hoy. También plantea que EE. UU. “ayudará a salvar a Europa y su civilización” apoyando partidos patrióticos (antiglobalización, anti valores progresistas). Es interesante reflexionar hasta qué punto Trump promueve la “autonomía estratégica” de Europa o el surgimiento de una gran potencia europea en pie de igualdad con EE.UU., China, etc. Inglaterra recibe una mención particular en el documento: “Reconocemos el valor duradero de nuestras relaciones históricas más cercanas, particularmente con nuestros socios de habla inglesa. Estas naciones comparten valores comunes, tradiciones legales y un historial de cooperación en defensa que sirven como la base indispensable para la estabilidad global y la prosperidad económica”. Este párrafo reafirma claramente la priorización estratégica de aliados como el Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda (la Anglosfera) dentro del marco de seguridad global de la administración. De hecho, Inglaterra mantiene una estrategia mundial diferenciada (aunque articulada) de Europa continental continuando con su tradición histórica: su propio “imperio”, sus estrechos aliados, su propia moneda, etc.
Dejemos de lado a la “Anglosfera” (Inglaterra fue una potencia global durante décadas en el siglo XIX) y centrémonos en el continente. Hubo grandes potencias continentales, pero cuando estas potencias plantearon ser potencias mundiales (en confrontación con Inglaterra, no está de más señalarlo, y con Rusia), debieron encabezar a Europa. Si dejamos de lado a la España de Carlos V o Felipe II (muy atrás en la historia, anteriores a la Guerra de los 30 Años) solo hubo dos intentos de unificar Europa bajo una conducción: Napoleón y Hitler, y desde allí discutir con el resto del mundo. Los ingleses siempre jugaron a unir el bloque de los demás países contra cualquier potencia continental que amenazara ser hegemónica (fuera esta España, Francia o Alemania). Una unidad más consensuada, tipo el sistema bismarckiano, no era una unidad sino equilibrio de poder, y se ha mostrado imposible hasta hoy que en el largo plazo sea un sistema estable. Sin embargo, es un horizonte posible de Europa occidental, aunque no significa “políticas comunes”, y eso en un mundo de grandes potencias es peligroso para los relativamente pequeños pases europeos. Señala la “estrategia” que: “El estancamiento económico en Europa es eclipsado por la perspectiva real y más dura de la borradura civilizacional. EE. UU. sugiere que Europa está siendo debilitada por sus políticas de inmigración, las tasas de natalidad decrecientes, la ‘censura a la libertad de expresión y la supresión de la oposición política’ y una ‘pérdida de identidades nacionales y confianza en sí misma.’ Si las tendencias actuales continúan, el continente será irreconocible en 20 años o menos”.
Pero la unidad europea, distinta a la actual, para que sea una gran potencia no sería el horizonte que promueven los EE.UU.; creemos que propicia una situación más de vuelta a las naciones y la desarticulación de la hoy fracasada UE. O sea, los EE.UU. de Trump no proponen la construcción de una UE más “nacional” y menos “globalista”, más de las naciones y menos de las élites (usando el lenguaje de las denominadas “derechas” patrióticas), sino potencias nacionales, pero cada una por su lado. Si hasta la Segunda Guerra Mundial solo Alemania tenía la posibilidad real de desafiar a las demás potencias, esta, ya no existe a ese nivel. Creemos que Trump busca rescatar a Europa de la decadencia como señala (suponiendo que aceptemos que el progresismo y la transformación civilizatoria y antropológica en desarrollo sea decadencia y no evolución a otra cosa), sino sostener una serie de Estados nacionales potentes, con fuertes capacidades, pero no “grandes potencias”. O sea, aliados, pero no como iguales.
