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La clase baja de Japón: sin recursos para salir solos del atolladero

Hashimoto Kenji*
En Japón hay 9 millones de personas en situación de pobreza, un 14 % del total de la población trabajadora.

La clase baja (underclass) está formada por aquellos con un empleo irregular, sin incluir a profesionales especializados o en puestos directivos y amas de casa que trabajan a tiempo parcial. Sus contratos conllevan inestabilidad y unos ingresos acusadamente bajos.

Hubo una época, entre los años setenta y ochenta, en que se decía que toda la sociedad nipona era de clase media. Según las estadísticas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), Japón era uno de los países con menor desigualdad económica y estaba a un nivel equiparable al de los países escandinavos. Las encuestas de opinión indicaban que un 90 % de los ciudadanos consideraba tener un nivel de vida “medio”. Cabe apuntar que prácticamente se trata de una cifra con trampa, ya que las estadísticas de entonces no eran tan precisas como las de hoy en día y ese 90 % englobaba los tres niveles centrales de un total de cinco respuestas a elegir: alto, medio-alto, medio, medio-bajo y bajo. Aun así, la mayoría de los japoneses, cuyo nivel de vida había mejorado radicalmente gracias a una era de crecimiento económico acelerado de quince años iniciada a finales de los cincuenta, creían en el mito del ichiokusōchūryū, según el cual todos eran de clase media.

Pasada aquella época de bonanza, la disparidad económica aumentó a marchas forzadas. El coeficiente de Gini, que indica el nivel de desigualdad de 0 a 1 (cuanto más alto, mayor desigualdad), tocó fondo con un valor de 0,349 en 1980, para luego empezar a remontar y llegar a 0,498 en 2001 y 0,559 en 2016. Las diferencias se ampliaron por igual en todos los aspectos: por profesiones, por tamaño de empresa y por sectores. En la actualidad Japón también es el segundo país del G7 con un mayor índice de pobreza, una variable que determina la proporción de ciudadanos con bajos ingresos y dificultades financieras. Cuando quisimos darnos cuenta, habíamos caído en la inequidad. Ahora la mayoría de los japoneses comprenden que no viven en una sociedad de clase media, sino en una sociedad desigual.

A medida que las desigualdades se agrandaban, Japón se fue transformando en una titánica sociedad estratificada que consolidó sus características como un nuevo tipo de sociedad de clases.

La sociedad capitalista, por definición, está dividida por clases, es decir que es una sociedad estratificada. Los científicos sociales contemporáneos han identificado la existencia de cuatro clases; las más representativas son la capitalista, compuesta por los empresarios que controlan la producción y los accionistas, y la obrera, formada por los trabajadores que son contratados por los empresarios. Los dos estratos restantes corresponden a la clase media. El primero, conocido como nueva clase media, incluye a aquellos que se posicionan entre el empresario y los obreros en la empresa y administran, gestionan la producción y se encargan del desarrollo técnico. El segundo, la antigua clase media, agrupa a los profesionales independientes —como agricultores y trabajadores autónomos— que gestionan su propio negocio como la clase capitalista, pero a la vez desempeñan el trabajo como la clase obrera. A esta clase media se la llama antigua porque ya existía mucho antes de que surgiera la sociedad capitalista.

ONGs. ayudan con la alimentación de los más pobres

Como es lógico, estas clases forman una jerarquía económica en cuya cúspide está la clase capitalista y cuya base forma la clase obrera, con las dos clases medias entre ambas. Así pues, la clase baja de la sociedad capitalista corresponde a la clase obrera. La clase capitalista no puede ofrecer a la clase obrera salarios escasísimos que apenas le permitan sobrevivir porque necesita que siga trabajando con ahínco para mantener su negocio y, si no forma familia con hijos, las empresas se quedan sin relevo de mano de obra. De ahí que, al menos desde que entramos en la era de los derechos humanos básicos, se garantice a la clase obrera un sueldo que le permita mantenerse sin problemas y sin riesgo de despidos arbitrarios.

