En el complejo y cada vez más inestable tablero geopolítico del siglo XXI, Asia se ha convertido en el terreno de una confrontación entre el orden unipolar declinante liderado por Estados Unidos y el emergente mundo multipolar encabezado por China y Rusia.
El objetivo es claro y contundente, neutralizar a China y Rusia mediante la creación de un espacio en racimo de inestabilidad que rodee sus fronteras, impida su proyección de influencia, fragmente sus redes de alianzas y absorba sus recursos en la gestión de crisis permanentes.
Lo que presenciamos no son conflictos aislados ni tensiones regionales espontáneas, sino la manifestación de una táctica deliberada y calculada que denominamos “inestabilidad preventiva provocada”, que resultan ser un conjunto de operaciones diseñadas para crear un estado permanente de caos y militarización que neutralice la consolidación de bloques regionales cohesionados y autónomos, alterando y obstaculizando sus proyectos de integración.
Esta desestabilización provocada no se traduce en invasiones masivas ni en confrontaciones directas entre superpotencias, sino que opera a través de la potenciación y facilitación de tensiones, la instrumentalización de conflictos locales, el despliegue de grupos proxy, la provocación nuclear estratégica y la implementación de lo que podríamos llamar “belicismo y pacificación inducidas”; ciclos artificiales de conflicto y aparente resolución que mantienen a las regiones en un estado perpetuo de fragilidad, dependencia e imposibilidad de desarrollar proyectos geopolíticos independientes.

Afganistán el centro del tablero y la guerra proxy
En el dinámico tablero geopolítico de Asia Central, Afganistán emerge como un espacio fundamental cuya estabilidad determina el equilibrio de poder en toda la región. Mientras potencias como Rusia, China e Irán trabajan sistemáticamente por la pacificación del país, reconociendo su valor estratégico insustituible para la proyección de influencia en el corazón asiático, actores externos despliegan una red de grupos proxy diseñada meticulosamente para sembrar discordia, fragmentación y caos regional. El rol del movimiento Talibán en estos casos resulta particularmente relevante, así como el papel de Irán en la contención del llamado terrorismo islámico en su expansión hacia la región uigur, Chechenia y otras zonas sensibles de Eurasia.
La convergencia entre la escalada militar con Pakistán y la recomposición histórica de las relaciones afgano-indias no es coincidencia, sino evidencia de una estrategia más amplia. Mientras Kabul e India avanzan hacia una cooperación inédita que podría reconfigurar el equilibrio de poder regional, grupos terroristas utilizados como instrumentos proxy lanzan operaciones diseñadas para sabotear este acercamiento. Estados Unidos, que oficialmente se retiró de Afganistán, mantiene una presencia invisible pero efectiva a través de estas redes de desestabilización que impiden que el país se convierta en un puente de integración euroasiática.
Las recientes provocaciones entre India y Pakistán buscan obstaculizar la consolidación de la Nueva Ruta de la Seda. Al mismo tiempo, funcionan como una advertencia para Nueva Delhi; su vecino, Pakistán, mantiene alianzas con los mismos actores internacionales que India, pero en este escenario dichos actores actúan operativamente del lado pakistaní, lo que pretende empujar a India nuevamente hacia la órbita de Estados Unidos. En este mismo contexto, el enfrentamiento militar entre Afganistán y Pakistán no es un hecho aislado ni accidental, sino el resultado de maniobras calculadas por fuerzas desestabilizadoras interesadas en impedir la formación de un bloque regional cohesionado y autónomo.
El modelo de desestabilización provocada aplicado en esta región es paradigmático, se mantiene al país en un estado de fragilidad suficiente para que no pueda consolidarse como socio confiable de ningún proyecto regional, pero no tan colapsado que deje de absorber recursos y atención de Rusia, China, Irán y otros actores que buscan la estabilización. Es el equilibrio perfecto del caos inducido. Sin embargo, cabe señalar que esta provocación no siempre implica control sobre el desarrollo y desenlace de los conflictos generados.
Podemos observar este mismo esquema aplicado también en Siria e Irak, dos claros casos de lo que podemos denominar inestabilidad preventiva provocada. En ambos países, las potencias externas han intervenido de manera directa e indirecta para impedir la consolidación de un Estado fuerte, soberano y capaz de articularse con los procesos de integración regional impulsados por Rusia, Irán, China y otros actores relevantes del Asia Occidental.
