Nuestra América

Guatemala en su laberinto de inequidad

Por Alberto Miguel Sanchez*- El antiguo sueño de una nación centroamericana unida parece solo una utopía inalcanzable en estos tiempos fragmentados de un capitalismo feroz.

Guatemala, desde el mismo proceso de conquista, muestra en su desarrollo histórico una complejidad en la que confluyen diferentes elementos distintivos. Su población, que de acuerdo al censo de 2018, alcanza los 14,9 millones de habitantes, posee casi un 50% de pueblos originarios diseminados en su territorio. Mayas, Garífunas, Xincas y afrodescendientes componen una porción relevante de los habitantes de la nación y a al mismo tiempo representan la porción que permanece en la mayor marginalidad social. A diferencia de otras naciones de la región, Guatemala muestra una importante ruralidad en sus habitantes, llegando los mismos a casi el 50% de la población.

La situación socioeconómica de los indígenas en Guatemala continúa mostrando profundas desigualdades debido a los problemas estructurales, como la exclusión social, el racismo y el despojo de sus medios de vida, que los coloca en una situación de pobreza extrema. La pobreza afecta al 75% de indígenas y al 36% de no indígenas, la desnutrición crónica al 58% de indígenas en comparación con el 38% de no indígenas.

Esta desigualdad que padecen los marginados guatemaltecos desde tiempos ancestrales ha generado en diferentes momentos de su historia situaciones de violencia como expresión natural de resistencia a la opresión. Tal vez su máxima expresión esté configurado por el conflicto armado que se desarrolló entre 1960-1996 y que dejara profundas huellas, en gran medida por la magnitud que tuvo la acción represiva contra los sectores insurgentes y contra la población civil.

De acuerdo a estimaciones, el conflicto armado interno dejó más de 200.000 víctimas y 45.000 desaparecidos, entre los que se cuentan 5.000 niños. La ferocidad desatada fue claramente direccionada contra aquellos sectores que buscaban torcer el rumbo de injusticia y saqueo a la que eran sometidas las mayorías guatemaltecas. La represión mostró incluso la singularidad sanguinaria de la casi inexistencia de presos políticos, ya que los detenidos eran ejecutados sumariamente.

El carácter antidemocrático de la tradición política guatemalteca tiene sus raíces en una estructura económica caracterizada por la concentración de los bienes productivos en pocas manos, sentando con ello las bases de un régimen de exclusiones múltiples, a las que se sumaron los elementos de una cultura racista, que es a su vez la expresión más profunda de un sistema de relaciones sociales violentas y deshumanizadoras. El Estado se fue articulando paulatinamente como un instrumento para salvaguardar esa estructura, garantizando la persistencia de la exclusión y la injusticia.

Todo este marco de polarización y de concentración de la riqueza en escasísimas manos generó las condiciones para que diferentes expresiones armadas de acción política comiencen a operar en el país buscando generar transformaciones profundas en las estructuras establecidas. Los años 60 fueron portadores de esperanzas para gran parte de los pueblos oprimidos del mundo y junto a ello fue un tiempo de profundos cambios culturales.

El ingreso triunfal de los revolucionarios cubanos en La Habana en enero de 1959, motivó a importantes intelectuales y a sectores medios a involucrarse en la vida política desde una perspectiva transformadora. Proliferan diferentes agrupaciones que van a ir conformando espacios desde donde se propaga un discurso de transformación social con profundo sentido igualitarista. Junto a ello, el papel de sectores de la iglesia apegados a los marginados del país, transmitiendo el mensaje cristiano de fraternidad y de lucha por la igualdad.

Estas formas incipientes de organización popular son las que comenzarán a recibir los golpes de la represión que buscaba de ese modo disciplinar a la sociedad y evitar que las tensiones se agudizaran. En gran parte de las regiones rurales donde los sacerdotes cristianos desarrollaban su tarea se produce la expulsión de los mismos, acusándolos de fomentar las actividades subversivas o de pertenecer a organizaciones revolucionarias.

Nacen las FAR

En 1962 se fundan las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) como confluencia de diferentes agrupaciones populares, tanto estudiantiles como de las barriadas. Posteriormente surgirán otras expresiones armadas como el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) y la Organización del Pueblo en Armas (OPA). Todas ellas desarrollaran intensa actividad, tanto en las ciudades como en las más apartadas regiones rurales del país generando un contrapoder que en diferentes momentos puso en verdadero riesgo la autoridad de las clases dominantes.

