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El Salvador: miedo e incertidumbre, ingredientes del modelo autoritario

Por Raúl Llarull*. Especial para PIA Global. –
48 de cada 100 salvadoreños creen que una persona que critique al gobierno de El Salvador o a su presidente, podría ser detenida o encarcelada, según la más reciente encuesta del Instituto Universitario de Opinión Pública (IUDOP) de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, UCA.

La palabra que define esa actitud de la ciudadanía no es prudencia sino miedo. El miedo ha sido uno de los pivotes sobre los que el neofascismo en su versión salvadoreña ha ido explotando las vulnerabilidades de la sociedad hasta hacerse con el gobierno. Desde allí, el asalto al poder total del Estado tomó menos de dos años.

El recurso fue la promesa de “mano dura” como solución para superar aquel miedo a una delincuencia organizada, que permeaba casi todas las esferas de la vida social del país, y afectaba cada decisión cotidiana que las y los salvadoreños tomaban.

Las calles por las que circulaban, las horas a las que no debían atravesar determinados lugares, todo era – consciente o inconscientemente- sometido a un cierto “sentido común del miedo”, un instinto básico de supervivencia de la sociedad.

Imágenes de crueldad y brutalidad ejercida por bandas criminales organizadas en pandillas eran difundidas cada día por los medios de prensa, contribuyendo a profundizar ese sentimiento que traducían como desesperanza.

Montado en esos miedos, y en impulsar una narrativa de culpabilidad hacia el gobierno del FMLN en particular, pero hacia el sistema de partidos políticos en general, un proyecto autoritario se instaló en el imaginario colectivo, conquistando primero el sentido común, para posteriormente transformarlo en el discurso populista que lo llevó al gobierno.

Aquel miedo a la delincuencia fue gradualmente transformándose – al calor del discurso oficial incendiario y vengativo- en odio y búsqueda de revancha de una sociedad frente a los delincuentes que la habían aterrorizado. Mediante el discurso del odio se explota una tendencia social autoritaria que aprueba sin prejuicios no solo el uso de la fuerza sino el trato inhumano hacia los detenidos. Lo anteriormente inadmisible resultaba, de pronto, aceptable.

Fue aquella tendencia a preferir las restricciones de libertades democráticas a cambio del sentimiento de seguridad ciudadana, lo que abrió las puertas a la institucionalización del autoritarismo y con él, al avance del estilo de gobierno neofascista. Con ello cambian también las razones generadoras de miedo.

Ya no se trata del temor a ser agredido por criminales, ahora el agresor es el Estado, y el agredido es el mismo pueblo que aplaudía esa mano dura. El miedo, por otra parte, se amplía. No es únicamente el miedo de las personas a ser encarceladas, desaparecidas u obligadas al exilio; no se trata sólo del temor a lo desconocido, al peligro de vida o de las amenazas a la libertad. Hoy se suma un miedo más sutil y pertinaz, la incertidumbre; el miedo a la certeza de no tener certezas, el miedo de “quedar atrás” o a “quedar fuera” de la sociedad, a la inseguridad de mantener tu trabajo, a ya no confiar en tener una jubilación digna al final de la vida laboral, la incertidumbre de no saber si habrá atención médica en el hospital cuando tus hijos enfermen.

En El Salvador la falta de certezas resulta crónica. La incertidumbre económica se transforma en una barrera muy difícil de vencer, a la que se suma la inseguridad ciudadana, cuyo origen en todo caso, se ubica en la injusticia social.

El modelo neofascista impuesto por el autoritarismo bukeleano profundizó las causas de las desigualdades sociales, masificó la pobreza, concentró al extremo las riquezas, llevando el país a niveles sociales y estadísticos que, en más de un caso, recuerdan el periodo de pre-guerra civil. La pobreza se vuelve endémica mientras se agotan las posibilidades de educación, salud, trabajo, seguridad social, vivienda digna para crecientes masas de población.

El desmontaje de la institucionalidad democrática y el consecuente aplastamiento del Estado de Derecho, la desconfianza en el sistema judicial, en las instituciones estatales en general y en las redes de protección social, resultó evidente en los últimos seis años de gobierno.

En El Salvador, el miedo que dio paso a la incertidumbre responde a problemas estructurales que se profundizan y aumentan, abarcando cada vez más sectores sociales. Sólo se sienten seguras las élites tradicionales, asociadas a los nuevos grupos burgueses emergentes, que construyen un país a la medida de sus necesidades.

Con el cierre de escuelas y el deterioro del sistema educativo público, las crecientes limitaciones del sistema de salud, el desabastecimiento de medicamentos, el desmantelamiento del sistema primario de atención médica comunitaria,  y el despido masivo de empleados  públicos, en función de exigencias fondomonetaristas,   la sociedad que no pertenece a las élites oligárquico-burguesas va ingresando, en significativas proporciones, al campo de los olvidados y marginados que encuentran cada vez menos oportunidades dentro de las fronteras patrias.

El gobierno de Donald Trump, con su racializada política anti-inmigrante, completa el círculo de la desesperación, al cerrar a cal y canto las fronteras del norte.