Corea del Norte y del Sur: belicismo inducido
El caso coreano ilustra perfectamente la estrategia de belicismo y pacificación inducidas. Por un lado, Estados Unidos mantiene sanciones económicas devastadoras contra Corea del Norte, que esta vez se dirigen contra las supuestas redes de cibercrimen norcoreanas, percibidas en Pyongyang como una clara provocación, una maniobra de presión que combina extorsión económica y diplomática con el objetivo de forzar al país asiático a regresar a la mesa de negociaciones en condiciones desfavorables.
Por otro lado, en Corea del Sur se desarrolla una escalada militar sin precedente, en la cual la venta de un submarino nuclear estadounidense a Seúl, ejercicios militares conjuntos cada vez más provocativos en las inmediaciones de la península y el posible despliegue de armas nucleares en territorio surcoreano incrementan exponencialmente las tensiones con Corea del Norte y crean las condiciones perfectas para mantener a la península en un estado de crisis permanente.
Los ejercicios militares conjuntos no tienen justificación defensiva real, sino que buscan provocar respuestas de Pyongyang que puedan utilizarse para justificar nuevas escaladas. Es un círculo vicioso perfectamente diseñado, cada provocación genera una respuesta, cada respuesta justifica una nueva provocación, y el resultado es la imposibilidad de cualquier proceso de distensión regional.
Japón: remilitarización y extremismo preventivo
El extremismo de la nueva primera ministra de Japón, Sanae Takaichi, forma parte de esta misma estrategia. El ascenso de liderazgos ultranacionalistas y belicistas en Tokio no es accidental, sino cuidadosamente cultivado por Washington como parte de su estrategia de contención de China.
Un Japón remilitarizado, ideológicamente belicoso y dispuesto a confrontar a Beijing es exactamente lo que Estados Unidos necesita para mantener tensiones en el Pacífico occidental y en el estratégico Mar Amarillo.
La revisión de la constitución pacifista japonesa, el incremento masivo del presupuesto militar, la adquisición de capacidades ofensivas como misiles de largo alcance y la retórica cada vez más agresiva hacia China forman parte de esta estrategia de desestabilización. Estados Unidos busca un estado de tensión que mantenga a China constantemente amenazada y distraída, incapaz de proyectar su influencia sin enfrentar riesgos constantes.

El Sudeste Asiático: provocaciones sistemáticas
Las provocaciones en Filipinas contra China por el Mar de la China Meridional representan otro frente de esta estrategia de desestabilización. Manila, bajo presión y asistencia estadounidense, ha intensificado sus confrontaciones con Beijing en aguas disputadas, generando incidentes que mantienen la región en estado de alerta permanente.
Cabe mencionar la importancia estratégica de Filipinas dentro de la ASEAN, donde tiene liderazgo del núcleo junto a Indonesia, lo cual es necesario para comprender el alcance de estas maniobras. Estas provocaciones no buscan resolver las disputas sobre territorio marítimo, sino mantenerlas vivas como fuente de tensión que justifique la presencia militar estadounidense en la región.
En Camboya, un incidente menor derivado de la guerra anterior como es el estallido de una mina antipersonal en la frontera con Tailandia, que costó la vida a dos militares tailandeses, ha puesto fin a la frágil tregua entre ambos países. El primer ministro tailandés, Anutin Charnvirakul, ordenó suspender la vigencia de la declaración de paz firmada con su homólogo camboyano, Hun Manet, en un gesto que deja al descubierto que el acuerdo promovido por Donald Trump no fue más que otra maniobra de propaganda sin bases reales de reconciliación.
“Lo que hemos estado buscando ahora debe ser pospuesto hasta que se aclare la situación”, declaró Anutin, aludiendo al incidente fronterizo que, más que un accidente, revela una herida geopolítica aún abierta. El mandatario tailandés dio carta blanca a sus Fuerzas Armadas para actuar con libertad, un mensaje claro de que la desconfianza entre los dos países no ha disminuido, pese a los discursos de unidad regional promovidos bajo el marco de la ASEAN.
