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El shutdown de Trump y la guerra civil larvada en el corazón del imperio

Por PIA Global. – La crisis presupuestaria como síntoma de una fractura civilizatoria irresuelta

El cierre del gobierno federal estadounidense iniciado el 1 de octubre de 2025 no constituye un episodio más en la larga historia de disfuncionalidades de Washington. Representa la manifestación visible de una guerra civil larvada que atraviesa las entrañas del imperio: la pugna irresuelta entre el proyecto globalista financiarizado y el continentalismo productivista que Trump encarna contradictoriamente. Esta batalla, librada en el terreno presupuestario, revela fracturas estructurales que trascienden la mera disputa partidista para evidenciar la descomposición del consenso hegemónico que sostuvo al imperio durante ocho décadas.

Antecedentes: La normalización de la crisis como forma de gobierno

Para comprender este shutdown es necesario remontarse no solo a los episodios previos de parálisis gubernamental —que desde 1976 suman más de veinte— sino al proceso de erosión del pacto bipartidista que había garantizado la cohesión mínima del bloque de poder estadounidense. Ese consenso, forjado en Bretton Woods y consolidado durante la Guerra Fría, permitía debates domésticos intensos, pero mantenía unidad férrea en lo esencial: la proyección imperial global y la supremacía del dólar como moneda de reserva mundial.

La crisis de 2008 fracturó definitivamente ese consenso. El rescate masivo del sistema financiero mediante fondos públicos evidenció ante millones de estadounidenses que el Estado —supuestamente garante del libre mercado— operaba como salvavidas del capital especulativo mientras abandonaba a su suerte al capital productivo del Rust Belt y las ciudades desindustrializadas. Esta contradicción alimentó tanto el fenómeno Sanders en la izquierda demócrata como el trumpismo en la derecha republicana: dos expresiones aparentemente antagónicas de un mismo malestar estructural ante la financiarización descontrolada de la economía estadounidense.

Trump regresó a la Casa Blanca en enero de 2025 con un discurso de restauración nacional que prometía “drenar el pantano” y recuperar la grandeza perdida. Pero ese pantano es el propio sistema político capturado por el capital financiero globalizado, una maquinaria donde fondos de inversión, corporaciones transnacionales y el complejo militar-industrial han convertido la democracia representativa en teatro administrado por lobbies y grupos de presión.

El antecedente inmediato de este shutdown es la batalla perpetua por el techo de deuda, donde republicanos y demócratas han convertido la solvencia fiscal estadounidense en moneda de cambio electoral. Cada partido utiliza la amenaza del default como arma de negociación, demostrando que la estabilidad del sistema financiero global puede supeditarse a cálculos electorales domésticos. Esta normalización de la crisis presupuestaria no es accidental: expresa la incapacidad estructural del sistema político para procesar las contradicciones del modelo de acumulación imperial en fase terminal.

Las causas formales: El teatro presupuestario y sus máscaras

La narrativa oficial es conocida: los demócratas insisten en incluir una extensión de los subsidios mejorados del Obamacare en cualquier acuerdo de financiamiento a corto plazo, mientras los republicanos exigen una resolución continua “limpia”, sin condicionamientos adicionales. El Senado fracasó en aprobar tanto la propuesta republicana como la demócrata el 30 de septiembre, y el resultado fue el cierre automático de agencias federales no esenciales a partir del 1 de octubre.

Aparentemente, se trata de una disputa técnica sobre prioridades presupuestarias: acceso a la salud versus austeridad fiscal. Los demócratas se presentan como defensores de millones de estadounidenses que dependen de subsidios sanitarios, mientras los republicanos enarbolan la bandera de la responsabilidad fiscal y el rechazo al “Estado niñera” que supuestamente sofoca la iniciativa privada.