La clase obrera comenzó a escindirse con la burbuja económica de finales de los años ochenta. Las empresas se veían ante la necesidad de ampliar la plantilla por la excelente coyuntura pero temían que, si contrataban empleados regulares, no iban a poder echarlos más tarde si las cosas se torcían. La solución que aplicaron fue contratar a los recién graduados como empleados irregulares; a estos trabajadores se los bautizó como furītā (neologismo surgido de la abreviación de free Arbeiter, ‘trabajador libre’). Así fue como los jóvenes se sumaron a la población de empleados irregulares, de la que ya formaban parte muchas de las trabajadoras casadas.

El estallido de la burbuja a principios de los noventa desató una crisis económica. Las empresas limitaron la admisión de empleados nuevos y normalizaron la contratación de jóvenes graduados como irregulares en lugar de como regulares. La tendencia se disparó especialmente en la segunda mitad de los años noventa, cuando muchos de los recién egresados no pudieron optar a empleos regulares. Aquella época pasó a conocerse como la era glacial del empleo, etiqueta que también se colgó a la generación que se vio afectada por ella. Los que se llevaron la peor parte y aquellos en quienes se concentra el problema de aquella era glacial son los que se graduaron entre 1999 y 2004 y ahora rondan los cuarenta años.

Mientras que en Norteamérica y Europa no es nada raro que los que acaban de terminar los estudios no encuentren trabajo, aquella fue la primera vez que eso sucedía en Japón después de que el país se restableciera de la Segunda Guerra Mundial. Además, como aquí se daba por sentado que solo se contrataba como nuevos empleados a los recién egresados, muy pocos trabajadores entraban en una nueva empresa años después de haber completado su educación. De ahí que gran parte de la generación de la era glacial del empleo se quedaran estancados en empleos irregulares con sueldos bajos y no llegaran a convertirse en empleados de pleno derecho.

La situación que acabamos de describir se ha prolongado durante treinta años. Los jóvenes que salieron de la universidad durante la burbuja económica ya están en la cincuentena. Así es como una gran proporción de la población joven y de mediana y avanzada edad en Japón ha pasado a formar una gigantesca masa de trabajadores irregulares.

No cabe duda de que los que componen esa masa de la que hablábamos pertenecen a la clase obrera. Sin embargo, solo optan a un salario tan exiguo que a duras penas les da para mantenerse a flote, por lo que lo tienen difícil para casarse y criar hijos les supone una hazaña heroica. Las amas de casa que trabajan a tiempo parcial, aunque también sean empleadas irregulares, al menos cuentan con los ingresos del marido. En cambio, las generaciones que entraron en el mercado laboral mediante el empleo irregular tras la burbuja económica y los jóvenes de ahora no tienen esta ventaja. Así es como en Japón se ha creado una nueva clase baja de dimensiones formidables. La expresión que se está popularizando para referirse a esos trabajadores irregulares (excluyendo a las mujeres casadas que trabajan a tiempo parcial) es underclass (‘clase marginada’), un término que en los países anglófonos tiene un matiz discriminatorio y designa principalmente a la clase pobre que forman ciertas minorías; en este artículo lo usamos simplemente para referirnos a la clase pobre con empleo inestable e ingresos reducidos.

Para traducir este fenómeno a cifras, veamos el gráfico de abajo, que indica la evolución cuantitativa de la clase obrera (sin incluir puestos directivos y profesionales especializados) con empleo irregular entre 1992 y 2017. La población con empleo irregular, que en 1992 era de 9,92 millones, se multiplicó rápidamente hasta alcanzar los 17,39 millones en 2017. Además, mientras que las amas de casa con trabajo a tiempo parcial representaban el 60 % de los empleados irregulares en 1992, en 2002 ya sumaban menos del 50 % y la underclass era mayoría. Aunque esta clase desfavorecida encogió ligeramente de 9,29 millones en 2012 a 9,13 en 2017, sigue constituyendo el 14,4 % de la población trabajadora y casi un 25 % de la clase obrera.

También están las personas que han perdido el empleo o que no trabajan, a las que podíamos llamar “vecinas” de la underclass, que ascienden a casi 3 millones de personas, sin contar a los mayores de 60 años y las amas de casa. Si las sumamos a la underclass propiamente dicha, Japón tiene una clase marginal de 12 millones en sentido amplio.

