Un G20 en África, sin Estados Unidos: la grieta en el decorado
Lo viejo no termina de morir, lo nuevo no termina de nacer, y África está en el centro de ese parto incómodo de un nuevo orden mundial y se debate entre la disyuntiva que le plantean las viejas y nuevas potencias.
En este cambio de escenario de dio esta cumbre del Grupo de los veinte que, desde su creación, funcionó como un gran espacio ordenado del capitalismo global: se juntaban las principales potencias, sumaban algunos países “emergentes” para mostrar diversidad y, entre café, fotos de unidad, algún manifiesto global y consenso, definían el tono de la economía mundial. El Sur Global entraba a ese espacio como invitado, rara vez como protagonista. Johannesburgo alteró esa coreografía: por primera vez, la cumbre se hizo en África, con presidencia sudafricana, y la voz que organizó la agenda no vino de Washington, Bruselas o Tokio, sino desde el sur del continente africano. Además contó con la participación de la Unión Africana, con sus conflictos y contradicciones, usando su silla de miembro pleno y permanente lograda en la reunión de 2023 en la India.
La escena tuvo un gesto fundante: Sudáfrica decidió forzar una Declaración de Líderes sin esperar la clásica negociación interminable con Estados Unidos. Los sherpas acordaron un texto, la presidencia sudafricana lo hizo público, y Washington respondió con un boicot político abierto: el gobierno de Trump se negó a asistir, se desmarcó de la declaración y filtró a la prensa que el documento era “vergonzoso” porque no reflejaba sus posiciones.
Esa secuencia, que para el ojo distraído podría ser solo un cruce diplomático más, muestra algo mucho más profundo: el multilateralismo funcionó igual sin Estados Unidos. No colapsó la cumbre, no se suspendieron las sesiones, no se cayó el G20. Al contrario, la mayoría de países —incluyendo grandes economías occidentales— firmaron la declaración, incluso sabiendo que Washington estaba en contra.
En ese contexto, el gesto sudafricano fue más que un acto de orgullo nacional: fue una afirmación geopolítica. Aquí debemos mencionar, no como revancha sino como solo un detalle, el desplante de Trump a Ramaphosa en la reunión bilateral en Washington durante este año. Aquí fue distinto, Sudáfrica se plantó como puente entre África, el BRICS ampliado y el sistema multilateral, y dejó claro que el mundo no puede seguir orbitando alrededor de un solo centro. No es casual que China y Rusia hayan optado por una presencia más baja, enviando otros rangos y abriendo el juego a los espacios paralelos (BRICS, foros africanos, alianzas regionales): la disputa por el poder, al menos en estas reunión, se discutió en varios frentes.
Hubo además otro dato simbólico: la Unión Africana participó ya como miembro permanente, consolidando un proceso iniciado formalmente en la cumbre anterior, pero que en Johannesburgo cobró cuerpo político al hacerse sobre suelo africano.
Y mientras África iniciaba este movimiento de autonomía, hubo gobiernos del Sur que eligieron pararse del otro lado. Argentina, por ejemplo, se desmarcó de la declaración final argumentando desacuerdo con el tratamiento del conflicto en Medio Oriente, colocándose en los hechos al lado de Estados Unidos en su intento de desgastar la cumbre. Es sabida la posición del gobierno argentino, muy ligada a las decisiones que toma el amo del norte.
El tablero quedó nítido: una África que busca ser actor y no escenografía; un Estados Unidos que prefiere boicotear antes que aceptar una agenda que no controla; potencias como China, India o Brasil que ven en este movimiento una oportunidad para profundizar su influencia en el continente; y un conjunto de países del Sur que todavía oscilan entre la obediencia y la autonomía.
El clima como herida y como deuda histórica
Si hay un lugar donde Johannesburgo dejó más claro el choque entre narrativas, fue en el capítulo climático. La declaración reconoce que los países en desarrollo necesitan entre 5,8 y 5,9 billones de dólares de aquí a 2030 para cumplir sus compromisos nacionales de lucha contra el cambio climático.