Pero este relato oculta infinitamente más de lo que revela. Ninguna de estas posiciones representa un proyecto estratégico coherente para Estados Unidos en el siglo XXI. Son poses electorales, cálculos tácticos de cara a las elecciones de medio término de 2026, gestos performáticos para bases sociales cada vez más fragmentadas. Ambos partidos saben que el shutdown es insostenible en el mediano plazo, pero lo utilizan como herramienta de desgaste del adversario en una guerra de trincheras donde el terreno disputado es cada vez más estrecho.

La verdadera naturaleza de la disputa se revela cuando analizamos qué sectores del aparato estatal quedan paralizados y cuáles continúan operando. Las agencias de seguridad nacional, el Pentágono, el aparato de inteligencia y el sistema de recaudación fiscal mantienen su funcionamiento pleno. Lo que se paraliza son servicios sociales, agencias regulatorias, programas de investigación científica no vinculados a defensa. Esta selectividad no es casual: expresa una jerarquía de prioridades donde el Estado imperial-militarizado se preserva mientras el Estado social-regulador se sacrifica.

Las causas reales: La guerra civil larvada entre globalismo y continentalismo

La verdadera causa del shutdown de Trump no reside en los números del presupuesto sino en la fractura irreparable del consenso imperial que sostuvo la política estadounidense desde 1945. Ese consenso —que permitía diferencias tácticas, pero unidad estratégica en la defensa de la supremacía global estadounidense— ha colapsado definitivamente. En su lugar emerge una guerra civil larvada entre dos proyectos antagónicos para gestionar la declinación imperial.

El proyecto globalista, encarnado en el establishment demócrata y sectores republicanos tradicionales, defiende la continuidad del modelo de acumulación financiarizado construido desde los años ochenta. Este bloque, que articula al capital financiero de Wall Street, las corporaciones tecnológicas de Silicon Valley, el complejo mediático-cultural y sectores del aparato de seguridad nacional, apuesta por mantener la arquitectura institucional globalista (OMC, FMI, OTAN, sistema de tratados multilaterales) como instrumento de proyección hegemónica estadounidense.

Para el globalismo, la supremacía estadounidense se sostiene mediante el control de los flujos financieros globales, el monopolio tecnológico-comunicacional, la capacidad de imponer sanciones extraterritoriales y el despliegue militar selectivo. Este modelo no requiere una base industrial manufacturera robusta en territorio estadounidense —de hecho, ha prosperado mediante la deslocalización productiva— sino el control de los nodos estratégicos de las cadenas de valor globales y la preservación del dólar como moneda de reserva mundial.

El proyecto continentalista trumpista, por el contrario, emerge del malestar de fracciones del capital que han sido sacrificadas en el altar del globalismo financiero. Representa a sectores manufactureros tradicionales, extractivistas de hidrocarburos convencionales, pequeñas y medianas empresas no integradas en cadenas globales, y amplios sectores de trabajadores blancos empobrecidos por la desindustrialización. Este bloque entiende que el imperio unipolar ha colapsado y que Estados Unidos debe replegar, concentrar recursos, y asegurar zonas de influencia directa en lugar de pretender el dominio planetario.

La visión trumpista no es antiimperialista —sería absurdo caracterizarla así— sino la defensa de un imperialismo de tipo clásico, continental, basado en el control territorial directo de recursos estratégicos, el proteccionismo comercial selectivo y la restauración de capacidades productivas en suelo estadounidense. Es, en cierta medida, un retorno anacrónico a las formas de dominación imperial del siglo XIX, adaptadas torpemente al siglo XXI.

Esta guerra civil larvada se manifiesta en múltiples planos. En lo económico, como pugna entre capital financiero-especulativo y capital productivo-manufacturero. En lo geopolítico, como tensión entre multilateralismo institucionalizado (globalismo) y unilateralismo transaccional (continentalismo). En lo ideológico, como enfrentamiento entre cosmopolitismo liberal progresista y nacionalismo identitario conservador. En lo territorial, como fractura entre élites costeras metropolitanas y poblaciones del interior empobrecido.