Este es un ejemplo perfecto de cómo operan las pacificaciones inducidas para generar mejores condiciones para los actores proxys estadounidenses, tal como ocurre en Palestina, Siria o Líbano. Estados Unidos promueve un acuerdo de paz superficial para presentarse como mediador benevolente, pero las condiciones estructurales del conflicto permanecen intactas, permitiendo que cualquier incidente menor reactive la confrontación. El resultado es que ambos países permanecen débiles, divididos y dependientes de mediación externa.
La reanudación de los ejercicios militares conjuntos entre Estados Unidos y Camboya, conocidos como Angkor Sentinel, se enmarca también en la competencia geopolítica por la influencia regional. Tras la pacificación inducida entre Camboya y Tailandia, Washington ha aprovechado la coyuntura para reinsertarse en el tablero regional, presionando a Phnom Penh con el objetivo de contrarrestar la creciente presencia de China.
Simultáneamente, vale recalcar el acercamiento que ha tenido Pete Hegseth en su reciente visita a Vietnam, al cual pidió que adquiera armamento americano en contraste con el actual equipamiento, ofreciendo a cambio la rebaja de aranceles. Esto constituye una clara muestra de extorsión económica para que el país responda a los intereses estadounidenses.
Tanto Vietnam como Camboya enfrentan el problema de la sobre-dependencia de China, que los limita en su propio juego geopolítico. La seducción norteamericana los aloja en la ilusión de ganar capacidad de maniobra, aunque esto sea claramente una táctica de desestabilización regional.
Bangladesh: revolución de colores
En el corazón del sur de Asia se desarrolla un proceso político silencioso pero de consecuencias potencialmente explosivas. Tras la revolución de colores en Bangladesh, se disparó un proceso de reforma estatal que busca desmantelar la institución más secular y profesional del país; las Fuerzas Armadas, con el objetivo de reemplazarlas gradualmente por un aparato paralelo impulsado por intereses externos que buscan alterar el equilibrio regional y minar la seguridad de la India.
Las purgas operadas en el generalato buscan transformar radicalmente el Estado bangladesí. Bangladesh es un país con un 90% de población sunita, donde lo que justifica el nacionalismo bengalí es su lengua, no su religión. Ahora se pretende incubar una hipótesis de tensión con el proyecto de Modi desde la religión, creando una amenaza que contraste con el nacionalismo secular tradicional.
Este proceso representa una forma sofisticada de desestabilización. Bangladesh, estratégicamente ubicada entre India y Myanmar, podría convertirse en una plataforma del terrorismo, contrapesando el proyecto indio y conteniendo sus eventuales pretensiones de expansión. Siendo esto una clara presión directa contra India.

Mongolia; presión sobre el puente euroasiático
Mongolia, un enorme país enclavado entre las dos grandes potencias euroasiáticas —Rusia y China—, atraviesa una crisis política inducida que trasciende el mero conflicto institucional. Detrás de la reciente pugna entre el presidente Ukhnaa Khurelsukh y el Parlamento, que intentó destituir al primer ministro Gombojav Zandanshatar, se perfila una lucha geopolítica de fondo; la presión occidental por impedir el fortalecimiento del eje Moscú-Pekín-Ulán Bator, que amenaza con consolidar una integración euroasiática más profunda y autónoma frente a la influencia de Estados Unidos y la Unión Europea.
Esta crisis institucional es típica de las operaciones de desequilibrio preventivo: se instrumentalizan diferencias políticas internas para generar inestabilidad que impida que el país pueda funcionar como puente efectivo entre Rusia y China. Mongolia, que geográficamente conecta a ambas potencias y es un indiscutido hub de conectividad multimodal, debe mantenerse inestable, para evitar que consolide un proyecto nacional propio junto con el resto de Asia con China y Rusia.
El caso mongol no es nuevo ni aislado. Kirguistán, en el corazón de Asia Central, ha sido históricamente otro laboratorio de estas estrategias de desestabilización. Desde la llamada Revolución de los Tulipanes en 2005 —una revolución de colores siguiendo los métodos de Gene Sharp—, pasando por las revueltas de 2010 y las recurrentes crisis fronterizas con Tayikistán, el país ha sido sacudido cada cierto tiempo por olas de inestabilidad que siempre terminan favoreciendo a los intereses occidentales. Detrás de la fachada de “protestas espontáneas” o “reformas democráticas”, se han activado redes de ONG financiadas desde Washington y programas de cooperación que funcionan como canales de penetración política.