La agudización de la lucha y la necesidad de establecer formas unitarias a acción que permitan progresar hizo que los revolucionarios generen una instancia superior desde donde establecer la estrategia general y dosificar la táctica de acuerdo a los contextos particulares. Surge entonces la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) que en 1982 comienza a operar como una organización conjunta, tanto en las ciudades como en las regiones rurales del país.

Es importante mencionar que el contexto regional estaba dominado por el reciente triunfo revolucionario en Nicaragua y junto a ello, el desarrollo de la expresión combativa del pueblo salvadoreño con sus fuerzas guerrilleras. Todo ello alentaba las posibilidades concretas de avanzar en diferentes niveles de lucha y generar condiciones de una generalización de la insurgencia.

El conflicto interno guatemalteco fue la expresión más acabada de terrorismo de estado utilizando herramientas propias de lo que se denominó “guerra sucia”, dando intervención a diferentes estructuras clandestinas que se convirtieron en grupos de choque o escuadrones de la muerte y llevaron adelante innumerables acciones contra la población civil como modo de amedrentamiento.

El secuestro y asesinato de dirigentes sociales contestatarios se hizo una constante, lo mismo que las incursiones sobre comunidades rurales donde operaban los grupos irregulares, generando terror en los campesinos y su forzado desplazamiento hacia zonas controladas por el ejército, conformando lo que se denominó “aldeas estratégicas”.

La acción general del gobierno con el asesoramiento norteamericano, buscó convertir a la población civil en instrumento del terror. Por ello se crean las Patrullas de Autodefensa Civil, conformando verdaderos grupos de tarea paramilitares impuestos para reunir a vecinos de una comunidad con el fin de involucrarlos en acciones represivas de control poblacional.

A mediados de los años 80, las fuerzas revolucionarias comenzaron a debatir la posibilidad de avanzar hacia un proceso de pacificación, por un lado para detener las masacres indiscriminadas sobre la población civil y por otro, porque era evidente que la fuerza armada guerrillera había sido golpeada severamente aunque de ningún modo aniquilada.

Las estructuras guerrilleras guatemaltecas poseían particularidades en relación a otras fuerzas de países vecinos. Por un lado, contaban con una logística propia, no se basaban en el apoyo exterior respecto del armamento y fundamentalmente las características geográficas del país con abundancia de regiones selváticas y montañosas favorecían el desarrollo de la lucha irregular y su permanencia en el terreno a resguardo de posibles incursiones oficiales. Ello incidió de modo distintivo en la apertura de las conversaciones de paz y permitió que la guerrilla estableciera una negociación acorde a sus necesidades y a sus tiempos.

Planes de paz

Diferentes instancias internacionales operaron en el intento de pacificar la región central del continente. El Grupo de Contadora fue una de sus primeras expresiones, que desde las presidencias de México, Colombia, Panamá y Venezuela buscó establecer mecanismos de diálogo por fuera de la influencia estadounidense. Luego fue el Grupo de Apoyo que lo constituían Argentina, Perú, Uruguay y Brasil que generó el consenso de la política latinoamericana en relación a los conflictos del continente y particularmente de Centroamérica.

La URNG, aprovechando el descrédito internacional que tenía el gobierno guatemalteco por las constantes violaciones a los derechos humanos, exigió como condición previa para iniciar conversaciones de paz, la democratización del país. Ello recién se producirá en 1986 con la asunción de Vinicio Cerezo Arévalo quien comenzará a establecer los contactos que permitieran generar condiciones de entendimiento para poner fin al conflicto. Recién en 1996 y durante el gobierno de Álvaro Arzú se avanzó decididamente en el sentido negociador arribando a acuerdos que tendrán tremenda importancia al plantear la modernización del país sobre la base de permitir el acceso de la mayor parte de la población nacional a los bienes que producen riqueza y, con ello, dar atención a necesidades insatisfechas, considerando que las inconformidades que han causado la insatisfacciones de las necesidades han sido la fuente de los conflictos armados.

Finalmente en diciembre de 1996 en la ciudad de Oslo, Noruega y con la participación de las Naciones Unidas en calidad de moderadores, se firmó el “Acuerdo sobre el definitivo cese al fuego” que fue el puntapiés para que la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) se incorporara a la vida política legal y direccionara toda su estructura organizativa hacia la conformación de una fuerza nacional que exprese la voluntad de los sectores postergados del país.

