Buenas tardes. Prometo brevedad por dos razones fundamentales: la primera es que después de las excelentes intervenciones que me han antecedido, con las cuales coincido en la mayoría de los argumentos que han aportado, yo no agregaría mucho más; en segundo lugar, porque vine realmente más a escuchar y aprender que a hablar.
Yo agradezco profundamente la invitación, y estoy muy feliz de estar acá, porque siento que es el lugar donde debo estar, la articulación de fuerzas y de pensamiento con la que quiero estar.
Es una maravilla poder intercambiar con muchos de los compañeros que conozco acá, con los que he compartido años de proyectos y de luchas; y otros a los que he visto hoy por primera vez, pero a los que me ha acercado en las redes sociales la comunión de ideales. Por eso reitero el agradecimiento por la deferencia de la invitación.
Ya el hecho de que nos hayamos reunido para debatir sobre democracia socialista brinda una señal de nuestras prioridades, de que no nos interesa la democracia en general, sino un determinado tipo de ella.
Necesitamos discutir no sobre visiones abstractas sino sobre una construcción específica de la democracia, para llegar a consensos de los «qué», pero sobre todo para encontrar los «cómo».
¿Cómo ejercer la democracia socialista, cómo profundizarla? Si tomamos en cuenta que el socialismo es –reduciéndolo a una forma simple- socialización creciente de la propiedad y del poder, se entiende la importancia que ha tenido siempre para Cuba la reflexión acerca de nuestras prácticas democráticas. Pero estos días tan complicados y difíciles le han otorgado una urgencia mayor.
Voy a leer algunas ideas entresacadas de artículos que he escrito a lo largo de estos años, con la intención de que puedan servir para provocar el debate, para compartir y polemizar. Pero antes, voy a empezar haciendo un resumen de tres ideas que me parecen fundamentales.
Primero, ya se ha dicho y quiero recalcarlo porque creo que es básico: la democracia es consustancial al socialismo. No es un adorno ni un lujo, no es algo que podamos tener o no, es parte orgánica e intrínseca del socialismo, no solo por una necesidad cultural, política, sino también por una necesidad económica. La forma que tiene el socialismo de producir eficientemente es que los trabajadores sean realmente los dueños de los medios de producción, los que controlen, los que elijan, los que decidan qué se hace en las fábricas y centros de trabajo de todo el país.
La segunda: la democracia del socialismo tiene que ser distinta a la burguesa.
Cuando se habla de nociones en abstracto de democracia, derechos, libertades, si no se le da un contenido de clase realmente de lo que se está hablando es de una democracia burguesa.
El socialismo debe darse formas nuevas de democracia que, por supuesto, no pueden desechar las herramientas del liberalismo, pero reconvertidas y puestas en función de la dominación de clases de la mayoría.
Para profundizar en el deber ser de la democracia socialista podemos aprender mucho de las experiencias históricas, de la propia Revolución cubana, y de otras revoluciones. Pienso, por ejemplo, en el caso de la Revolución rusa, en la utilidad de un texto que el mismo Che consideró que debía ser una Biblia de bolsillo para los revolucionarios y creo que no estudiamos suficientemente: «El Estado y la revolución», de Lenin, que constituye una de las perspectivas más radicalmente democráticas dentro de la tradición marxista. Dentro de varios puntos esenciales planteados allí por Lenin para garantizar el funcionamiento democrático durante la transición socialista hay dos que valdría la pena recordar. Uno, elegibilidad y revocabilidad de los cargos públicos administrativos; y dos, la rotación de esos cargos públicos. Decía Lenin que cuando todos son burócratas por turnos, nadie es un burócrata. Ubicar toda la institucionalidad estatal bajo control popular y obrero resulta imprescindible para el socialismo.
Y en tercer lugar: todas las experiencias socialistas que han existido han estado atravesadas por aquella tensión que Fernando [Martínez Heredia] llamaba la contradicción central dentro de un proceso de transición socialista, la tensión entre el poder y el proyecto, entre un poder que necesariamente debe ser muy fuerte para defenderse de un acoso constante, y un proyecto de liberación muy radical en sus propuestas democráticas y de justicia social. Eso se traduce también en la tensión entre la necesidad de la unidad, y la necesidad, al mismo tiempo, de crítica y de espacios de participación democrática. No tienen que ser excluyentes, al contrario, el debate y la crítica son una fortaleza para la unidad de la Revolución.
La crítica de izquierda, al menos una digna de tal nombre, no es peligrosa para la Revolución, sino para la burocracia.