Los actores clave de la Unión Europea (Alemania y Francia) se enfrentan a una tensión entre la alineación de seguridad con EE.UU. (necesaria para la defensa contra Rusia) y la autonomía económica (frente a China). Alemania (la potencia económica) se encontró ante la guerra de Ucrania ante la ruptura de su estrategia de desarrollo económico. Y por otro lado asume el desafío de disponer de unas FFAA potentes, resultando esto en un aumento masivo del gasto en defensa y la búsqueda de desvincularse de la dependencia energética y económica de Rusia y China, respectivamente. Sin embargo, esto ha implicado la caída de ingresos en general y una recesión económica que amenaza ser prolongada, con una acentuación de la dependencia de EE.UU. Para Alemania la apuesta a la globalización sin defensa de su desarrollo nacional (a diferencia de China) la coloca hoy en una crisis existencial. Francia, por otro lado (una potencia más “política” con más autonomía hasta hoy), ha sido la voz más fuerte a favor de la “autonomía estratégica europea” (aclaremos “autonomía estrategia” es, entre otras cosas, poder militar propio en gran nivel e inclusive una disuasión nuclear contundente). Busca evitar ser arrastrada a una confrontación sino-estadounidense que no sirva a los intereses europeos en el Indo-Pacífico y perjudique aún más su economía. Francia busca que Europa sea un actor, no solo un campo de batalla, aunque esto en la práctica no se ha mostrado en concreto, y la potencia gala viene sufriendo una crisis interna recurrente, con problemas de inmigración y el ascenso político de los grupos “patrióticos” (iguales problemas que Alemania) y una caída acelerada de su imperio informal en África. Ambas potencias deberían ser las que, junto a Italia y España, llevaran adelante las políticas de recuperación de los Estados-nación como actores tal cual señala la “Estrategia”. Por ello Trump ha insistido en dejar atrás el pasado, reafirmarse en sus valores e historias nacionales y rearmarse.
Respecto de Rusia, el documento reafirma la perspectiva que la política exterior de Trump ya nos ha mostrado: “Queremos mejorar nuestra relación con Rusia después de años de que Moscú fuera tratado como un paria global, y que poner fin a la guerra es un interés central de EE. UU. para restablecer la estabilidad estratégica con Rusia”. La posición de la Estrategia de Seguridad Nacional de la administración Trump respecto a Rusia marca un cambio significativo con respecto a las administraciones anteriores, adoptando un tono menos confrontativo y enfocándose en la búsqueda de la estabilidad estratégica. Así, la estrategia se centra en la idea de que poner fin a la guerra en Ucrania y mejorar la relación son intereses fundamentales de EE. UU. Pero no deja de señalar las operaciones de guerra híbrida (desinformación, ciberataques, manipulación energética) que Occidente ve que Rusia despliega para socavar la cohesión de la OTAN y las “democracias occidentales”, buscando explotar las divisiones internas en Europa y EE.UU. La estrategia se refiere a estas amenazas de guerra híbrida, o zona gris, principalmente al abordar el desafío de la “competencia por debajo del umbral del conflicto” y la necesidad de proteger la infraestructura crítica.

La “Estrategia” ve las RR.II. desde una perspectiva “realista” con un mundo dividido en esferas de influencia regidas por grandes potencias (tipo el mundo de las “Pan regiones” de Haushofer), aunque contempla la existencia de potencias regionales y dinámicas cambiantes. Por ello es claro que busca excluir a todo competidor de su propia “pan región” que es América Latina. “Debemos excluir a las potencias extra-hemisféricas, incluidas China, Rusia e Irán, de adquirir influencia crítica en el hemisferio occidental, especialmente sobre infraestructura crítica, telecomunicaciones, energía y recursos”. Rusia en su patio y EE. UU. en el suyo, parece señalar Trump, lo cual no es un ruido discordante en los oídos de la élite rusa. Ciertamente, desde la perspectiva realista de Trump y en una escala de prioridades, “convivir” con Rusia es posible, además de cierta confluencia en la visión antiprogresista y anti woke del trumpismo y de Rusia. Pero no nos equivoquemos, más allá de la valoración por afinidades ideológicas o la delimitación de esferas de influencia, la misma guerra de Ucrania muestra los límites de estas posibles convivencias armónicas. Son convivencias en conflicto, que EE.UU. busca desactivar para abocarse a su conflicto principal con China, hacer política en el Indo-Pacífico y dominar América sin problemas.