El shutdown es funcional a la estrategia trumpista porque le permite ejecutar lo que ya había anticipado: utilizar el cierre gubernamental para tomar acciones “irreversibles” contra el aparato burocrático federal. Trump no busca solo presionar a los demócratas; busca desmantelar sectores del Estado que considera capturados por el globalismo. La amenaza de recortar masivamente el personal federal no es retórica electoral: es un programa de reestructuración del Estado imperial orientado a neutralizar las resistencias burocráticas al proyecto continentalista.

Pero aquí emerge la paradoja fundamental que atraviesa el trumpismo: la imposibilidad de implementar un proyecto continentalista-productivista en una formación social donde el capital financiero globalizado ejerce dominación estructural completa. Trump llegó al poder como expresión del productivismo anti-globalista, pero se encuentra atrapado en una economía donde la acumulación financiarizada es dominante y cualquier estrategia de ruptura radical pondría en crisis inmediata al sistema en su conjunto.

Esta contradicción se evidenció dramáticamente con “The One Big Beautiful Bill”, la mega apropiación presupuestaria que Trump impulsó en julio de 2025. Mientras el discurso oficial prometía restauración industrial y protección del trabajador estadounidense, la realidad fue un masivo subsidio al sector financiero-tecnológico especulativo, desregulación de la inteligencia artificial favorable a las grandes plataformas, y el mayor incremento del gasto militar de la historia. El productivismo trumpista terminó subsidiando la especulación tecnológica mientras eliminaba los créditos fiscales para vehículos eléctricos manufacturados en Estados Unidos.

La ruptura con Elon Musk —quien calificó el proyecto de ley como “abominación repugnante”— simboliza esta contradicción. Musk representa el capital tecnológico-productivo real (manufactura de vehículos eléctricos, cohetes espaciales, infraestructura satelital), mientras que las fracciones tecnológicas que Trump terminó favoreciendo (OpenAI, las grandes plataformas de IA, los gigantes de semiconductores) representan formas de acumulación fundamentalmente especulativas y financiarizadas.

Esta paradoja revela un fenómeno que Gramsci nos permite comprender: el trasformismo. El globalismo financiero ha logrado una hegemonía tan completa que puede utilizar incluso a sus oponentes ideológicos como vehículos para profundizar su dominio. Trump se convierte, involuntariamente o no, en ejecutor de la agenda financiera global bajo la máscara retórica del nacionalismo productivo. El continentalismo trumpista opera como válvula de escape que canaliza el malestar popular sin amenazar realmente las estructuras de acumulación financiarizada.

El shutdown actual expresa esta contradicción en su forma más aguda. Trump necesita demostrar a sus bases que enfrenta al establishment, que “drena el pantano”, que resiste a los globalistas. Pero simultáneamente no puede permitir un colapso completo del sistema porque eso amenazaría los intereses del capital financiero del cual depende estructuralmente. El resultado es un empate catastrófico: parálisis parcial que erosiona la legitimidad del Estado sin transformar las estructuras de poder.

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El impacto real: Economía vulnerable y erosión de legitimidad imperial

El impacto económico de este shutdown podría ser cualitativamente distinto a los anteriores por una razón central: la economía estadounidense en 2025 se encuentra estructuralmente más vulnerable de lo que los indicadores oficiales sugieren. El mercado laboral exhibe señales de debilitamiento que las cifras de desempleo oficial ocultan mediante la categorización de trabajadores desanimados y subempleados. La inflación estructural persiste pese a las subas de tasas de interés, evidenciando que no se trata de un fenómeno monetario coyuntural sino de tensiones en las cadenas de suministro y desequilibrios productivos profundos. El endeudamiento público alcanza niveles que ya no pueden financiarse mediante la simple emisión de bonos del Tesoro sin generar tensiones en los mercados.