Esa cifra, enorme, es algo más que un número en un párrafo: es la contabilidad material de una injusticia histórica. Durante más de dos siglos, el Norte Global industrializó su riqueza quemando carbón, petróleo y gas; extendió sus fábricas por el mundo; cimentó su bienestar sobre una huella de carbono que hoy desborda los límites del planeta. África, en cambio, casi no contribuyó a esa acumulación de emisiones, pero es la región que ahora carga con el peso más brutal de la crisis climática: sequías prolongadas en el Sahel, inundaciones devastadoras en el Cuerno de África, ciclones repetidos en el Índico, incendios forestales que avanzan hacia el sur del continente.
La declaración admite que la crisis climática “golpea de forma desproporcionada” a los países más pobres, y remarca la urgencia de movilizar financiamiento para adaptación y mitigación. Pero al mismo tiempo, la arquitectura propuesta se parece mucho a la que ya conocemos: fondos verdes, promesas de “alinear flujos financieros” con los objetivos climáticos, instrumentos complejos que dependen, en gran medida, de los mismos mercados que generaron el problema. No hay compromisos jurídicamente vinculantes ni plazos estrictos para el desembolso de esos 5,8 billones.
En África, esta discusión tiene otro matiz: más de 600 millones de personas no tienen acceso a electricidad. ¿Qué significa hablar de transición energética en un continente donde la transición básica —de la vela al foco, del generador diésel a una red mínima estable— ni siquiera ocurrió? ¿Tiene sentido que el financiamiento climático llegue en forma de préstamos que incrementan la deuda, cuando en muchos países el servicio de deuda supera el presupuesto de salud?
A esto se suma una cuestión decisiva: la transición energética mundial —que se presenta como salida “verde”— está levantada sobre nuevos pilares de extracción. La demanda global de litio, cobalto, manganeso y tierras raras se dispara, y buena parte de esos minerales está en suelo africano. La presidencia sudafricana insistió en que esos minerales críticos deben convertirse en “catalizadores de valor agregado” y no en un nuevo ciclo de exportación de materias primas sin industria.
El riesgo es evidente: que el mundo se “descarbonice” a costa de África, reproduciendo el viejo patrón colonial bajo otro color. En nombre de la transición verde se pueden justificar nuevas zonas de sacrificio, nuevos desplazamientos, nuevos enclaves extractivos desconectados del tejido productivo local. Johannesburgo puso ese dilema sobre la mesa, pero la batalla por el sentido de la transición recién empieza.

Deuda, fuga y arquitectura financiera: el nudo que ahorca al Sur
Si el clima revela la injusticia, la deuda revela el mecanismo de control. La propia declaración del G20 lo reconoce con una franqueza poco habitual: las vulnerabilidades de la deuda “pueden constreñir el espacio fiscal de los países, su capacidad para abordar la pobreza y la desigualdad, y su capacidad para invertir en crecimiento y desarrollo”. Dicho en criollo: cuanto más deben, menos pueden gobernar.
En África, la ecuación es conocida. En muchos países, el pago de intereses y amortizaciones supera el gasto en salud o educación. El Banco Africano de Desarrollo y la Unión Africana vienen señalando un dato brutal: el continente pierde unos 88.000 millones de dólares al año por flujos financieros ilícitos —evasión, manipulación de precios, fuga de capitales—, una cifra que supera con creces lo que el continente recibe en ayuda oficial al desarrollo.
Es decir: África financia al mundo mientras el mundo dice “ayudar” a África. El vaso siempre aparece al revés.
El G20 respalda el llamado Common Framework for Debt Treatments, una especie de mesa de negociación para reestructuraciones, y coquetea con la idea de intercambios deuda-por-clima o deuda-por-desarrollo. Sobre el papel suena bien: reducir deuda a cambio de inversiones en transición energética o en políticas sociales. En la práctica, sin embargo, esos mecanismos suelen venir atados a condicionamientos que mantienen el control en manos de los acreedores: se exige “confianza de los mercados”, se imponen reformas pro-privatización, se limita el margen de maniobra de los Estados deudores.