China es el desafío central de los EE. UU. Un vector central que impulsa las políticas domésticas de reindustrialización tiene como acicate la amenaza china. “Queremos seguir siendo el país más avanzado e innovador científica y tecnológicamente del mundo, y aprovechar estas fortalezas. Y queremos proteger nuestra propiedad intelectual de robos extranjeros. El espíritu pionero de Estados Unidos es un pilar clave de nuestra continua dominación económica y superioridad militar; debe preservarse”. China percibe el documento no como un plan de coexistencia, sino como una estrategia de contención total diseñada para impedir su ascenso y ser superados. Se compite en redes logísticas, se busca expulsarla de mercados (como América Latina) y tener capacidad de competencia en tecnologías claves. ¿Cuál es la estrategia china? Una es autosuficiencia tecnológica, la inversión local en producción manufacturera y la inversión en el extranjero en redes logísticas y materias primas. De esta forma acelera la inversión masiva en investigación y desarrollo de tecnologías críticas (chips, IA) para mitigar el impacto de las restricciones y sanciones de EE. UU. y sus aliados. Para ello sostienen un “frente unificado” con Rusia, la asociación “sin límites” para presentar un frente diplomático unificado contra lo que denominan la “mentalidad de Guerra Fría” de EE.UU., e impulsa su proyección global con la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI) y promueve alternativas a las instituciones occidentales (ej., el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS) para ganar influencia y establecer un orden económico paralelo en el “Sur Global”.
Para Medio Oriente, la “estrategia” reafirma la política iniciada por Trump desde hace un año. “EE. UU. debe abandonar el experimento equivocado de Estados Unidos de sermonear a las naciones de Oriente Medio, especialmente a las monarquías del Golfo, sobre sus tradiciones y formas de gobierno. Debemos alentar y aplaudir la reforma cuando y donde surja orgánicamente, sin intentar imponerla”. Señala la necesidad de impedir que Irán adquiera influencia extrarregional (y especialmente lo indica en América Latina). Veamos otros actores: Irán y Medio Oriente. Irán es considerado el principal problema de la región para EE. UU., por ello la “estrategia” puede remitir algunas de sus definiciones a este país. Pero ha sufrido una dura derrota en esta etapa del conflicto con Israel abierta el 7 de octubre. El “Eje de la resistencia” ha sido golpeado y se ha mostrado ineficaz frente a un Israel sin límites decidido a todo. Esto implica un desafío y un beneficio para la estrategia de Trump. El presidente norteamericano busca disminuir la atención en la región de Medio Oriente que no es su prioridad. Solo puede hacerlo desarticulando el “Eje de la resistencia” y con un Israel victorioso y seguro. A su vez busca reflotar los “Acuerdos de Abraham” como reaseguro estratégico para la región, para eso necesita a las monarquías árabes. Sin embargo, las excesivas ambiciones de Israel, que busca exterminar a los palestinos y no tener límites territoriales claros para su expansión frente a los vecinos, provoca que las ventajas de la victoria militar israelí se pierdan, no solo frena los acuerdos con las monarquías, sino que “dibuja en el horizonte” una confrontación con Turquía.
Respecto de otra aspirante a gran potencia: India, la “estrategia” señala que: “Debemos consolidar nuestras alianzas y asociaciones estratégicas, particularmente con naciones democráticas clave en el Indo-Pacífico, como India, Japón y Corea del Sur, para construir una red resiliente capaz de disuadir y responder a los objetivos expansionistas de la República Popular China.” La mención a la India la destaca como un socio crucial y democrático necesario para contrarrestar la influencia de China en la región del Indo-Pacífico. El enfoque es estratégico: fortalecer a la India es fundamental para mantener el equilibrio de poder en Asia. Sin embargo, muchas de las reacciones indias respecto de las políticas de Trump han sido adversas. Aunque la India tenga una estrategia de RR.II. “multivectorial” e independiente que busca mantener buenas relaciones con EE.UU., ser de los BRICS, ser socio de Rusia, etc., lo cierto es que las presiones de Trump relacionadas con la guerra de Ucrania han sido negativas en términos de ubicar a la India como un aliado directo. Ciertamente India es un adversario de China en Asia, lo que es evidente con las disputas territoriales y con el apoyo sólido de China a Pakistán, como la construcción de una red logística que “cerca” a la India. Lo mismo que con Rusia, Trump, pretendiendo seguir los pasos de Kissinger, buscará usar las competencias entre Rusia y China o entre China y la India como acicate para alejar a estas potencias de su rival principal. Es importante destacar la dificultad para ambos objetivos.
Conclusiones generales primera parte
En conclusión, ¿cuáles son los cambios respecto de la política norteamericana previa? Asumiendo que ya Trump había definido que nos encontrábamos en una Era de la Competencia de Grandes Potencias y todas las administraciones señalaban a China como rival sistémico, pero en la era Biden lo regional se subordinaba a lo global, se produce un “repliegue estratégico a los EE.UU. para fortaleciendo esa base proyectar poder desde una perspectiva de imperio clásica, más cercana a Theodor Roosevelt (no es casualidad que el “corolario” Trump nos remita al “corolario” Roosevelt).