Cada vez que Rusia o China avanzan en sus planes de infraestructura o seguridad regional —ya sea a través de la Organización de Cooperación de Shanghái, del Tratado de Seguridad Colectiva con Rusia (del cual es firmante) o de la Iniciativa de la Franja y la Ruta— reaparecen disturbios, tensiones sociales o crisis institucionales en Kirguistán. Este patrón de inestabilidad inducida se repite de manera calculada, el objetivo no es la guerra abierta, sino la parálisis funcional de los Estados que podrían consolidar el bloque euroasiático.
Hoy, Washington vuelve a activar el factor kirguís, junto con el mongol, para mantener viva la inestabilidad en el centro de Eurasia. La técnica es la misma, fomentar divisiones internas, amplificar tensiones étnicas o políticas, y proyectar una imagen de caos que justifique una mayor presencia occidental bajo la bandera de la “democracia” o los “derechos humanos”. En realidad, se trata de una estrategia de presión selectiva que busca impedir el avance natural de un orden multipolar en el continente.
China: operaciones de poder blando
Una serie de redadas simultáneas en Beijing, Beihai, Shanghái y Chengdu ha desencadenado un terremoto político y mediático entre China y Estados Unidos. El pastor Jin “Ezra” Mingri, fundador de la llamada Iglesia Pentecostal de Sion (Zion Church), fue detenido por las autoridades chinas bajo cargos de “uso ilegal de redes informáticas”, en lo que los medios occidentales describen como una “persecución religiosa”. Sin embargo, detrás del discurso de “libertad de culto” se esconde un entramado mucho más oscuro: la utilización de movimientos religiosos como instrumentos de influencia geopolítica y desestabilización.
El caso de Jin Mingri no es un hecho aislado. De acuerdo con la información disponible, el pastor mantenía vínculos estrechos con organizaciones radicadas en Estados Unidos, especialmente con China Aid, dirigida por el exiliado Bob Fu, una figura con una larga historia de colaboración con el Departamento de Estado y agencias de inteligencia estadounidenses. Bob Fu presentado por la prensa occidental como “defensor de la libertad religiosa”— ha sido señalado por múltiples analistas como una pieza clave del aparato de poder blando de la CIA en Asia, dedicado a financiar y coordinar iglesias no registradas, movimientos de protesta y redes de comunicación paralelas dentro de China.
Beijing no ve en Jin Mingri a un simple pastor, sino a un operador político disfrazado de religioso, una figura destinada a erosionar la estabilidad interna y alimentar la narrativa occidental de que China “persigue a los cristianos”. Esta estrategia de subversión religiosa forma parte de un patrón más amplio de inestabilidad inducida: se utilizan organizaciones aparentemente civiles y espirituales para construir redes de influencia ideológica capaces de ser activadas en momentos de tensión política o económica, mediante guerra cognitiva y eventualmente dispositivos de Gene Sharp.
El caso de los musulmanes uigures en Xinjiang es otro ejemplo evidente de cómo se manipulan cuestiones étnicas y religiosas con fines geopolíticos. Desde hace años, Estados Unidos y sus aliados promueven la narrativa del supuesto “genocidio uigur”, una campaña mediática que intenta proyectar la imagen de un Estado represor, ocultando que en la región operan células separatistas y organizaciones terroristas vinculadas al llamado extremismo islámico internacional, financiadas desde el exterior. Estas organizaciones incluso tenían un batallón en la guerra impuesta en Siria.
El objetivo no es la defensa de los derechos humanos, sino impedir la integración económica de Xinjiang al proyecto de la Franja y la Ruta, donde la región ocupa un papel central como corredor energético y logístico entre China y Asia Central.