Lo que no aparece en la declaración es tan importante como lo que aparece: no se habla de auditorías integrales para identificar deudas odiosas, contraídas bajo gobiernos autoritarios o en condiciones abusivas; no se menciona la posibilidad de cancelación masiva de deudas insostenibles; no se propone un mecanismo independiente —por fuera del FMI y del Club de París— para mediar entre acreedores y deudores. En otras palabras, el sistema admite que tiene un problema, pero se niega a cambiar el diseño del grillete.
Para muchos movimientos africanos, la deuda es el verdadero campo de batalla de la soberanía en el siglo XXI. Sin ruptura con esa lógica, cualquier discurso sobre “industrialización verde”, “minerales críticos” o “valor agregado local” corre el riesgo de quedar en manos de las mismas élites financieras que lucran con los bonos soberanos y las reestructuraciones interminables.
Guerras, genocidios y la diplomacia del silencio: Gaza, Sudán, RDC
La declaración de Johannesburgo menciona los conflictos de Sudán, la República Democrática del Congo, Ucrania y los territorios palestinos ocupados, incluida Gaza. Habla de la necesidad de una “paz integral, justa y duradera”, invoca el derecho internacional, pide proteger a la población civil. Pero evita cuidadosamente las palabras que harían tambalear la comodidad diplomática de varias potencias: genocidio, limpieza étnica, responsabilidad estatal.
En Sudán, la guerra entre el ejército regular y las Fuerzas de Apoyo Rápido ha dejado millones de desplazados internos y refugiados, ciudades arrasadas, masacres documentadas en Darfur y el sitio y caída de El Fasher como símbolo de la destrucción deliberada del tejido urbano y social. Los Emiratos Árabes Unidos, Egipto y otros actores regionales están implicados en el abastecimiento de armas y financiación a las partes en conflicto, mientras las grandes potencias se mueven entre la retórica de la paz y la inacción calculada. Johannesburgo no entra en ese detalle.
En la República Democrática del Congo, las ofensivas del M23 —con apoyo de Ruanda según múltiples informes de Naciones Unidas— se superponen con las regiones más ricas en coltán y cobalto. El vínculo entre guerra y minerales estratégicos es evidente: controlar una mina es controlar una parte de la cadena global de suministro para smartphones, baterías y dispositivos electrónicos. Sin embargo, el G20 se limita a hablar de “inestabilidad” y “necesidad de soluciones regionales”, sin incomodar a los Estados que aparecen en esos informes ni a las empresas que se benefician del caos.
Y Gaza es la herida más visible y el silencio más estruendoso. Los informes de agencias de la ONU y ONG humanitarias describen hambruna inducida, destrucción sistemática de infraestructura civil, ataques reiterados a hospitales, escuelas y campos de desplazados. Diversos organismos y juristas hablan abiertamente de crímenes de guerra e incluso de posible genocidio. Pero la declaración del G20 se mantiene en el plano de las fórmulas generales, sin señalar culpables ni proponer medidas concretas de protección o sanción.
¿Por qué? Porque muchas de las potencias sentadas en la mesa —Estados Unidos, varios países europeos— son aliados militares directos de Israel o sostienen vínculos estratégicos con los actores involucrados en esos conflictos. Porque la guerra, además de tragedia humana, es negocio para los complejos militares-industriales. Y porque romper el silencio implicaría admitir que la “comunidad internacional” es parte del problema, no solo espectadora.
Johannesburgo deja, en este punto, una paradoja amarga: el G20 fue capaz de hablar con cierta franqueza de desigualdad, deuda y clima, pero se quedó casi mudo frente a los crímenes más graves que atraviesan África y Medio Oriente. La economía se puede criticar, la violencia estructural no.
