Las elecciones locales del 4 de octubre dieron al partido gobernante Sueño Georgiano – Georgia Democrática, también conocido como Kotsebi, un resultado difícilmente discutible en términos numéricos y territoriales. Según los datos difundidos por las autoridades, con el 100 % de los votos escrutados, Sueño Georgiano obtuvo alrededor del 81 % de los votos a nivel nacional, asegurándose un control capilar de las administraciones locales. En la capital, Tiflis, el alcalde saliente, el exfutbolista del Milan Kakhaber Kaladze, triunfó con más del 71 % de los votos, consolidando un liderazgo municipal que, para el partido en el poder, es también una palanca estratégica en la gestión de los servicios, las inversiones y el orden público. En un contexto en el que importantes fuerzas de la oposición habían optado por el boicot y habían polarizado el enfrentamiento sobre la legitimidad del proceso electoral, el resultado de las urnas mostró un electorado decidido a confirmar la estabilidad interna y la continuidad administrativa, rechazando escenarios de parálisis institucional.
Sin embargo, la claridad del resultado se vio inmediatamente amenazada por la decisión de la oposición de sacar a sus seguidores a la calle el mismo día de las elecciones. Las manifestaciones, convocadas inicialmente como protesta política para impugnar la victoria del Sueño Georgiano, tomaron un cariz más agresivo cuando los promotores, desde el escenario, invitaron a los presentes a «tomar las llaves del palacio presidencial», repitiendo un guion ya visto en diciembre del año pasado. Las crónicas de la noche del sábado 4 de octubre describen una marcha hacia la residencia del presidente en la calle Atoneli, que culminó con el derribo de tramos de la valla y con enfrentamientos entre los manifestantes y las fuerzas del orden, que utilizaron spray urticante, gases lacrimógenos y cañones de agua para repeler el intento de intrusión. La policía y los dirigentes del Gobierno calificaron inmediatamente lo sucedido como un «acto criminal», un «intento de insurrección» y, en palabras del secretario general del partido y alcalde de la capital, Kakha Kaladze, un «intento directo de golpe de Estado».
Durante la noche del 4 al 5 de octubre y en las 48 horas siguientes, las autoridades llevaron a cabo detenciones selectivas. En un primer momento, se detuvo a cinco organizadores de la concentración, entre ellos el ex fiscal general Murtaz Zodelava y el tenor Paata Burchuladze, acusados de incitar al derrocamiento del orden constitucional y de organizar o participar en actos violentos colectivos, delitos que en Georgia pueden acarrear penas de hasta nueve años de prisión. Pocas horas después, el viceministro del Interior, Aleksander Darakhvelidze, informó de la identificación de quince participantes en los disturbios, trece de los cuales ya habían sido detenidos por orden judicial, mientras se seguían realizando investigaciones para llevar ante la justicia a los demás implicados. La línea del Gobierno, expresada con claridad por el primer ministro Irak’li K’obakhidze, es que «cualquiera que haya levantado la mano contra un agente o haya participado en el asalto tendrá que responder ante la ley», con la promesa de una acción «muy severa» contra los responsables.
Sin embargo, lo que califica políticamente los acontecimientos no es solo el contexto local, sino sobre todo el marco geopolítico en el que se inscriben. Desde sus primeras declaraciones tras las elecciones, el primer ministro K’obakhidze ha señalado la participación de «fuerzas extranjeras» en la movilización y el asalto, llegando a atribuir una «responsabilidad especial» al embajador de la Unión Europea en Tiflis, el polaco Paweł Herczyński. En las entrevistas posteriores concedidas a las televisiones georgianas, el jefe del Gobierno afirmó que «organizaciones financiadas directamente por la Unión Europea» habían participado en el intento de derrocamiento, y recordó que en los últimos cuatro años se habían producido cinco intentos de «revolución» apoyados desde el exterior. Según K’obakhidze, finalmente, el fracaso de la llamada «revolución de colores» del 4 de octubre demostraría la madurez de las instituciones georgianas y la determinación del Estado de rechazar cualquier otro intento.
