Colaboraciones Nuestra América

El Salvador: la descomposición de un régimen

Por Raúl Larull* Especial para PIA Global. –
La idea de lo finito no parece caber en la mente de los dictadores. Los regímenes autoritarios con aspiraciones dictatoriales suelen visualizarse a sí mismos como perdurables y longevos, suponen que deben trascender en la historia, permanecer por encima de las leyes si fuese necesario.

Al revisar la historia de gobiernos autoritarios, brutales y despóticos, a pesar de sus proyectadas imágenes de fortaleza inexpugnable, muy pronto las primeras reacciones de resistencia popular se manifiestan y en unos pocos años aquellas fortalezas caen a pedazos sin gloria alguna.

Así como un cuerpo que sufre graves infecciones, tarde o temprano empieza a evidenciar los síntomas, el régimen opaco, autoritario y corrupto que campea en El Salvador, ha empezado ya desde hace tiempo a dar señales de su descomposición, y estas resultan cada vez más difíciles de ocultar.

El maquillaje que utilizan para intentar (inútilmente) esconder esa decadencia se llama publicidad. No se trata solo de un elemento distractor; es generador de opinión y de sentido común, es anestesia para la conciencia social, escudo ante las críticas de la comunidad internacional y de sectores que, desde el interior del país, se esfuerzan en dar a conocer la realidad que sufren las grandes mayorías, aplastadas por un asfixiante aparato de propaganda, corrupción e impunidad.

Esta semana resultó particularmente ilustrativa acerca de la forma en que ha involucionado el régimen que se ha impuesto en El Salvador.

Delincuentes uniformados

Desde hace meses se viene afirmando desde distintos sectores de la sociedad salvadoreña que el régimen de excepción, y en general toda la parafernalia discursiva de la supuesta guerra contra pandillas, no era más que un plan general de militarización del país como método de control preventivo social-político sobre el pueblo. La lucha contra el crimen organizado en pandillas se utiliza así para prevenir, reprimir o entorpecer la organización de resistencias populares contra un sistema crecientemente represivo pero que, en tanto igualmente impune, permite a sus miembros ser cada vez más proclives a cometer actos criminales amparados en sus uniformes, influencia y protección oficial.

El pueblo salvadoreño sabe, porque lo tiene escrito en su piel, en su memoria, que una de las características de la fuerza armada salvadoreña a lo largo de su historia, fue su carácter asesino, siniestro, represor y abusador de los niveles de autoridad que se le asigne. Fueron asesinos de ancianos, mujeres, niños, población civil de todo tipo en la guerra, torturadores y violadores a lo largo de su historia; sirvientes en última instancia de las oligarquías, y gendarmes de los poderes imperiales hegemónicos.

Solo en los tiempos posteriores a los acuerdos de paz -justamente esos acuerdos a los que el actual gobierno denigra y pretende hacer olvidar-, los instintos autoritarios de los militares contra el pueblo fueron relativamente controlados desde los poderes públicos.

Llegado el actual régimen neofascista, una de sus primeras acciones fue blindar a los militares, reforzar sus ingresos, su equipamiento, y envolverlos en una masiva campaña publicitaria que les adjudica un inmerecido papel de “héroes de la nación”. Pura propaganda vacía, pero que a oídos de los uniformados suena a impunidad, a carnet con derecho a lo que sea.

Se supo a lo largo de estos 18 meses de eterno régimen de excepción, de los abusos de poder y arbitrariedades cometidas tanto por la actual policía, con marcada mentalidad castrense, como por integrantes de la fuerza armada. Los miles de inocentes que pueblan las cárceles lo demuestran; también las denuncias por acoso, violación, robo en viviendas al amparo de cateos sin orden judicial (permitido leyes de excepción violatorias de la Constitución). Abundan las denuncias de extorsión por uniformados, amenazando con encarcelar bajo el régimen de excepción a sus víctimas.

Conocido esto por las autoridades, jamás se abrieron serias investigaciones o persecución judicial al respecto. En realidad, ocultar los hechos forma parte de la construcción de una narrativa de “buenos militares”, que le sirve al gobierno para alimentar la fábula de que “los malos en la guerra eran los guerrilleros del FMLN y el partido ARENA”, mientras “los buenos, los héroes” eran los militares.

A lo largo de estos años han ido conociéndose diversas expresiones de corrupción gubernamental amparadas en la eliminación previa de mecanismos de transparencia y acceso a la información, la impunidad de las fuerzas represivas y el control Ejecutivo del poder judicial.

Son numerosos los casos conocidos de uso de prisioneros para trabajo semi-esclavo al servicio de personas relacionadas con personajes como el jefe del servicio penitenciario, o de las directas relaciones entre pandilleros y diputados y otros funcionarios del oficialismo, o de criminales que resultaron ser asesores legislativos del partido de gobierno y sus socios, entre muchas otras manifestaciones de la descomposición que mencionamos. Los casos de enriquecimiento ilícito a alto nivel son abundantes y conocidos mientras el pueblo de a pie se muere de hambre y frustración.

En medio de ese panorama, que muestra un estado de corrupción generalizada y de impunidad creciente, una denuncia surgió como un rayo estruendoso en medio de una noche en calma. Los titulares de prensa lo dicen todo: Sargento acusado de violar a niña de 13 años la amenazó con el régimen de excepción. Seis soldados participaron de este crimen, y la valentía de las jóvenes víctimas que lograron denunciar los hechos a pesar de las amenazas, impidió esta vez que, como en tantas otras, el caso quede en la oscuridad absoluta.

El hecho despertó natural indignación en la ciudadanía, en particular al conocerse los intentos iniciales por ocultar el caso, la demora de la policía en llegar al lugar, y la forma en que los acusados fueron tratados, intentando evitarles el escarnio público con que el régimen se regodea con opositores o, en general, con personas acusadas no relacionadas a las esferas del poder.