En este contexto de fragilidad estructural, el cierre gubernamental no es un incidente administrativo menor. Afecta directamente a cientos de miles de empleados federales que quedan sin salario, paraliza servicios esenciales en infraestructura y regulación, y envía una señal devastadora a los mercados financieros: el Estado estadounidense no puede garantizar su propia operación continua. Las agencias de calificación crediticia observan con atención creciente. Un shutdown prolongado podría derivar en una nueva rebaja de la calificación de la deuda soberana estadounidense, lo que dispararía los costos de financiamiento y agravaría exponencialmente la crisis fiscal. Esto no es especulación abstracta: ya ocurrió en 2011 cuando Standard & Poor’s rebajó por primera vez en la historia la calificación AAA de Estados Unidos tras la crisis del techo de deuda.

Pero el impacto más profundo es político-simbólico y opera en el terreno de la legitimidad imperial. Un imperio que no puede pagar a sus propios funcionarios públicos, que paraliza sus instituciones por disputas domésticas mezquinas, proyecta una imagen de decadencia terminal ante el sistema internacional. Mientras China organiza cumbres multilaterales exitosas como la del BRICS en Río, exhibe estabilidad institucional inquebrantable y ofrece un modelo de gobernanza predecible y eficiente, Estados Unidos ofrece el espectáculo degradante de un Estado disfuncional incapaz de aprobar un presupuesto básico.

La erosión de legitimidad imperial es el verdadero costo estratégico. Los aliados europeos, asiáticos y latinoamericanos observan el caos en Washington y recalculan sus apuestas geopolíticas. ¿Cómo confiar en un socio que no puede garantizar la continuidad de su propia administración? ¿Cómo sostener alianzas militares con una potencia que utiliza la paralización de su Estado como arma de política interna? ¿Cómo integrar cadenas de suministro con un país cuya gobernabilidad depende de negociaciones presupuestarias que pueden colapsar en cualquier momento?

Esta pregunta adquiere particular relevancia para América Latina. El redespliegue imperial que Washington intenta ejecutar en la región —mediante la ofensiva del Comando Sur, los acuerdos de “cooperación en seguridad”, la promoción de democracias policiales— se desarrolla en un contexto donde el propio centro imperial exhibe signos avanzados de descomposición institucional. La contradicción es evidente: Estados Unidos pretende disciplinar a su “patio trasero” mientras su propia casa arde en disputas fratricidas.

El caso del corredor Zangezur en el Cáucaso Sur, donde Trump logró imponer una “solución de paz” que fragmenta el Corredor Norte-Sur y consolida la penetración occidental en Eurasia, contrasta dramáticamente con la incapacidad para resolver crisis domésticas básicas. El imperio puede aún proyectar poder hacia afuera —mediante chantaje financiero, presión diplomática y amenaza militar— pero ya no puede garantizar cohesión interna.

La fragmentación del pacto federal y el conflicto con el “Estado profundo”

El shutdown actual evidencia una fragmentación del pacto federal sin precedentes en décadas. La confrontación entre Trump y gobernadores demócratas ha escalado a niveles que recuerdan tensiones previas a guerras civiles históricas. El despliegue de 2,000 soldados de la Guardia Nacional en Los Ángeles para reprimir protestas pro-migrantes, federalizando tropas estatales contra la voluntad del gobernador Newsom, marca un precedente peligrosísimo: por primera vez en décadas, el ejército estadounidense se utiliza directamente contra manifestaciones civiles domésticas.

Newsom interpuso una demanda contra Trump y el Departamento de Defensa por “toma ilegal” de la unidad de la Guardia Nacional de California. Esta confrontación jurídica representa una crisis del pacto confederal que trasciende la disputa electoral. Plantea preguntas fundamentales sobre la distribución de poderes entre el ejecutivo federal y los estados, sobre los límites de la autoridad presidencial, sobre la naturaleza misma del sistema federal estadounidense.

Las tensiones con gobernadores demócratas se multiplican. Los fiscales generales de Oregon y Washington demandaron al gobierno federal por compartir registros de Medicaid con funcionarios de inmigración. Un juez federal rechazó la solicitud de la administración Trump de terminar las protecciones temporales contra la deportación de aproximadamente 521,000 inmigrantes haitianos. Estas batallas legales revelan la fragmentación profunda del sistema federal y la resistencia institucional persistente a las políticas trumpistas.