La seguridad ya no es suficiente

No es casual, entonces, que los datos del reciente estudio de opinión de IUDOP señalen que aunque la población reconoce avances en seguridad, elementos tan esenciales para una vida digna como la economía, el acceso a la vivienda, el trabajo de las alcaldías, o la preocupación por las detenciones arbitrarias, aparezcan como puntos críticos.

El 39.2% de la población señala en ese estudio que el principal problema que enfrenta actualmente El Salvador es la economía, seguido del 15.3% que apunta el desempleo.

El resultado parece ser un espejo de la realidad social salvadoreña, pero también una medición del nivel de penetración del autoritarismo y del carácter neofascista del régimen. Respecto al sexto año de gestión presidencial, el 54.3% afirma que Bukele es un mandatario que pone orden con mano dura.

Lo aprueban a pesar de haber abandonado el campo a su suerte, de perseguir a los trabajadores informales urbanos como si fuesen delincuentes, de responder con cárceles y antimotines a las demandas populares, incluso de quienes le apoyan y votan; lejos de levantar su voz en defensa de la diáspora, a la que debe en gran parte sus triunfos y a la que Trump persigue como animales, se declara socio/cómplice del supremacista blanco en su “guerra contra el migrante”.

Otra señal del oscuro momento que vive El Salvador, sometido al influjo del autoritarismo, es la evaluación del trabajo de los ministerios y alcaldías; el Ministerio de Justicia y Seguridad Pública obtuvo la calificación más alta, 8.43, mientras que el de Vivienda, la más baja, 5.97.

Además, el 43.5% de la ciudadanía considera que el alcalde o alcaldesa de su localidad no ha cumplido las promesas de campaña, mientras el presidente, responsable directo de una parte importante del descalabro municipal a nivel nacional, por haber quitado a las alcaldías los fondos para su desempeño, mantiene su popularidad, aunque en leve tendencia a la baja.

En lo que respecta a la apreciación de la población sobre el trabajo de la Asamblea Legislativa, el 66.3% se siente poco o nada beneficiado con las leyes aprobadas en este primer año de legislatura de los diputados.

Por otro lado, el 82.8% afirma no conocer el trabajo que realizan los magistrados de la Corte Suprema de Justicia; y el 55.3% dice que el Gobierno influye en las decisiones que toman los jueces en los tribunales.

En cuanto a las percepciones sobre el régimen de excepción, el 66.8% lo aprueba, aunque el 37.7% cree que es hora de buscar otras medidas.

El 57.9% señala que el cierre de las escuelas públicas y centros de salud está afectando mucho a la gente. Y el 38.6% que es poco lo que se ha logrado en el control del alza de precios de los productos de la canasta básica.

Amparo Marroquín, vicerrectora de Proyección Social de la UCA, recordó que la visión de un “presidente que pone orden con mano dura” responde a patrones culturales de largo arraigo en la sociedad salvadoreña, como el autoritarismo, el machismo y la violencia como medio de resolución de conflictos. 

Sin duda, la encuesta presenta más que desafíos de interpretación, a la vez que contribuye a señalar la incidencia del autoritarismo, no solo desde la imposición del régimen y el personaje que lo simboliza en toda su brutalidad, sino también en la aceptación de ese autoritarismo despótico de muy buena gana de parte de una porción no menor de la sociedad. Avanza también el sentido de rechazo que poco a poco gana posiciones en la percepción, aunque el régimen siga pivotando sobre la imagen del líder mesiánico, que se pavonea ante el mundo auto-declarándose dictador.

Posiblemente, esa arrogancia sea compartida por otra figura igualmente irritante de la escena política mundial, el impresentable Donald Trump, que habla de “bombardeos maravillosos”, acciones militares “hermosas”, y sinsentidos por el estilo. Ambos comparten arrogancia y ceguera.

Tan convencidos están de la eternidad de su mandato, que ignoran hasta los consejos de sus más cercano. El salvadoreño cree que el respaldo del estadounidense lo vuelve invulnerable, mientras que Trump encerrado en su burbuja, cree poder emular a sus colegas republicanos, que lanzaron sus garras sobre Irak, esta vez agrediendo a Irán.

Mientras ambos gozan de sus respectivas burbujas, el mundo los ve tal como son. Uno, un carcelero por vocación, dispuesto a lo que sea por conservar su poder, aún a costa de la entrega de su país. El otro, iniciando una guerra “con alegría”, mientras sus generales se preparan para empezar a recibir las repuestas iraníes, y consideran desde ya los peligros del empantanamiento.

A pesar de su arrogancia, y vistos en perspectiva, no parecería que alguien en su sano juicio apostara a que, al menos uno culminara su periodo retornando a los cauces normales de la política. Pero ellos, a juzgar por sus actos y declaraciones “disfrutan” de su burbuja de realidad controlada, único lugar donde no pueden ser combatidos, y derrotados por sus propios pueblos.

Raúl Llarull* Periodista y comunicador. Militante internacionalista. Miembro del FMLN. Colaborador de PIA Global

Foto de portada:  Ilustración de Erick Retana

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