Desplazados y refugiados Europa

Frontera Norte: Europa y la política migratoria británica

Por Valeria Colombo* –
Las restricciones de movilidad derivadas del brexit y la pandemia han empujado a miles de personas migrantes a buscar una oportunidad en Reino Unido atravesando el Canal de la Mancha por mar.

La Royal National Lifeboat Institution (RNLI) es una célebre institución de socorristas voluntarias, muy querida en Gran Bretaña: los imanes con el logotipo de la RNLI en los frigoríficos de los hogares británicos son tan emblemáticos como las bolsitas de té negro y el tarro de mantequilla de cacahuete.

Promotor del Brexit e intrépido defensor de las políticas anti migratorias, Nigel Farage aparecía el pasado julio a bordo de una barquita a motor en el medio del canal de la Mancha. Detrás de podía verse una embarcación averiada con una quincena de personas a bordo que —en palabras del ex-eurodiputado— esperaban la intervención de un “taxi al servicio de las bandas de traficantes de personas”. Se refiería a la RNLI, cada vez más a menudo involucrada en los rescates de pateras en aguas del canal inglés.

¿Qué hace Farage en un buque en el medio de las aguas del estrecho entre Dover y Calais? ¿Y por qué culpa a la RNLI de complicidad con el tráfico de seres humanos? La respuesta es: propaganda.

Aunque el número total de llegadas a Gran Bretaña de hecho se redujo en comparación con el año pasado, las llegadas por mar han aumentado dramáticamente. Antes de la pandemia, las personas que intentaban arribar a Inglaterra se escondían en los camiones que transportaban mercancías a través del túnel de la Mancha o intentaban subir a los barcos que cruzaban a diario hacia Inglaterra. Sin embargo, las restricciones al transporte de mercancías desde el continente y la intensificación de los controles han limitado esta estrategia y fomentado las travesías por medio de embarcaciones. El drástico aumento —si bien relativo— de los cruces marítimos ha dado visibilidad al fenómeno, convirtiendo a las personas en busca de asilo en uno de los temas más candentes del debate político británico.

Esta vez, las calumnias contra la RNLI solo provocaron un incremento de donaciones: según el periódico The Guardian, los ciudadanos británicos juntaron 200.000 libras en un solo día en respuesta a las acusaciones del político antieuropeísta. Pero el riesgo de criminalización de los rescates, que bien conocemos en la frontera sur del viejo continente, ya parece más real también en Reino Unido. Y aún más real es la criminalización de las personas migrantes.

Durante la patrulla de observación que el grupo de voluntarios Channel Rescue organizó el pasado mes de mayo conocí a Steve. Epidemiólogo de Cambridge, es uno de los primeros voluntarios de esta organización, que se fundó el pasado verano, cuando un grupo de amigas preocupadas por el creciente clima de odio hacia los migrantes decidió lanzar una campaña de recaudación de fondos para financiar misiones de observación en el Canal de la Mancha. Recibieron 10.000 libras en solo 24 horas. Desde entonces voluntarias procedentes de todo el país se juntan en Dover, duermen en furgonetas y al amanecer se posicionan sobre los acantilados de la costa. Equipadas de prismáticos y radios miran hacia el mar. Su objetivo es garantizar que las autoridades cumplan con su obligación de respetar los derechos humanos de quienes cruzan el Canal.

Steve me cuenta que en los primeros seis meses de 2021 el grupo de voluntarias ha registrado más de ocho mil llegadas por mar. Las travesías se realizan normalmente en embarcaciones precarias, como pequeños botes inflables, no aptos para la navegación. Ha habido algunos accidentes, pero la responsabilidad no parece recaer en las instituciones. De hecho, las autoridades británicas parecen responder rápidamente a todas las llamadas de socorro. Además, desembarcan a las personas rescatadas en Inglaterra: a día de hoy no hay evidencia de devoluciones hacia el continente. Los abusos se producen después, una vez a tierra.