Paralelamente, las tensiones con el “Estado profundo” —término despectivo que el trumpismo utiliza para referirse al aparato burocrático permanente— han alcanzado niveles críticos. El ejemplo más emblemático es la escalada del conflicto con Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal. Trump exigió recientemente su renuncia inmediata, declarando en Truth Social que Powell “debe renunciar inmediatamente”. Esta confrontación trasciende las diferencias de política monetaria para convertirse en un choque directo con la independencia institucional del sistema financiero estadounidense.

El conflicto con Powell ilustra la paradoja fundamental de la crisis trumpista: mientras “The One Big Beautiful Bill” requiere endeudamiento masivo y relajación monetaria para financiar sus programas, Trump ataca simultáneamente a la institución encargada de gestionar esa política. La amenaza de nombrar un “presidente en la sombra” de la Fed representa un ataque directo a la arquitectura institucional que ha sustentado la hegemonía financiera estadounidense durante décadas.

Powell, con respaldo de sectores del Estado profundo y suficiente fortuna personal para financiar sus propios desafíos legales, ha declarado que no tiene planes de abandonar el cargo antes de que termine su mandato en mayo de 2026. Esta resistencia del establishment financiero evidencia que las fracturas van más allá de la polarización política tradicional, alcanzando el núcleo mismo del sistema de poder económico.

Esta guerra abierta entre el ejecutivo y el aparato institucional permanente revela la profundidad de la crisis hegemónica. El Estado estadounidense ya no funciona como bloque unificado sino como campo de batalla donde diferentes fracciones del bloque de poder dirimen sus conflictos abiertamente. La ficción de un Estado neutral que administra intereses generales se ha desvanecido completamente.

Prospectiva: Tres escenarios para la agonía imperial

La resolución del shutdown actual seguirá probablemente el patrón conocido: después de días o semanas de parálisis, se alcanzará un acuerdo de último momento, una resolución continua que pateará la pelota unos meses hacia adelante sin resolver ninguna de las cuestiones estructurales. Ambos partidos declararán victoria parcial, culparán al adversario, y el ciclo se repetirá en el próximo vencimiento presupuestario.

Pero sería un error grave quedarse en la superficie de este patrón repetitivo. Lo que estamos presenciando es la normalización de la crisis como forma de gobierno imperial. El Estado estadounidense ha entrado en una fase donde la disfuncionalidad no es una anomalía sino la regla, donde cada ciclo presupuestario se convierte en un enfrentamiento existencial porque las élites gobernantes carecen de un proyecto común para el país.

Tres escenarios se perfilan para el mediano plazo (próximos 2-5 años):

Escenario 1: Empate catastrófico prolongado. La fractura entre el proyecto trumpista de repliegue imperial selectivo y el proyecto demócrata de sostener la hegemonía global a cualquier costo se profundiza sin que ninguna facción logre imponer definitivamente su visión. El resultado es una parálisis permanente que erosiona sistemáticamente la capacidad estatal. Más shutdowns, más batallas por el techo de deuda, más confrontaciones entre el ejecutivo y gobernadores, más conflictos con el aparato institucional permanente. En este escenario, Estados Unidos mantiene la ficción de la supremacía imperial mientras su capacidad real de proyección de poder se degrada progresivamente.

Escenario 2: Victoria del globalismo financiero mediante neutralización del trumpismo. El capital financiero logra domesticar completamente al proyecto trumpista, transformándolo definitivamente en válvula de escape retórica que no amenaza las estructuras reales de acumulación. Este escenario —que en realidad ya se está materializando— implica que Trump continúa con su discurso anti-establishment mientras implementa políticas que favorecen sistemáticamente al capital especulativo. La tecno-oligarquía de Silicon Valley consolida su dominio mediante la captura del vicepresidente JD Vance y otros operadores políticos. El resultado es la profundización de la financiarización bajo ropaje nacionalista.

