Fue una propuesta que, sobre la base del “cambio de estructuras”, confiaba en la necesidad de realizar reformas agrarias que superaran las formas precarias de la agricultura y extendieran las relaciones salariales; en promover la industrialización por la vía de la sustitución de importaciones; ampliar la provisión de infraestructuras, bienes y servicios en educación, salud, seguridad social y vivienda para las poblaciones. Se trataba de solucionar los problemas históricos de la pobreza, el atraso y el “subdesarrollo”. El fortalecimiento de la institucionalidad pública y el papel activo del Estado en la economía, que incluía la planificación, formaban parte de la visión analítica, así como de los mecanismos para crear una sociedad más justa, proyectada por la redistribución de los ingresos mediante impuestos directos y progresivos que afectaran a las capas más ricas.
A pesar de que esas formulaciones no tenían el propósito de acabar con el sistema capitalista y conducir a los países de la región hacia una sociedad socialista, la equiparación entre “estatismo” y “socialismo” fue utilizada por las oligarquías tradicionales, las emergentes clases empresariales y los medios de comunicación vinculados con ellas, para frenar cualquier cambio de estructuras, paralizar las leves reformas agrarias, cancelar los impuestos, reorientar la industrialización para beneficio exclusivo de los capitalistas internos y externos, e impedir que los Estados actuaran en contra de los intereses económicos y sociales ya establecidos. Y, sin embargo, a pesar de esas resistencias, las décadas de los sesenta y setenta permitieron avances importantes en el desarrollo de los países latinoamericanos y en buena parte de ellos mejoraron las condiciones de vida y trabajo de las poblaciones. Fácilmente puede rastrearse esta situación si se toma como punto de partida los estudios pioneros sobre las realidades económicas de América Latina en su conjunto antes de la década de 1960 y que fueron obra de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina), en varios documentos publicados entre 1948 y 1954, que se conservan como archivos históricos en la página web de la entidad [1]. Esos documentos dan cuenta de la condición primario-exportadora de la región, en un marco generalizado de pobreza y atraso, de modo que la abundancia de estudios, libros y artículos sobre la evolución de América Latina en las décadas siguientes, verifican el desarrollo producido.
Hay un contraste en los resultados económicos de aquellos tiempos con lo que ha venido ocurriendo en América Latina desde las dos décadas finales del siglo XX y en lo que va del XXI de la mano de la ideología neoliberal y de los gobiernos que la han acogido como válida para la región, subordinando el Estado a los intereses de capas ricas y élites empresariales. El neoliberalismo abandonó las ideas del desarrollo. Privilegió solo los mercados libres de todo tipo y el crecimiento empresarial dentro de un marco nacional e internacional de “competitividad”. El lenguaje sobre justicia social desapareció, excepto en sus formas políticas, de carácter electoral, orientadas al engaño y la mentira, para instaurar políticas circunscritas a los intereses del gran capital. Incluso para implantarlo, surgieron en el Cono Sur dictaduras militares terroristas y fue especialmente la del general Augusto Pinochet en Chile la que hizo de este país una especie de “ejemplo” de lo que debía ser una economía “moderna”, basada en el retiro del Estado, los mercados libres, la privatización de todo lo público y el auge del empresariado. En el siglo XXI son las políticas del presidente argentino Javier Milei, inspiradas en la ideología libertaria anarco-capitalista, las que han añadido a su antecesor, el neoliberalismo, el remate conceptual definitivo, a tal punto que la justicia social ha llegado a ser considerada como “injusta” y un “robo” al pretender impuestos redistributivos, al mismo tiempo que se combate todo lo que signifique el Estado y se sostiene que son las “decisiones racionales” de los individuos las que explican bien la miseria o bien la riqueza, y hasta la muerte, si alguien no soluciona por sí mismo las carencias. No son ideas extravagantes. Llegan a los ricos y a las élites empresariales que las acogen como propias, las asimilan y las fomentan.
De modo que el neoliberalismo y el libertarianismo anarco-capitalista han pasado a ser los vehículos conceptuales a través de los cuales retorna el subdesarrollo en América Latina, se “tercermundiza” la región nuevamente, se golpean las posibilidades del desarrollo industrial y tecnológico con los tratados de libre comercio y la apertura indiscriminada de los mercados externos y se debilitan las capacidades estatales para regular la economía con sentido de justicia humana.
Un país que se ha colocado a la punta del contraste con esas situaciones es México, con el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), que termina su ciclo con un reconocimiento y apoyo ciudadano inéditos en la historia reciente del país. Esto se ha debido a que su gobierno supo impulsar el desarrollo en el sentido de atender a la solución de los problemas más agudos de la pobreza, el desempleo y la carencia de servicios, que solo podrá avanzar si esas políticas de Estado se mantienen con un gobierno que logre dar continuidad y profundidad al progresismo mexicano. Ese tipo de desarrollo fue seguido por gobernantes progresistas latinoamericanos al iniciarse el siglo XXI, pero el ciclo no logró mantenerse en todos los países en los que se establecieron gobiernos de esta tendencia, ya que las derechas neoliberales que les siguieron incluso lograron revertir los logros progresistas y, en el caso de Ecuador, con la destrucción de fuerzas productivas ya avanzadas, en lo cual cumplió el papel de fundador el gobierno del expresidente Lenín Moreno (2017-2021).
En medio de todo lo que se puede analizar hay un problema que no suele destacarse: la preservación de las vías primario-exportadoras entre los países latinoamericanos. Viene desde el pasado, cuando casi todos producían los mismos bienes, al menos por regiones: café, cacao, banano y otras frutas, azúcar, tabaco, cereales, productos del mar y algunos minerales. Esos productos fueron determinantes en los ingresos nacionales, la acumulación interna y los presupuestos estatales. Tienen larga historia social y ambiental que esconden: destrucción de zonas ambientales y biodiversidades, explotación humana y laboral, esclavitud moderna, evasión tributaria, corrupción privada, enriquecimiento ilícito.
Esas viejas condiciones, típicas del subdesarrollo, han revivido de la mano del neoliberalismo. Presionan incluso a favor de la flexibilidad y precarización del trabajo, con lo que se afectan derechos de los trabajadores históricamente conquistados. No favorecen la educación superior avanzada, ya que es poca la tecnología y la innovación científica que pueden lograr. Desalientan la industrialización. Impulsan un empresariado rentista y familiar que contradice las modernas formas de organización de la propiedad. Derivan en prácticas oligárquicas tradicionales. En consecuencia, por la experiencia histórica de América Latina, el desarrollo económico también tiene que ver con el cambio de las estructuras productivas tradicionales del sector primario-exportador. Aunque también no es bien visto por sectores críticos, el desafío continúa y merece reflexión en los campos de la industria, las tecnologías, los sistemas informáticos y electrónicos, los servicios altamente calificados.
Juan José Paz y Miño Cepeda*. Doctor en Historia Contemporánea. Miembro de Número de la Academia Nacional de Historia de Ecuador; fue vicepresidente de la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe (ADHILAC), entidad de la que es Director Académico en Ecuador.
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Foto de portada: El banano en la historia de América Latina
Referencias:
[1] www.cepal.org