Este choque entre facciones no solo revela la fragilidad institucional del Estado filipino, sino que también está alimentando peligrosas narrativas separatistas y llamados velados a un golpe de Estado.
Los recientes llamamientos a la secesión de Mindanao, epicentro del poder político de los Duterte, han reavivado viejas heridas. Un video viral del congresista Francisco “Kiko” Barzaga, quien pidió la separación de la isla bajo el argumento de que Manila “roba los recursos del sur”, encendió nuevamente la mecha del regionalismo.
Aunque Barzaga proviene de Luzón —la isla donde se asienta el poder central—, su discurso imitó la retórica del expresidente Rodrigo Duterte, quien en los últimos meses ha insinuado la posibilidad de una ruptura territorial.
Analistas sostienen que este renovado impulso secesionista busca desviar la atención de los escándalos de corrupción y de la investigación de la Corte Penal Internacional por los crímenes cometidos durante la sangrienta guerra contra las drogas de Duterte.
Las declaraciones de Barzaga, amplificadas por una red de operadores digitales cercanos a los Duterte, buscan movilizar a la base del expresidente apelando al resentimiento histórico de Mindanao frente a lo que denominan “la Manila imperial”.
Un país dividido entre dos dinastías
La pugna entre el presidente Ferdinand “Bongbong” Marcos Jr. y el clan Duterte ha fracturado el panorama político filipino. Lo que comenzó como una alianza electoral terminó convirtiéndose en una guerra abierta por el control del Estado. Desde Davao, la familia Duterte mantiene un poder regional considerable, pero la ofensiva del gobierno central —apoyada por sectores empresariales y militares afines a los Marcos— ha debilitado su influencia nacional.
La vicepresidenta Sara Duterte, hija del exmandatario, enfrenta acusaciones de malversación de fondos públicos por 10 millones de dólares, mientras su padre continúa bajo el escrutinio internacional.
Ante este escenario, la narrativa del separatismo se convierte en una herramienta útil para proyectar fuerza política y victimización regional, presentando a los Duterte como los defensores del “pueblo olvidado” del sur frente a las élites de Manila.
Fragilidad institucional y tensiones militares
En este contexto, los rumores de un posible golpe de Estado impulsados por los Duterte han comenzado a circular con insistencia. Fuentes políticas locales afirman que facciones dentro de las fuerzas armadas estarían divididas entre lealtades a los Marcos y simpatías hacia los Duterte, quienes conservan respaldo entre exgenerales y mandos de la policía nacional.
El recuerdo de la dictadura de Ferdinand Marcos padre, que gobernó con puño de hierro durante dos décadas, se proyecta como una sombra sobre la actual administración.
Filipinas, una república formalmente democrática, continúa atrapada en un sistema de poder feudal, donde las dinastías familiares se reparten el control de los recursos, la justicia y los medios de comunicación. En este tablero, los ideales republicanos son poco más que una fachada para legitimar la lucha entre élites.
Crisis social y económica: el otro frente de inestabilidad
Mientras la clase política se enfrenta en el poder, la población filipina sufre una crisis económica persistente. La inflación, la devaluación del peso y el desempleo juvenil alimentan la frustración social, especialmente en las regiones periféricas.
Mindanao, rica en recursos naturales pero castigada por la pobreza y la violencia, se ha convertido en un símbolo de las desigualdades estructurales del país.
El investigador J.M. Lanuza, de la Universidad de Filipinas, señaló que “la integración de Mindanao en el Estado nacional ha sido incompleta y simbólica”, una herencia de la colonización y de décadas de políticas centralistas. Sin embargo, advierte que los Duterte explotan este descontento para reforzar su control local, culpando a Manila de un abandono que en realidad proviene de sus propias dinastías políticas.
Una nación en disputa
El politólogo Cleve Argüelles definió la actual crisis como “una guerra de narrativas” entre dos familias que buscan manipular las emociones regionales para conservar poder. Según él, el discurso secesionista no es más que una “táctica de presión política” destinada a presentar a los Duterte como víctimas del sistema central, mientras desvían la atención de los escándalos judiciales que los acorralan.
La estrategia, sin embargo, no está exenta de riesgos. Reavivar las tensiones separatistas podría desatar una nueva ola de violencia en el sur, donde aún operan grupos armados islamistas y organizaciones insurgentes con capacidad de movilización. Para muchos observadores, la estabilidad de Filipinas pende de un hilo, y cualquier paso en falso podría llevar al país a una espiral de caos político y social.
En medio de este panorama, la administración de Marcos intenta proyectar una imagen de estabilidad ante la comunidad internacional, reforzando sus lazos con Estados Unidos y Japón. No obstante, la erosión de legitimidad interna, sumada a la amenaza separatista y a la polarización extrema, revela que Filipinas atraviesa una crisis sistémica donde la democracia se convierte en rehén de las pugnas dinásticas.
El resurgimiento del discurso independentista en Mindanao, los escándalos de corrupción, la militarización de la política y la falta de cohesión nacional configuran un país fracturado. Filipinas, atrapada entre la ambición de sus élites y las presiones externas, parece avanzar peligrosamente hacia un nuevo ciclo de inestabilidad que pondrá a prueba la resistencia de su frágil institucionalidad.
*Foto de la portada: Nikkei Asia