Maddie Harris es la fundadora de Human for Rights Network, una organización civil que ofrece apoyo legal a las personas que buscan protección internacional. Maddie me explica que el sistema de recepción británico se basa en una estrategia cuyo objetivo es crear un entorno hostil para los solicitantes de asilo, con el claro objetivo de desincentivar las llegadas al Reino Unido. La pandemia, como sucedió en toda Europa, representó un pretexto más para recrudecer ulteriormente las restricciones de acceso al país.

El sistema de recepción que me describe Maddie es muy similar al sistema europeo: quienes llegan a las costas inglesas son recibidos primero en centros con función de hot spot [puntos de identificación de personas], donde tiene lugar el reconocimiento y posibles solicitudes de protección internacional, después pasan a estructuras de acogida temporal. A la espera del resultado de las solicitudes de protección internacional, las personas solicitantes de asilo son trasladadas a hoteles donde esperan meses o años en condiciones de marginación, sin acceso a asesoría jurídica ni posibilidad de trabajar. Reciben 8 libras —o sea, unos 10 euros— por semana.

Los hoteles que albergan a los solicitantes de asilo que me describe Maddie se convierten en guetos, un limbo de incertidumbre y aislamiento social. Los solicitantes de asilo y los residentes sufren a menudo abusos, incluso acoso sexual y extorsión por parte del personal de los hoteles, pero su estado de vulnerabilidad y la falta de acceso al apoyo institucional les impide denunciar. Maddie calcula que en los 152 hoteles destinados a la acogida viven actualmente en estas condiciones entre quince y veinte mil personas.

Abdul fue rescatado por Sea Watch en 2018. Llegó a Sicilia y se juró a sí mismo y a Dios que nunca más volvería a arriesgar su vida en un bote. Pero en el septiembre del 2020 decidió volver a embarcarse y cruzar el canal de la Mancha rumbo a Gran Bretaña. Le pregunto por qué.

“Fueron las circunstancias”, me explica Abdul. Etíope de origen, el joven se desplazó durante casi dos años entre Italia, Bélgica y Francia. En su entorno circulaba el rumor que en Reino Unido los tramites administrativos son más rápidos y hay más trabajo. A pesar del escepticismo de su novia francesa, Abdul decide intentarlo, y se apunta a la travesía. Eran 17 personas en el pequeño bote, junto a un conductor, ningún chaleco y el costado de la embarcación demasiado bajo. Siete horas desde el continente hacia Gran Bretaña: el frío, la ropa mojada, y la barca hundida por los olas. “Fue una idea estúpida”, me comenta Abdul.

Pero llegó. Sin embargo, la promesa de trámites administrativos sencillos y trabajo se cumplieron solo parcialmente. De hecho, las condiciones en Reino Unido para Abdul no son mejores sino claramente peores que en los países europeos. Ha pasado un año en un albergue sin tener recursos ni siquiera para salir del barrio o elegir su comida, recibiendo alimentos que me describe como incomestibles. Ahora vive en Norwich, cerca de Manchester, y trabaja por medio de apps. “El esclavismo moderno”, dice.

La llamada “economía informal”, o sea, el mercado paralelo del trabajo no declarado, así como el trabajo gestionado a través de aplicaciones está hoy día bien desarrollado en el Reino Unido. Garantizar la independencia de la economía —liberal— británica fue uno de los ingredientes principales de la formula ganadora de la propaganda pro-Brexit en 2016. El otro ingrediente: la fobia a la inmigración.

Fue la narrativa de un Reino Unido asediado por un flujo incontrolable e impetuoso de personas migrantes y refugiadas la que condujo al inesperado éxito de la campaña anti-UE. El promotor del Brexit, Nigel Farage, agradeció sarcásticamente a la canciller alemana Angela Merkel: “sin Usted nunca lo habríamos conseguido”. El ex-eurodiputado culpa a Alemania de haber abierto las fronteras a cientos de miles de personas en búsqueda de asilo que en su camino hacia Gran Bretaña se concentraron en Calais.