Escenario 3: Ruptura abierta y autoritarismo de emergencia. Ante la imposibilidad de resolver las contradicciones mediante mecanismos institucionales normales, alguna de las facciones en pugna intenta una ruptura autoritaria. Esto podría implicar: un intento trumpista de utilizar poderes de emergencia para reestructurar violentamente el aparato estatal, eliminando sectores considerados “globalistas”; o inversamente, un movimiento del establishment para neutralizar a Trump mediante lawfare agresivo, invocar la 25ª Enmienda, o incluso provocar una crisis institucional que justifique medidas excepcionales. En cualquier versión, este escenario conduce a una crisis constitucional abierta.

En el largo plazo, la pregunta no es si Estados Unidos perderá su posición hegemónica —eso ya ocurrió— sino cómo gestionará esa pérdida. ¿Será capaz de negociar una transición ordenada hacia un sistema multipolar donde conserve una posición de potencia importante pero no dominante? ¿O intentará aferrarse desesperadamente a una supremacía que ya no puede sostener, desencadenando conflictos cada vez más peligrosos?

El shutdown de Trump es un microcosmos de esta disyuntiva. Revela un Estado incapaz de reformarse porque cada intento de reforma desata luchas intestinas paralizantes. Muestra una élite política que prefiere el caos controlado a ceder posiciones de poder. Evidencia que el imperio, en su fase terminal, no colapsa de golpe sino que se degrada progresivamente, normalizando la crisis hasta que la crisis misma se vuelve indistinguible del funcionamiento ordinario del sistema.

Lecciones para el Sur Global: El redespliegue imperial en tiempos de decadencia

Para América Latina y el Sur Global, la lección del shutdown trasciende el análisis de política interna estadounidense. Evidencia que el redespliegue imperial en nuestra región —la ofensiva del Comando Sur, la promoción de democracias policiales, el control de recursos estratégicos, la fragmentación de procesos de integración regional— se desarrolla en un contexto donde el propio centro imperial exhibe signos avanzados de descomposición.

Esta contradicción genera tanto riesgos como oportunidades. El riesgo principal es que un imperio en decadencia es más peligroso que un imperio en plenitud: no tiene nada que perder y mucho que destruir en su camino hacia la irrelevancia. La historia muestra que las potencias hegemónicas en declive tienden a la desesperación militar, al aventurerismo geopolítico, a la violencia descontrolada como sustituto de la capacidad de construir consensos.

El caso de Venezuela ilustra esta dinámica. Estados Unidos ya no puede ofrecer prosperidad económica, inversiones productivas, o un modelo de desarrollo atractivo. Solo puede ofrecer sanciones, bloqueo, amenazas militares y operaciones de desestabilización. Esta es la política exterior de un imperio que ha perdido toda capacidad hegemónica y se refugia en la coerción desnuda.

Pero simultáneamente, la crisis interna estadounidense abre espacios de autonomía que no existían en décadas anteriores. Un imperio que no puede resolver sus propias crisis domésticas tiene menor capacidad para disciplinar efectivamente a su periferia. La emergencia de espacios de integración regional autónomos —desde los BRICS hasta proyectos subregionales— se ve facilitada por la incapacidad estadounidense de ejercer liderazgo coherente.

El corredor ferroviario bioceánico Santos-Chancay, que conectará Brasil con Asia-Pacífico mediante infraestructura china, representa esta nueva realidad. Se construye no porque Estados Unidos lo autorice sino porque Estados Unidos ya no puede impedirlo efectivamente. La multipolaridad no es una declaración de principios sino una realidad material que se consolida mediante infraestructuras, flujos comerciales y arquitecturas financieras alternativas.

Para los movimientos populares nuestroamericanos, el desafío es doble. Por un lado, resistir el redespliegue imperial violento que intentará compensar con agresión lo que pierde en hegemonía. Por otro, aprovechar los espacios de autonomía que se abren para construir proyectos de integración regional soberana, esquemas de cooperación Sur-Sur, y modelos de desarrollo no subordinados a los dictados de Washington.

