La cumbre celebrada en Bruselas a finales de la semana, donde se discutieron simultáneamente el financiamiento a Kiev y el acuerdo Mercosur–UE, dejó al descubierto una misma lógica política: la persistencia de unas élites europeas aferradas a un proyecto geopolítico en crisis, desconectado de las sociedades que gobiernan y hacedora de las múltiples crisis que atraviesa el continente.
La financiación de Ucrania se convirtió en uno de los ejes más conflictivos de los últimos meses, en un contexto marcado por el repliegue estadounidense. Tras el anuncio de Donald Trump de que Europa ya no contaría con el respaldo de Washington, la Comisión Europea activó un plan de emergencia: Úrsula von der Leyen propuso a los Estados miembros una solución para cubrir los 135.000 millones de euros que Kiev necesitaría para los próximos dos años, ofreciendo como opciones: aportes bilaterales, deuda conjunta o préstamos respaldados con activos rusos congelados.
En Bruselas se intentó avanzar con el plan Defence Readiness 2030, presentado el 3 de diciembre, que reactivaba la opción de confiscar activos rusos o utilizar sus rendimientos para financiar a Ucrania. La iniciativa chocó con ciertos límites: el Banco Central Europeo advirtió que violaba el propio mandato de la CE, y Bélgica, país donde se concentran esos activos, bloqueó su aplicación. Finalmente, la reciente Cumbre aprobó un préstamo de 90.000 millones de euros sin intereses, financiado mediante deuda conjunta. Hungría, Eslovaquia y la República Checa acordaron que no formarán parte de dicha financiación a cambio de no bloquear el plan. El pago de la deuda es una promesa incierta e irreal: Ucrania devolverá esos fondos con futuras “reparaciones pagadas por Rusia”.
La segunda decisión adoptada en la Cumbre fue el aplazamiento del acuerdo Mercosur–UE, cuya negociación quedó postergada hasta enero de 2026 ante el rechazo de los principales países agrícolas del bloque, principalmente de Francia, Italia que podría dejarse un gran saldo político en sus países, Hungría y Polonia, y otros países como Austria, Irlanda y Países Bajos expresaron sus reticencias. Mientras en el interior de Bruselas se intentaba avanzar con un acuerdo comercial ampliamente cuestionado por su impacto sobre el sector agropecuario europeo, en las calles más de 10.000 manifestantes y alrededor de 150 tractores protagonizaron nuevas protestas, sostenidas desde 2023, que terminaron en enfrentamientos y represión policial.
Incluso más allá de la deslegitimidad de intentar imponer un acuerdo bajo represión, lo ocurrido dentro y fuera de la cumbre expuso una crisis estructural de la Unión Europea: un esquema de toma de decisiones que prioriza los intereses del capital exportador e industrial dominante del núcleo europeo por sobre sectores productivos y países que absorben los costos del modelo.
Además, esta lógica profundiza una doble dependencia estratégica: por un lado, la ya consolidada subordinación militar y energética respecto de Estados Unidos; por otro, una creciente dependencia de materias primas provenientes de América Latina. En ambos casos, el resultado es el mismo: pérdida de autonomía, desindustrialización y erosión del motor productivo europeo.
En una mesa, Bruselas endeuda a los Estados miembros para financiar una guerra externa casi perdida, sosteniendo a un Estado atravesado por graves escándalos de corrupción que cuestionan tanto el uso de los fondos como la posibilidad real de su devolución.
A las sociedades europeas se les exige una “economía de guerra” sin estar en guerra: ajuste fiscal, recortes sociales, aumento del gasto en defensa, servicio militar, elevar la edad jubilatoria, presupuestos anuales que desestabilizan gobiernos y parlamentos, y sacrificios presentados como inevitables, mientras no se propone ningún plan similar con el fin de amortiguar las múltiples crisis que esas mismas decisiones políticas provocaron.
En la otra mesa, la Unión Europea recorta la Política Agrícola Común y pretende imponer a sus propios agricultores una competencia asimétrica con países que no cumplen los mismos estándares productivos, sanitarios ni ambientales. Si esto no fuera poco, reprimen sus protestas y alimentan la asimetría política con la que se priorizan los intereses de los distintos actores del continente.
Las decisiones de la Cumbre en Bruselas exponen nuevamente con claridad el tenor político de las decisiones adoptadas por el globalismo atlantista en crisis: la necesidad de mantener activo el frente ucraniano a costa del deterioro social europeo y la subordinación a intereses externos. La imposición de un ‘esfuerzo’ financiero exigido a la Comunidad europea no responde a una estrategia de bienestar ni de estabilidad interna, sino a la preservación del proyecto globalista belicista de las élites europeas que solo beneficia a sectores específicos, en particular aquellos vinculados a la reconversión militar–industrial.
A las sociedades europeas se les anuncia que deberán endeudarse para sostener una guerra ajena, mientras atraviesan crisis económicas, energéticas y sociales profundas. La respuesta no es alivio ni protección, sino más ajuste. El endeudamiento conjunto se traduce en recortes, pérdida de derechos y mayor presión fiscal.
Las élites globalistas europeas insisten en profundizar políticas que ya demostraron su fracaso: sanciones prolongadas, boicot a negociaciones diplomáticas y una economía de guerra sin consenso social. Mientras tanto, en las calles se multiplican las protestas contra la austeridad, el aumento de la edad jubilatoria, el apoyo irrestricto a la guerra en Ucrania, la imposición de acuerdos asimétricos y la represión policial como única respuesta política.
Este escenario profundiza una grieta central de la geopolítica europea actual. Las élites de la Unión Europea se aferran a un proyecto globalista atlantista que no sólo acelera las crisis internas, sino que además empuja al continente hacia una pérdida progresiva de legitimidad e irrelevancia en el tablero internacional.
Frente a este rumbo, amplios sectores sociales expresan su rechazo en las calles, un malestar social que es capitalizado por fuerzas políticas que cuestionan la centralización del poder en Bruselas y la subordinación estratégica europea. No se trata de una crisis coyuntural, sino del síntoma de una reconfiguración geopolítica más profunda que Europa deberá comenzar a enfrentar.
Micaela Constantini, licenciada en comunicación social, periodista y parte del equipo editorial de PIA Global.
Foto de portada: Philip Reynaers (Photonews via Getty Images)

