Más allá de las sonrisas, los apretones de manos y los gestos diplomáticos cuidadosamente medidos, la cumbre dejó al descubierto lo que ya es evidente en el sistema internacional: Estados Unidos no puede prescindir de China, por más que intente disfrazar su dependencia bajo un discurso de poderío y “reindustrialización nacional”.
Tras una hora y media de diálogo, Trump y Xi emergieron con una lista de acuerdos puntuales: suspensión temporal de algunos aranceles, moderación de las sanciones sobre tierras raras y fentanilo, y una ampliación de las treguas comerciales alcanzadas meses atrás.
El Ministerio de Comercio chino confirmó que ambos países consensuaron un conjunto de medidas recíprocas:
- Estados Unidos eliminará el 10% de los aranceles al fentanilo aplicados a China, Hong Kong y Macao.
- China, a su vez, suspenderá nuevos controles de exportación de tierras raras durante un año.
- Washington pausará las investigaciones bajo la Sección 301 dirigidas a las industrias marítima y de construcción naval chinas, mientras Beijing hará lo propio con sus contramedidas.
- Ambas potencias extenderán por un año la pausa arancelaria previamente acordada en mayo y agosto.
En paralelo, se anunció un nuevo canal de cooperación antidroga y el compromiso de Estados Unidos de no imponer, por el momento, más restricciones a empresas tecnológicas chinas bajo su “Lista de Entidades”, una medida que amenazaba con afectar a miles de compañías del gigante asiático.
Sin embargo, los analistas coinciden en que esta serie de avances no constituyen un “nuevo paradigma”, sino una tregua táctica que permite a Washington ganar tiempo mientras intenta contener su propia crisis interna y a China mantener estabilidad comercial ante un contexto global de desaceleración.
Trump sonríe… porque no tiene otra opción
Trump, fiel a su estilo mediático, calificó el encuentro como “una gran sesión” y prometió visitar China en abril, mientras Xi haría lo mismo en Estados Unidos más adelante. Detrás de esa cordialidad ensayada, sin embargo, se esconde una realidad incómoda para Washington: el intento de aislar a China económicamente ha fracasado.
El discurso “antichino” de la administración Trump —centrado en la repatriación industrial, la desvinculación tecnológica y la confrontación estratégica— se ha topado con una verdad irrebatible: la economía estadounidense depende profundamente del tejido industrial y logístico chino.
Las cadenas de suministro globales, los minerales estratégicos, los semiconductores, e incluso los componentes médicos y farmacéuticos, siguen fluyendo desde fábricas chinas hacia el mercado estadounidense.
Por eso, más allá de su retórica agresiva, Trump necesita reabrir espacios de diálogo con Xi. Washington puede sancionar, amenazar o subir aranceles, pero no puede reemplazar a China como socio industrial ni como productor de insumos esenciales.

Xi muestra moderación, pero no cede soberanía
Xi Jinping, por su parte, volvió a mostrar el perfil que lo ha caracterizado en el nuevo orden multipolar: prudente, pragmático y consciente del poder estructural que China ya tiene. En sus declaraciones, destacó que el crecimiento económico de su país puede abrir “más espacio para la cooperación” y rechazó la narrativa estadounidense del enfrentamiento inevitable:
“Nunca hemos buscado desafiar o reemplazar a nadie. Nos concentramos en administrar bien nuestros asuntos y compartir oportunidades de desarrollo con el mundo.”
El mensaje de Xi fue tan diplomático como contundente: China no acepta tutelas. Su modelo económico y político no está sujeto a condicionamientos externos, y su papel en la economía global ya no puede ser reducido a una fábrica de bajo costo.
En ese sentido, Beijing ofreció extender la cooperación con Washington en áreas de interés mutuo, pero siempre desde una posición de igualdad soberana, no de subordinación.
Una relación asimétrica pero indispensable
La reunión en Busan fue, en esencia, un ejercicio de equilibrio diplomático. Ambos líderes necesitaban mostrarse abiertos y conciliadores: Trump, para calmar la volatilidad de los mercados y proyectar una imagen de liderazgo global antes de nuevas elecciones; Xi, para preservar la estabilidad comercial sin ceder en cuestiones estratégicas como Taiwán, la tecnología o el Mar de China Meridional.
Pero bajo la superficie de las sonrisas, la desconfianza estructural permanece intacta. Estados Unidos sigue viendo a China como su principal competidor sistémico, y China observa a Washington como una potencia decadente que se aferra a un orden unipolar ya obsoleto.
El equilibrio entre cooperación y competencia define una relación en la que ninguno puede permitirse romper el vínculo sin perjudicarse a sí mismo. Como señaló un observador chino, “Estados Unidos necesita a China tanto como dice temerla”.
La cumbre entre Trump y Xi en Busan fue más un respiro temporal que un acuerdo de fondo. Las concesiones mutuas evidencian que ambos gobiernos reconocen los límites del conflicto comercial, pero también que la rivalidad estratégica está lejos de resolverse.
En un mundo cada vez más fragmentado, la relación sino-estadounidense sigue siendo el eje que determina el pulso del sistema internacional. Sin embargo, el encuentro de Busan deja una lección: por más que el discurso político estadounidense hable de “independencia económica”, la interdependencia entre Washington y Beijing es irreversible.
Las sonrisas fueron sinceras, pero la desconfianza también. Y aunque ambos líderes se prometieron visitas y cooperación, la sombra de la competencia global sigue proyectándose sobre cada apretón de manos.
– Con información de Xinhua
*Foto de la portada: Reuters









 
									 
							 
							 
							 
							 
							