Se pasa a políticas mucho más agresivas para reducir la influencia política, tecnológica y militar de China y Rusia en el hemisferio occidental. Se pasa de la “ayuda al desarrollo” hacia la “inversión directa”, con lo cual se controla directamente las cadenas de suministro (¿se sigue el ejemplo chino?). Se abandona la promoción de la democracia, los DD.HH. ecología y la diversidad buscando una relación más estable con otras potencias y posibles aliados con visiones del mundo distintas, buscando una competencia estratégica de sistemas y, desde esa posición, que EE.UU. Sea la primera de las potencias.
Se sostiene el concepto América Primero (America First): un enfoque estricto en la protección de los intereses nacionales esenciales, con una predisposición al no-intervencionismo en conflictos externos que no afecten directamente a EE.UU., sustentado en las corrientes de pensamiento norteamericanas históricas que no dejan de ser intervencionistas, pero desde una perspectiva nacionalista, alejada de la perspectiva universalista wilsoniana.
Mantiene a China como principal rival, pero cambia radicalmente el enfoque respecto de Rusia buscando alguna forma de equilibrio que resguarde los intereses de EE. UU. Énfasis en la seguridad de la cadena de suministro y la política industrial estratégica. El “Made in América” se convierte en una política de seguridad, priorizando la resiliencia sobre la eficiencia económica pura (ruptura con el neoliberalismo tradicional). El neoliberalismo es más bien “retórico” o para “exportación”, de acuerdo a que sirva para subordinar posibles aliados como Argentina.
“Paz a través de la fuerza” significa el mantenimiento de la superioridad militar, tecnológica y económica para disuadir a los adversarios. El documento insiste en que la disuasión se logra mediante una demostración creíble de poder. Mantenimiento del intento de superioridad militar, pero abandono del foco en la “Guerra contra el Terror” para centrarse en la “Disuasión Integrada” (énfasis en el ciberespacio, la desinformación y la tecnología, no solo en la fuerza bruta). Sostener una “ventaja asimétrica” de EE. UU. frente a China y Rusia. El objetivo es tejer una red de coaliciones sólida y flexible, no solo militares (OTAN, AUKUS), sino también económicas y tecnológicas (G7, IPEF, QUAD) para intentar imponer un poder colectivo que ni China ni Rusia puedan igualar, un objetivo muy elevado y difícil, pero eso es una estrategia para una potencia que se encuentra desafiada.
Soberanía y transaccionalidad, es el énfasis en el Estado-nación como sujeto central de las RR.II., con un rechazo a los organismos supranacionales que limiten la soberanía estadounidense. La diplomacia se vuelve marcadamente transaccional, enfocándose en acuerdos que beneficien directamente a EE. UU. Justamente la idea de transaccionalidad remite a la limitación de esa soberanía a los “intercambios condicionados” que ofrece Trump a sus posibles aliados (casos Ucrania o Argentina).
Doctrina Monroe renovada: el documento retoma y actualiza el enfoque histórico de la Doctrina Monroe para el siglo XXI, mediante el “corolario Trump”, buscando reafirmar la supremacía de EE. UU. en el hemisferio occidental y excluir a potencias extra-hemisféricas (lo desarrollaremos en la segunda parte).
El enfoque no es buscar la dominancia de EE.UU. para “salvar” a Europa, sino para reestructurar las alianzas bajo términos más favorables a EE.UU. (transaccionales) y dejar claro que la supervivencia de Europa depende de sí misma. Debe “volver a ser Europa” con una identidad nacional y abandonar el proyecto de inmigración generalizada y de políticas de género.
Reorientación y reordenamiento de alianzas tradicionales (OTAN y Europa): la política hacia la OTAN se mantiene con una fuerte presión a los países europeos para que aumenten su gasto en defensa. Se critica a los países europeos en forma integral y se advierte que la cohesión de la OTAN ya no está garantizada, vinculándolo factores culturales y de “políticas de Inclusión” y a una idea de que los aliados deben asumir una mayor parte de la carga militar y económica.
En la segunda parte del documento nos enfocaremos en América Latina.
Guillermo Martín Caviasca* Doctor en Historia UBA / Autor de libros de historia sobre el movimiento obrero, historia militar y geopolítica / Experto en Defensa. Miembro del equipo de PIA Global
Foto de portada: Imagen Tomada de New Eastern Outlook