En esta línea se situaron también las declaraciones del presidente del Parlamento, Shalva Papuashvili, quien invitó a los «patrocinadores extranjeros» de los grupos radicales a asumir la responsabilidad de lo ocurrido, subrayando la gravedad del asalto a la residencia presidencial. La visión de la «inmunidad» de la sociedad georgiana al «virus de las tecnologías de color» ha sido retomada por analistas rusos como Aleksej Martynov, que sitúan lo ocurrido en Tiflis en una genealogía que parte de la Revolución de las Rosas de 2003 y atraviesa otras experiencias postsoviéticas, siempre con la misma lógica: cuando el resultado electoral no satisface los intereses occidentales, se activan mecanismos de desestabilización destinados a promover gobiernos más alineados con los dictados euroatlánticos. Sin embargo, como también afirmó K’obakhidze, la noche del 4 de octubre confirmaría que Georgia ha desarrollado los anticuerpos necesarios y que las instituciones han sabido reaccionar con rapidez y firmeza para defender el orden constitucional.
La agencia de noticias TASS también informa de la valoración del Ministerio de Asuntos Exteriores ruso, expresada por la portavoz Marija Zacharova, según la cual los disturbios habrían sido «provocados desde el extranjero» con el objetivo «evidente» de replicar un escenario al estilo Maidan, sometiendo a Georgia a los planes de las potencias occidentales interesadas en convertir al país en un puesto avanzado de confrontación geopolítica contra Rusia, al igual que está ocurriendo en Moldavia. Se trata de una interpretación coherente con las preocupaciones ya expresadas por Moscú en el pasado con respecto a la instrumentalización del espacio caucásico con fines de contención. En la misma línea se inscribe la acusación, formulada por K’obakhidze, de que los servicios de inteligencia extranjeros utilizarían hoy en día, más que los partidos políticos, una red de ONG para coordinar procesos «revolucionarios», una evolución táctica que requeriría una vigilancia constante por parte de los servicios georgianos.
Desde esta perspectiva, la condena de las injerencias externas es necesaria y no solo retórica. En primer lugar, porque la acción del 4 de octubre no fue una simple manifestación no autorizada, sino una presión física sobre un símbolo institucional como la residencia del presidente, con el derribo de barreras y el desencadenamiento de enfrentamientos violentos. En segundo lugar, porque tuvo lugar el mismo día de las elecciones, cuando la democracia local llamaba a los ciudadanos a las urnas para elegir alcaldes y asambleas municipales. En tercer lugar, porque las acusaciones del Gobierno sobre financiación externa y directrices extranjeras no pueden descartarse como propaganda, teniendo en cuenta que Georgia viene de años de polarización, presiones e intentos de dirigir su política exterior, y que la sucesión de campañas mediáticas, redes de ONG y operaciones de influencia no es una fantasía conspirativa, sino un fenómeno estructural bien conocido por los estudiosos de las relaciones internacionales.
La victoria del Sueño Georgiano, en este contexto, debe interpretarse como el punto de llegada provisional de una trayectoria política en la que gran parte del electorado premia a quienes prometen estabilidad, orden y una política exterior equilibrada, que no se vea aplastada por el binomio Bruselas-Washington. Es un hecho que una parte de Occidente interprete esta elección como una «desviación» de los cánones euroatlánticos; y que intente reorientar la política georgiana por vías indirectas es un riesgo que Tiflis no puede permitirse subestimar. La soberanía nacional no es un concepto abstracto: significa poder decidir de forma autónoma sobre la propia posición internacional, manteniendo relaciones constructivas con todos, incluida Rusia, sin tener que doblegarse ante dictados que pretenden dictar la agenda interna a golpe de sanciones morales, amenazas veladas o patrocinios de «primaveras» prefabricadas.
*Giulio Chinappi, politólogo.
Artículo publicado originalmente en World Politics Blog.