El gráfico de abajo compara la situación económica y vital y la conciencia de launderclass con las de otros estratos sociales. No hemos incluido a los mayores de 60 años en la underclass porque parte de ellos recibe pensiones de jubilación. Todos los cálculos se basan en los datos de la Encuesta Nacional de Estratificación y Movilidad Social que los sociólogos japoneses elaboran cada diez años.

Los ingresos individuales de la underclass son de tan solo 1,86 millones de yenes y los familiares, de 3,43 millones de yenes. 

La tasa de pobreza de la underclass asciende a un 38,7 %.

El porcentaje de los hogares sin ningún tipo de capital (ahorros, propiedades inmobiliarias o similares) es del 31,5 % en la clase menos favorecida.

La proporción de personas no casadas en la underclass resulta especialmente impactante: un 66,4 % de los hombres y un 56,1 % de las mujeres nunca han contraído matrimonio.

La underclass tiene un nivel destacablemente bajo de satisfacción con su trabajo y su estilo de vida, y es el colectivo en que menos personas se consideran felices.

Más del 40 % de la población underclass se siente muy preocupada por su futuro.

Un 20 % de las personas incluidas en la underclass sufren trastornos mentales como la depresión. Aunque en el gráfico no se aprecie, esta cifra asciende al 44 % en el caso de los varones en la veintena, que parecen verse sometidos a una presión psicológica considerable. A estos se les suman la gran cantidad de jóvenes que no logran encontrar trabajo debido a la crisis del coronavirus.

En las últimas tres décadas, Japón ha pasado a tener una cifra astronómica de personas cargadas de dificultades económicas y sumidas en la ansiedad y la depresión. Para colmo, la contratación de empleados irregulares atraviesa una crisis por culpa de la pandemia. Hay que reconocer que a Japón le espera un futuro sombrío a menos que las penurias y preocupaciones de esos ciudadanos se eliminen y se cree una sociedad en la que todo el mundo pueda vivir con tranquilidad, casarse y tener hijos. Los integrantes de la underclass lo tienen muy difícil para salir de la situación por su propio pie. Urge tomar medidas enfocadas al futuro, empezando por corregir la desigualdad entre el empleo regular y el irregular y por aumentar considerablemente el salario mínimo.

En la Unión Europea están prohibidas las desigualdades derivadas del tipo de contrato de trabajo y hay países que incluso ofrecen salarios por hora especialmente elevados a los empleos irregulares para compensar su inestabilidad laboral. En Japón, por el contrario, el trato discriminatorio en función del tipo de contratación se pasa por alto en la práctica y, aunque en los últimos años se han adoptado ciertas iniciativas para paliar el problema, las medidas son todavía insuficientes.

El salario mínimo promedio en Japón es de solo 902 yenes la hora, una cifra considerablemente más baja que en los países de la Unión Europea. En Estados Unidos tampoco es nada elevado (7,25 dólares, unos 767 yenes), pero la mayoría de los estados fijan salarios mínimos más generosos y en años recientes se avanza hacia una mejora con iniciativas como la de Florida de aumentar la cifra hasta los 15 dólares (unos 1.600 yenes) a lo largo de un quinquenio. Teniendo en cuenta su alto nivel de precios, Japón debería elevar el salario mínimo por lo menos a 1.200 yenes la hora, en vista de acabar alcanzando los 1.500. Transformar de un plumazo el empleo irregular en regular no es viable, pero si al menos aplicáramos las medidas que aquí se proponen, el trabajo irregular permitiría llevar una vida holgada y tener hijos si trabajaran ambos miembros de la pareja.

Con todo, la actual Administración se muestra pasiva con las medidas para mejorar las condiciones del trabajo irregular. Quizás la iniciativa más efectiva para evitar que Japón siga en el sendero hacia la decadencia sea cambiar a un Gobierno dispuesto a abordar el problema y minimizar la desigualdad y la pobreza.

Notas:

*Periodista

Fuentes:www.nippon.com

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