África, BRICS, el Golfo y la competencia por el futuro
Detrás de la cumbre hubo un reordenamiento silencioso: en África ya no compite solo Occidente. En los últimos años, China se consolidó como el principal socio comercial del continente, financió infraestructura, puertos y ferrocarriles en el marco de la Iniciativa de la Franja y la Ruta; India expandió su presencia diplomática y técnica; Rusia avanzó en la dimensión militar y de seguridad, inicialmente a través del Grupo Wagner y ahora con nuevas estructuras; las monarquías del Golfo invierten en agricultura, logística, energía y, al mismo tiempo, participan de guerras por procura en lugares como Sudán o Libia.
- En ese contexto, el G20 africano no fue solo una reunión económica: fue un campo de competencia. Cada bloque llegó con agenda propia:
- Estados Unidos, incluso ausente en la cumbre, presionó desde afuera para evitar que la declaración avanzara en una lógica de mayor autonomía del Sur.
- La Unión Europea defendió, con matices, un enfoque más clásico: reglas, inversiones, gradualismo, sin cuestionar de fondo la arquitectura.
China, India y Brasil vieron en Johannesburgo una oportunidad para proyectar el discurso del BRICS ampliado: más peso del Sur, reforma de las instituciones financieras, énfasis en infraestructura y comercio Sur-Sur.
La presencia de la Unión Africana como miembro pleno del G20 abre, a su vez, un frente interno: ¿será la UA una correa de transmisión de los intereses de las élites de cada Estado, o podrá construir posiciones comunes que reflejen los procesos populares y las resistencias anticoloniales que crecen en el continente? Lo que venga después de Johannesburgo dependerá en buena medida de eso.
Porque África está lejos de ser un bloque homogéneo. Hay gobiernos que expulsan bases militares francesas y hablan de soberanía monetaria en el Sahel; otros firman acuerdos de seguridad con la OTAN; algunos buscan acercarse al BRICS para escapar de la tutela occidental; otros se aferran al FMI como garante de estabilidad. El G20 en África condensa esas tensiones: permite imaginar un continente que habla con una sola voz, pero también revela las fracturas internas que pueden debilitar esa voz.
¿Victoria del Sur, maquillaje del sistema o advertencia histórica?
Al final, lo que deja el G20 de Johannesburgo es una sensación ambigua, pero fértil. No se puede decir que fue una victoria del Sur Global: no se condonaron deudas, no se crearon fondos climáticos vinculantes, no se nombraron genocidios, no se reformó de raíz la arquitectura financiera. Pero tampoco fue una continuidad dócil del viejo orden: el foro funcionó sin Estados Unidos, África condicionó el tono de la declaración, la agenda se desplazó hacia temas históricamente empujados por el Sur, y muchas potencias occidentales debieron firmar un texto que no controlaban del todo.
Las centrales sindicales globales lo dijeron con precisión: es un paso adelante, pero “la ambición política es insuficiente” en áreas como salarios dignos, tributación internacional y protección social. Ese juicio vale para el conjunto de la cumbre.
Johannesburgo debe leerse, quizás, como advertencia histórica. Advertencia para las potencias del Norte, que descubren que su margen para dictar la agenda se acota. Advertencia para las élites del Sur, que sienten la presión de sus pueblos y de una geopolítica que ya no tolera subordinaciones automáticas. Advertencia, sobre todo, de que estamos en un momento de transición donde las estructuras viejas aún no caen, pero ya no alcanzan para entender el mundo.
África aparece en el centro de ese tránsito. No como víctima silenciosa, sino como espacio de disputa. La pregunta, de acá en adelante, no es solo qué dijo el G20 en Johannesburgo, sino qué hará África con esa grieta que la cumbre abrió: si la usará para negociar mejores términos dentro del mismo sistema, o si será el punto de partida para una reconfiguración más profunda, que toque la deuda, la moneda, el comercio, los minerales y, sobre todo, la forma en que el continente se piensa a sí mismo en el mundo.
El G20 en suelo africano mostró que el Sur puede hablar sin pedir permiso. Falta saber si está dispuesto a hacerlo hasta las últimas consecuencias.
*Beto Cremonte es docente, profesor de Comunicación Social y Periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación Social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP.