La lenta construcción de la esperanza

Luego de más de 30 años de democracia ininterrumpida y luego de 8 mandatos elegidos por el sufragio popular, las causas estructurales que condujeron al conflicto armado siguen presentes y de algún modo agravadas por mayores índices de injusticia social, marginación y fundamentalmente por un sistema político que no ha sido capaz de generar condiciones de participación ciudadana ni tampoco abrir canales que permitan al pueblo sentirse verdaderamente representado por aquellos que ocupan cargos ejecutivos o legislativos.

Según datos de la Encuesta de Opinión Pública de América Latina (LAPOP) del  año 2018, Guatemala es el país del continente con menos adhesión a la democracia. Menos del 50% de la población apoya la democracia, cifra que ha caído desde el 52,7% en 2004 al 48,4%. Incluso, el 24,4% de la población respaldaría un golpe del ejecutivo (que el presidente cierre el Congreso) si el país se enfrentara a dificultades. En 2014 el porcentaje de guatemaltecos que expresó apoyo a un golpe de este tipo era del 14%. Además, es de los países latinoamericanos que menos confía en los partidos políticos como herramientas para canalizar las demandas socioeconómicas y políticas de la ciudadanía.

La democracia guatemalteca es débil y carece de verdaderas representaciones de los sectores sociales más perjudicados. La organización revolucionaria que acordó la paz en 1996 y se transformó en un partido político para participar electoralmente, no ha logrado estructurar propuestas unitarias y si bien en sus primeras experiencias electorales tuvo aceptables resultados, luego comenzó a sufrir fracturas que hicieron perder cualquier posibilidad de incidir en el panorama político nacional.

Las continuas rupturas, la imposibilidad de establecer políticas claras en relación al papel de los sectores revolucionarios en un contexto de democracia burguesa y la pérdida de real influencia en las organizaciones de masas no permite elaborar una estrategia de construcción de un programa revolucionario que tenga la capacidad de accionar dentro de los márgenes que establece la legalidad pero en un claro sentido de transformación.

El distanciamiento de las masas y la apatía hacia la política como acción indispensable de cambio generan incertidumbre y en situaciones límites pueden llevar a estallidos sin ninguna dirección ni objetivos claros y que acaben solo favoreciendo a los sectores dominantes para agudizar la explotación y la represión.

El antiguo sueño de una nación centroamericana unida parece solo una utopía inalcanzable en estos tiempos fragmentados de un capitalismo feroz. Sin embargo la energía del pueblo está latiendo en cada pequeño espacio donde se expresan las injusticias cotidianas.

Los revolucionarios guatemaltecos tienen el desafío de construir la esperanza en un país donde el 60% de la población vive por debajo de la línea de pobreza y con un 49% de niños desnutridos. Tal como lo declarara el ex Comandante guerrillero Pablo Monsanto: “Solo un movimiento nacional unificado de protesta podrá parar la depauperación a la que están arrastrando a la población entera; como lo están haciendo los pueblos del sur del continente Latinoamericano tomando las calles y las instituciones hasta que cedan en una negociación que beneficie a la población en general”.

Sin dudas la unidad y la inserción real en las masas permitirán desarrollar acciones y políticas que se sustenten en el tiempo. Junto a las protestas, más que justas, es indispensable que los revolucionarios generen una alternativa que las mayorías guatemaltecas vayan asumiendo como un camino posible hacia un futuro mejor.

Tomando como base el abordaje que hace Monseñor Rodolfo Quezada Toruño, ex-coordinador de la Comisión de Paz, el conflicto armado guatemalteco tuvo su origen, por una parte, en la situación de inhumana pobreza en que desde tiempos ancestrales ha sobrevivido la inmensa mayoría de los guatemaltecos. Mientras que a un sector muy reducido de la población le han abundado los bienes y servicios. Ingentes han sido los problemas derivados del analfabetismo, la falta de educación, el deficiente cuidado de la salud, la carencia de vivienda, el grave problema agrario, la exclusión y marginación de las etnias indígenas, la fragmentación de la misma sociedad guatemalteca, etc.

Por otra parte, el país ha contado con instituciones debilitadas, abundando los regímenes dictatoriales. Estos hechos han permitido que los gobiernos no hayan sido capaces de implementar medidas audaces para hacer posible que el mayor número de guatemaltecos accediera a los bienes y servicios que requieren para su realización personal y familiar. Por ello, se habla de la persistencia de una injusticia institucionalizada.

*Alberto Miguel Sanchez es historiador argentino, forma parte del Movimiento Solidaridad con Cuba y es colaborador de PIA Noticias.

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