La experiencia boliviana analizada anteriormente muestra los peligros de subestimar la capacidad desestabilizadora del imperio incluso en fase de decadencia. La fragmentación del MAS, la crisis del proyecto plurinacional, la reorganización de las derechas locales alineadas con Washington: todo esto ocurre en un contexto donde Estados Unidos exhibe signos visibles de crisis pero mantiene capacidades de intervención indirecta mediante guerra híbrida, lawfare, operaciones mediáticas y apoyo a fuerzas reaccionarias locales.

El shutdown de Trump debe leerse, entonces, no como síntoma de debilidad que nos exime de luchas, sino como evidencia de que el imperio en descomposición es particularmente peligroso precisamente porque carece de estrategia coherente, porque sus diferentes fracciones pugnan violentamente entre sí, porque la racionalidad estratégica ha sido reemplazada por reflejos erráticos y decisiones impulsivas.

Imagen: Leah Millis/REUTERS

Conclusión: La agonía imperial y el futuro del orden mundial

El shutdown de Trump no es un episodio aislado sino un síntoma de la crisis terminal del sistema imperial estadounidense. La guerra civil larvada entre globalismo financiero y continentalismo productivista que se manifiesta en la parálisis presupuestaria expresa contradicciones estructurales que no tienen resolución dentro de los marcos institucionales existentes.

El proyecto globalista ha demostrado su incapacidad para sostener la hegemonía imperial mediante instrumentos financieros y multilaterales. El unilateralismo abierto, las sanciones extraterritoriales masivas, la weaponización del dólar: todas estas herramientas han acelerado paradójicamente la búsqueda de alternativas por parte de potencias emergentes. La desdolarización práctica avanza en los BRICS, los acuerdos comerciales en monedas locales se multiplican, las arquitecturas financieras alternativas se consolidan.

El proyecto continentalista trumpista, por su parte, ha revelado su imposibilidad de implementarse realmente. Trump llegó al poder prometiendo restauración industrial y protección del trabajador estadounidense, pero terminó subsidiando la especulación tecnológica y profundizando la financiarización. La contradicción entre discurso y práctica evidencia que no existe camino de retorno hacia un capitalismo industrial-productivo en una formación social completamente dominada por el capital financiero globalizado.

El resultado es un empate catastrófico que garantiza la continuación de la crisis bajo diferentes formas. El shutdown continuará, con este u otro nombre, porque ya no se trata de aprobar presupuestos. Se trata de decidir qué tipo de país será Estados Unidos después del imperio. Y esa decisión no se resolverá en el Congreso, sino en las calles, en las fábricas cerradas del Rust Belt, en las ciudades devastadas por el fentanilo, en la rabia contenida de millones que descubren que el sueño americano fue siempre una estafa bien vendida.

Para el Sur Global, y particularmente para América Latina, el mensaje es claro: el desorden de Washington no es coyuntural sino estructural. Las naciones que todavía apuestan todo a la carta estadounidense —desde las democracias policiales de El Salvador y Ecuador hasta el servilismo argentino— construyen sus casas sobre arena movediza. El imperio en descomposición arrastrará en su caída a quienes hayan atado irrevocablemente su destino al suyo.

La multipolaridad emergente no es una promesa sino una realidad en construcción. El corredor Santos-Chancay, el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS, los acuerdos comerciales en monedas locales, las iniciativas de integración regional autónoma: todo esto representa la materialización práctica de un orden mundial alternativo que se construye no contra Estados Unidos necesariamente, sino al margen de Estados Unidos, prescindiendo de su anuencia, aprovechando los espacios que su decadencia abre.

La agonía del imperio será larga, caótica y profundamente desestabilizadora para todo el sistema internacional. El shutdown de Trump es apenas un episodio en esta tragedia histórica que se desarrollará a lo largo de décadas. Más vale que los pueblos del Sur Global se preparen: no para celebrar prematuramente la caída del imperio, sino para construir pacientemente las alternativas que permitan sobrevivir y prosperar en el mundo multipolar que emerge de sus cenizas.

Foto de portada: Doug Mills/The New York Times

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