Crítica de izquierda fue la que hizo el Che cuando advirtió sobre los peligros que se cernían sobre la construcción socialista y sobre las posibilidades de regreso al capitalismo en la URSS, la que hizo Fidel de forma constante a lo largo de toda la revolución, como cuando el 17 de noviembre de 2005 arremetió contra los corruptos y los nuevos ricos.
Hoy esa crítica es más necesaria que nunca, para evitar una restauración capitalista en Cuba.
La unidad de los revolucionarios es condición indispensable para defender la Revolución de los ataques imperialistas y de la derecha, y profundizarla, pero su uso por parte de la burocracia pudiera servir para defender intereses espurios y grupales, que en última instancia pondrían en peligro la Revolución, y prepararían su derrota y entrega, sin la posibilidad de un rechazo fuerte.
No se pueden olvidar las lecciones de la Historia.
La acusación de una burocracia corrupta, usurpadora del poder, a revolucionarios de izquierda, de atentar contra la unidad, y por tal razón, de hacerle el juego al enemigo y perseguir sus mismos objetivos llevó al asesinato y al destierro a miles de comunistas en la antigua Unión Soviética, consumó la contrarrevolución burocrática que exterminó la generación de bolcheviques que hizo la revolución junto con Lenin y desembocó a la larga en la restauración capitalista. La misma burocracia que acusó a los revolucionarios de socavar la unidad del pueblo se reconvirtió en una nueva clase capitalista, sin que una numerosa militancia comunista, acostumbrada a obedecer sin crítica las orientaciones superiores para no afectar la unidad, pudiera hacer nada por impedirlo.
Como demuestran las experiencias socialistas del siglo XX, la unidad es imprescindible para defender la Revolución, pero por sí sola será insuficiente para profundizarla, que es el único modo de evitar su derrota.
Ella deberá ir acompañada de un control popular sobre la burocracia, es decir, de un efectivo ejercicio de poder popular, y de un activo, propositivo y comprometido pensamiento crítico de izquierda.
Una de las características más descollantes de la década del sesenta en Cuba fue la existencia de un debate muy intenso sobre los más diversos aspectos de la cultura, la ideología, la economía y, por supuesto, la política, impelidos sus protagonistas por una Revolución que transformaba o pretendía transformarlo todo, desde los rumbos más generales de la economía hasta los contenidos y métodos de la educación preescolar, pasando por todas las relaciones sociales y la vida cotidiana. Y todo esto cuando la Revolución comenzaba, cuando casi todo estaba por hacer, cuando se suponía era más débil, cuando era más agresivo el acoso.
La única manera que tiene una Revolución de no caerse es avanzar siempre hacia adelante, no detenerse, no «normalizarse», no dejarse secuestrar por el sentido común, no dejarse encorsetar por los límites de lo posible. A la par de las transformaciones económicas, el socialismo debe crear una nueva cultura, diferente y opuesta al capitalismo, nuevos valores, nuevas relaciones sociales. La transición socialista sólo puede avanzar como resultado de una planificación, una voluntad política y una movilización enorme de los sentimientos y aspiraciones trascendentes de la gente.
Es lógico, normal y hasta deseable que entre los revolucionarios surjan innumerables puntos de conflicto, polémicas, visiones distintas sobre los caminos a seguir y las medidas a tomar.
Es natural, porque en la esencia misma del ser revolucionario, en su naturaleza, está la comprensión crítica del mundo circundante, el arribo a conclusiones propias y la lucha con pasión por transformarlo. En un proceso como la revolución, donde confluyen tantos rebeldes e inconformes, son inevitables las contradicciones. Es saludable para la revolución cuidar porque siempre estas diferencias puedan expresarse, ventilarse, en un ambiente de debate, libre y franco, y que la unidad que resulta indispensable para su defensa se construya sobre el consenso generado a partir de la discusión abierta entre distintas posiciones revolucionarias. Una unidad construida de esa manera no consideraría las discusiones y los conflictos entre revolucionarios como algo dañino y peligroso que debe ser atajado, conjurado y prevenido, cubierto con el manto del silencio y constituir materia del olvido para la historia, sino como expresión de vitalidad y como estado natural de existencia de las revoluciones.