Las regiones administrativas especiales de Hong Kong y Macao completan este entramado de presión. Ambos territorios son usados como válvulas de tensión política y económica, donde periódicamente se agitan protestas, movimientos “pro-democracia” o reclamos independentistas bajo el patrocinio de fundaciones y ONG extranjeras. Detrás de las consignas libertarias se esconde una maquinaria de influencia mediática y financiera diseñada para desgastar a Beijing, desacreditar su modelo de gobernanza y sembrar divisiones internas entre el centro y las periferias.
Estas operaciones, que combinan religión, economía y propaganda, constituyen un modelo clásico de inestabilidad inducida. No buscan una confrontación directa, sino una erosión progresiva del consenso social y del control político interno. El “poder blando” occidental se expresa así como un arma silenciosa, capaz de provocar desestabilización calibrada mediante la manipulación de creencias, identidades y discursos morales.

Fragmentación del espacio euroasiático
La reciente visita del presidente kazajo Kassym-Jomart Tokayev a los Estados Unidos debe entenderse en el marco de la estrategia estadounidense para fragmentar el espacio postsoviético y disputar la influencia de Rusia y China en Asia Central. Kazajistán intenta presentarse como un actor “neutral” en medio de las tensiones geopolíticas, pero esta neutralidad es cada vez más difícil de sostener. Mientras busca equilibrar sus relaciones con Moscú, Pekín y Washington, el país se convierte simultáneamente en víctima de operaciones de desequilibrio preventivo, diseñadas para generar tensiones internas y debilitar su capacidad de integrarse de forma plena a proyectos euroasiáticos como la Unión Económica Euroasiática o la Iniciativa de la Franja y la Ruta. La presión occidental busca impedir que Kazajistán actúe como un puente estable entre Rusia y China, forzándolo a adoptar posturas que lo alejen del eje de integración continental.
Por su parte, Uzbekistán también muestra un creciente acercamiento a los Estados Unidos y Europa, un proceso que Washington intenta convertir en otro punto de ruptura dentro de Asia Central. Tashkent, que en los últimos años había avanzado en cooperación con Rusia y China, ahora recibe una atención especial de las potencias occidentales, que buscan atraerlo hacia su órbita mediante acuerdos económicos, programas de seguridad y promesas de inversión. Este movimiento no solo altera los equilibrios regionales, sino que también introduce nuevas presiones internas destinadas a limitar la articulación de Uzbekistán con los marcos de integración euroasiática, contribuyendo así a la dinámica general de fragmentación del espacio postsoviético.
En este contexto Azerbaiyán enfrenta manipulaciones y extorsiones constantes para garantizar su acercamiento con Washington y su distanciamiento de Moscú. La presión sobre Bakú incluye amenazas relacionadas con el conflicto de Nagorno-Karabaj, promesas de inversiones occidentales condicionadas a cambios de política exterior y la instrumentalización de grupos de la diáspora azerbaiyana para presionar al gobierno.
El caso de Armenia es clave para entender esta dinámica los globalistas le quitaron Armenia a Rusia, indujeron la guerra en Artsaj y luego promovieron la paz vía Trump con el proyecto del corredor de Zangezur, una movida calculada para romper el eje Rusia-Irán-Azerbaiyán que podría consolidar el corredor Norte-Sur y crear una ruta comercial alternativa que no dependa de los estrechos controlados por Occidente.
Esta dinámica se manifiesta en múltiples frentes, la facilitación de la ofensiva azerbaiyana contra Armenia, el debilitamiento de Armenia a través de la colonización del gobierno electo prooccidental, que luego de la resolución militar (invasión y expulsión de los armenios de Artsaj) pacificaron y normalizaron relaciones intentando seducir a Turquía y condicionar a Irán y atentando contra el corredor norte-sur, impactando también en India y Rusia; siendo esta una clara movida de múltiple impacto.
La situación de fragilidad en la lucha contra el terrorismo en Asia Central se ve agravada por el hecho de que el nuevo gobierno terrorista de Siria sirve como caldo de cultivo para grupos terroristas que pueden ser dirigidos contra Rusia y las repúblicas centroasiáticas. La caída del gobierno de Assad y el ascenso de grupos islamistas en Siria ha creado una base de operaciones desde la cual pueden entrenarse y desplegarse combatientes hacia el Cáucaso y Asia Central.