Calais es una pequeña ciudad del norte de Francia; sólo veinte millas náuticas la separan de los acantilados de Dover, en Inglaterra. La aglomeración espontánea cerca de Calais, a la entrada del túnel del Canal de la Mancha, existe desde hace décadas, pero alcanzó proporciones verdaderamente críticas entre 2015 y 2016: en esos años, las organizaciones humanitarias informaron de más de ocho mil residentes en el campamento, que entretanto fue bautizado como “la jungle”, la jungla. En un mural a la entrada del campamento se lee “London Calling”, la letra “i” es el retrato de Steve Jobs del artista Banksy.

Loan Torondel fue coordinador de l’Auberge des Migrants entre 2016 y 2018, una organización de apoyo a los residentes de los campamentos en Calais. A los 22 años, fue juzgado por publicar fotos del acoso policial francés contra los solicitantes de asilo. Es difícil identificar quiénes residen en los campos alrededor de Calais, explica Loan. Pueden ser personas cuyas solicitudes de asilo han sido rechazadas, personas que nunca han solicitado asilo en Europa o personas que temen ser devueltas: “les doublinés”, las llama Loan, en referencia al controvertido Convenio de Dublín. Es probable que haya todas estas categorías. Desde la fecha nunca se ha realizado un censo de la población de los campamentos en el norte de Francia. Las condiciones de las personas desplazadas en Calais son muy duras y las instituciones fallan en mitigar las dificultades con el claro objetivo de no promover este tipo de asentamientos.

En 2018 hasta MSF (Médicos Sin Fronteras) —célebre organización internacional comprometida con responder a las emergencias sanitarias en el mundo— decidió emprender una misión de apoyo a las personas en búsqueda de asilo en Francia. Desde entonces, Loan trabaja con ellos y tiene claro algo: en los dos años que lleva trabajando en París, se ha encontrado casi exclusivamente con personas procedentes de África Occidental, una región predominantemente francófona, que espera quedarse en Francia. En cambio, la población de Calais que se dirige a Inglaterra suele proceder de Sudán, Eritrea, Egipto y Afganistán y habla inglés. No es de extrañar que sea el pasado colonial de los dos países el que determine las rutas de los que llegan a Europa.

El aspecto comunitario es obviamente decisivo para quienes se desplazan y abandonan su contexto de origen: no sólo el idioma facilita la integración social y los trámites administrativos, sino que la presencia de comunidades malienses o guineanas establecidas en Francia desde hace generaciones representa un apoyo social de confianza para las y los compatriotas, al igual que las comunidades eritreas y sudanesas en Gran Bretaña.

La jungla de Calais se desmanteló por primera vez en otoño de 2016, pero cinco años después siguen formándose grupos de personas decididas a llegar al Reino Unido. Estas personas son víctimas de la violencia y los abusos sistemáticos a manos de la policía francesa, como denuncia Loan desde el 2016. No hay perspectivas de integración de estas personas en Francia: no comparten idioma y no tienen referencias en el continente. Sin embargo, Gran Bretaña no las quiere y financia con creces una política de disuasión a través de sus acuerdos con Francia.

En resumen, el Reino Unido, al igual que España, Italia y (aunque indirectamente) Grecia, también ha adoptado políticas de externalización de fronteras. Sin embargo, esta vez quien se ensucia las manos es uno de los países europeos más influyentes: Francia. Fortaleza atrincherada tras una frontera sur militarizada, Europa se convierte en mercenaria en su frontera septentrional, donde defiende las fronteras británicas de un enemigo que no existe.

*Valeria Alice Colombo, médica de misión en Proactiva Open Arms y Sea Eye.

Artículo publicado en El Salto.

Foto de portada: Acción solidaria con las personas refugiadas sobre los acantilados de Dover

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