Lo que sí sería perjudicial para la revolución y su proyecto de liberación, a la corta o a la larga, con el pretexto de no dar espacio al enemigo, es la unidad construida verticalmente sobre la obediencia acrítica, el unanimismo y la disciplina sin cuestionamientos de las disposiciones dictadas desde organismos superiores, una unidad que penalice la diferencia, banalice el debate o lo convierta en la eterna catarsis o recogida de opiniones, que no reconozca la existencia de distintas concepciones sobre el socialismo y que ellas tienen derecho a expresarse organizadamente, aunque no sean las consideradas correctas desde las estructuras de poder. En el clima asfixiante de una unidad obtenida así, lo único que se fomenta es la doble moral, el oportunismo y el arribismo. La mejor formación de un revolucionario es el debate y la lucha ideológica constantes. La discusión sincera no puede más que fortalecer la implicación y la unidad de los sectores más firmemente comprometidos con la revolución y el socialismo.
El poder que legítimamente ha tenido la dirección histórica de la Revolución, con el respaldo del pueblo y en su nombre, y que ha permitido sostenernos en las condiciones más adversas, no puede ser transferido a una burocracia que vele en primer lugar por sus propios intereses y que podría jugar un papel contrarrevolucionario, como ya sucedió en la URSS; sino al pueblo organizado en estructuras funcionales que le permitan tomar las decisiones fundamentales del país y controlar todo el aparato estatal, administrativo y económico.
Imposibilitados de usar los viejos látigos del capitalismo si de verdad queremos alcanzar objetivos trascendentes de emancipación, el único modo que tenemos de aumentar la productividad y la eficiencia, de generar crecimiento económico por medios socialistas, es a través de la conciencia, de la educación, de la formación de nuevos hombres y mujeres, y de nuevas relaciones sociales de producción entre ellos. En este sentido, el control real de los trabajadores sobre la política y la economía es una necesidad vital de la transición, su modo de existencia, y la principal forma que tiene para desarrollar las fuerzas productivas en un sentido socialista.
Es completamente legítimo que la Revolución use todos los medios a su alcance para defender el poder conquistado hace 60 años y no brinde espacio ni representación a ningún proyecto contrario a ella.
Lo que sí creo firmemente es que dentro de la Revolución hay varios proyectos y caminos, y esos sí deben gozar de espacio, libertades y posibilidad de expresión en igualdad de condiciones.
Algunos pudieran alegar que eso debilitaría la unidad y le haría el juego a los propósitos del enemigo. Una unidad consciente como resultado del consenso entre distintas posiciones revolucionarias después de un debate libre y abierto será siempre más sólida que la obtenida a través de la obediencia y el unanimismo.
Una Revolución sólo puede existir si es capaz de pensarse constantemente, de revisarse, de renovarse, es decir, de revolucionarse permanentemente. Debe subvertirse una y otra vez para conseguir el avance de todas las liberaciones y el retroceso de todas las dominaciones.
Si el poder deja de ser un instrumento para la liberación y pasa a ser un fin en sí mismo, habremos errado el rumbo del socialismo.
Notas:
*Licenciado en Historia por la Universidad de Oriente (2005); Máster en Estudios Cubanos y del Caribe (2007); Doctor en Ciencias Históricas (Universidad de La Habana, 2016). Es Profesor Titular y jefe del Departamento de Historia y Patrimonio Universitario de la Universidad de Oriente. Miembro de la Cátedra de Estudios Históricos del Estado y el Derecho Leonardo Griñán Peralta, y presidente de la Cátedra Honorífica para el estudio del pensamiento y la obra de Fidel Castro en la Universidad de Oriente. Secretario de Actividades Científicas de la filial provincial de la Unión de Historiadores de Cuba (UNHIC) en Santiago de Cuba. Investigador adjunto de la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado de la República de Cuba. Premio de Ensayo Histórico-Social “Juan Pérez de la Riva”, de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), 2017.
Fuente: https://medium.com/la-tiza
Sí, con sus diferentes concepciones, criterios y matices acerca de la construcción del socialismo, esta es nuestra verdadera izquierda, definida en sus dichos y hechos como inequívocamente revolucionaria, antimperialista y anticapitalista, incluso en un ámbito más variado y amplio que el del Partido Comunista. Y también creo muy importante identificarla desprejuiciadamente, sin sectarismo alguno, reconocerle y respetarle espacio, y promover dentro de ella, mediante el debate, los consensos necesarios. Siempre bien diferenciada de la seudoizquierda que procura erosionar y debilitar la unidad revolucionaria y preconiza el ‘capitalismo mejorado’, esa que alguien mordaz acierto calificó de ‘izqmierda’, como encubierta quintacolumna de la subversión y la contrarrevolución.