Esta conexión entre Siria y Asia Central no es accidental. Forma parte de una estrategia más amplia de mantener vivas las amenazas terroristas que puedan utilizarse para desestabilizar las repúblicas centroasiáticas, presionar a Rusia en su flanco sur y justificar la presencia militar occidental en la región bajo el pretexto de la “lucha contra el terrorismo”. Es un ejemplo perfecto de cómo la desestabilización en una región (Asia Occidental) se conecta instrumentalmente con la desestabilización de otra (Asia Central).
Revolución de color y gobierno prooccidental en Nepal
La situación tras la revolución de color en Nepal, donde quedó al mando un gobierno prooccidental, representa otro ejemplo de cambio de régimen diseñado para alterar el equilibrio regional. Nepal, estratégicamente ubicado entre China e India, se ha visto sometido a intensas presiones para romper sus vínculos tradicionales con Beijing y alinearse más estrechamente con Nueva Delhi y Washington.
El nuevo gobierno nepalí, surgido de protestas orquestadas siguiendo el manual de cambio de régimen de Gene Sharp, ha implementado políticas que dificultan los proyectos de infraestructura chinos en el país y que buscan convertir a Nepal en un contrapeso contra la influencia de Beijing en el Himalaya. Esta transformación política no busca el desarrollo de Nepal, sino su instrumentalización como pieza de contención en el gran juego asiático.
El mundo multipolar bajo asedio
Lo que presenciamos en Asia no son conflictos aislados ni tensiones espontáneas, sino la manifestación de una gran estrategia de contención mediante el caos. La inestabilidad preventiva provocada, el belicismo y la pacificación inducidas, y la provocación sistemática de tensiones son todos componentes de un mismo proyecto: impedir por todos los medios el surgimiento de un mundo verdaderamente multipolar donde Estados Unidos no pueda dictar unilateralmente las reglas del juego.
Esta estrategia es profundamente irresponsable y peligrosa. Jugar con tensiones nucleares, instrumentalizar conflictos religiosos y étnicos, fragmentar regiones enteras y mantener estados permanentes de conflicto no solo amenaza la estabilidad regional, sino que pone en riesgo la paz global. Las múltiples crisis simultáneas que sacuden al continente asiático no son accidentes de la historia, sino productos de diseño.
A pesar de todo, esta estrategia enfrenta límites importantes. China y Rusia han demostrado notable resiliencia y capacidad de adaptación. Organizaciones como la Organización de Cooperación de Shanghái, la Unión Económica Euroasiática y los BRICS+ representan plataformas cada vez más sólidas de coordinación y cooperación que dificultan los esfuerzos de fragmentación. La integración en Shanghái y en BRICS permite apagar conflictos como los existentes entre India y Pakistán, o entre Arabia Saudita e Irán, Egipto y Etiopía entre otros. La Iniciativa de la Franja y la Ruta continúa conectando a Asia, África y Europa a pesar de los obstáculos. Y, crucialmente, cada nueva provocación estadounidense genera resistencias y refuerza la determinación de los países asiáticos de construir arquitecturas de seguridad y desarrollo independientes.
El futuro de Asia, y por extensión del orden mundial, dependerá de si las fuerzas de integración y multipolaridad pueden superar las estrategias de fragmentación y desestabilización. Lo que está en juego no es solo el equilibrio de poder entre grandes potencias, sino la posibilidad misma de un mundo más justo, equilibrado y pacífico donde ninguna nación pueda imponer unilateralmente su voluntad mediante la siembra sistemática del caos en territorios ajenos.
El surgimiento del mundo multipolar no se detendrá, pero el camino hacia su consolidación estará plagado de las minas geopolíticas que Estados Unidos continúa sembrando con determinación sistemática en cada rincón del continente asiático.
Dr. Fernando Esteche* Dirigente político, profesor universitario y director general de PIA Global
Tadeo Casteglione** Experto en Relaciones Internacionales y Experto en Análisis de Conflictos Internacionales, Periodista internacional acreditado por RT, Diplomado en Geopolítica por la ESADE, Diplomado en Historia de Rusia y Geografía histórica rusa por la Universidad Estatal de Tomsk. Miembro del equipo de PIA Global.
*Foto de la portada: PIA Global