Esta vez ni el mismo presidente pudo hacerse el desentendido y tuvo que salir a la palestra expresando “su esperanza” de que se haga justicia. Mucho más cauto que en cada una de las situaciones en que sus opositores caen víctima de sus arbitrariedades.

Los signos de la descomposición

Pero el caso no se oculta tan rápidamente porque, además, es una clara señal de aquella descomposición mencionada. Los datos van apareciendo y comienzan a tener sentido.

Antes de la aplicación del régimen de excepción eran las pandillas criminales quienes azotaban a las comunidades más pobres y excluidas, así como a sectores medios, sobre todo dedicados al comercio formal e informal, con extorsiones, secuestros, asesinatos y desaparición de personas.

A medida que aquellos grupos fueron retirándose ante la campaña militar implementada, el territorio antes ocupado quedó a merced de elementos policiales y militares. Estos, protegidos bajo el régimen de excepción, se transformaron en dueños y señores de la vida y la muerte, la libertad o la cárcel de cada habitante de esas comunidades, que cambiaron de opresor, pero no dejaron de ser oprimidos.

Los hechos documentados por organismos de Derechos Humanos, como Cristosal, IDHUCA y el Servicio Social Pasionista (SSPAS), revelan patrones imposibles de ignorar.

Según esos estudios, a lo largo de este año y medio de eliminación de garantías continuaron los desplazamientos forzosos. Esto es, familias -en algunos casos comunidades o cantones enteros- que se ven forzados a dejar sus habitats para salvaguardar su vida ante amenazas de criminales; los pequeños caseríos fantasmas, abandonados de prisa, en cuestión de horas, en diversos territorios del país no son cosa del pasado. La gente sigue huyendo hacia otras regiones, hacia zonas urbanas o hacia el exterior, mediante migración irregular forzada.

Pero ha cambiado el factor generador de esos desplazamientos. Hoy se sabe que militares y policías generan 7 de cada 10 desplazamientos durante el régimen. Las organizaciones documentaron un total de 223 casos de desplazamiento forzado interno, de las cuales el 76% expresó que huyó de sus lugares de residencia por presión de agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) o de la Fuerza Armada de El Salvador (FAES), en el periodo comprendido entre marzo de 2022 y junio de 2023.

Según el informe presentado recientemente, entre enero y junio de 2023, hubo 195 víctimas del desplazamiento forzado interno. La mayoría de los afectados son personas de más de 60 años (35.4%), seguido por personas entre 31 y 59 años (22%); un 17.5% corresponde a niños y niñas entre 0-12 años de edad. Al desplazamiento forzado interno se unen otros hechos violatorios de derechos humanos, que en conjunto suman 476 denuncias entre marzo de 2022 y junio de 2023. Esos hechos fueron definidos como amenazas, detenciones arbitrarias, hostigamiento, allanamiento, acoso y abuso sexual, entre otros.

Las conclusiones de este informe nos permiten trazar líneas con otros procesos históricos, donde al amparo de la impunidad y el autoritarismo las fuerzas armadas o de seguridad, empoderadas desde un Estado igualmente represivo, se transforman en enemigos de su pueblo, en su principal agresor.

Lo sucedido actualmente en El Salvador no resulta novedoso, pero es un recordatorio a propios y extraños que cuando la descomposición del régimen comienza, su final será imposible de detener. Es cuestión de tiempo, y no habrá propaganda, campaña de popularidad virtual, o mentiras presidenciales emitidas en cadena nacional que pueda impedir ese proceso.

Por supuesto que lo intentan, como lo ha hecho esta misma semana el ocupante de CAPRES, al quemar un peón ya inservible de su ajedrez político para desviar incómodas atenciones.

En una muestra más de la concepción del régimen de la política-espectáculo, puesto tan en boga por agentes neofascistas en el sur del continente, procedieron a reavivar su narrativa de “guerra a la corrupción” capturando, con las cámaras y las redes bien dispuestas para el evento, a un ex funcionario del Banco de Desarrollo Salvadoreño, Juan Pablo Durán, reconocido en los medios locales desde mucho antes como un oscuro personaje, pero jamás juzgado.

Proveniente de las filas de la Democracia Cristiana y posteriormente de Cambio Democrático, fue diputado en los años 90, eventualmente suspendido del PDC, fue también magistrado del Tribunal Supremo Electoral (2004-2005), y titular de la Loteria Nacional en 2009, de donde fue removido en circunstancias poco claras. Lo mismo que sucedió cuando, en marzo de 2022, el actual mandatario lo removió de su cargo al frente de BANDESAL sin ofrecer mayores explicaciones. Hoy resulta de utilidad propagandística su detención en el aeropuerto al llegar en vuelo desde el exterior.

La maniobra parece, sin embargo, insuficiente y tardía, a pesar de las ya acostumbradas amenazas que el autócrata dedica a propios y extraños cada vez que puede, pretendiendo colocarse por encima de la ley, como fiscal y juez, quien decide de qué lado está la verdad y de qué lado la condena.

Lo volvió a hacer desde sus redes sociales, en un lenguaje que cada vez provoca menos temor y más sonrisas. Otro signo de la decadencia de este régimen que dice sentirse fuerte, pero solo da muestras crecientes de descomposición.

En el siglo XVIII las cortes de Francia destacaron por el uso desenfrenado de perfumes; lo hacían para ocultar los olores humanos ante la escandalosa falta de higiene personal de la nobleza. Las fragancias ocultaban los olores por un tiempo, pero estos siempre, tarde o temprano emergían. Hoy, en la Dinamarca salvadoreña, muchas cosas huelen a podrido, y no parece haber perfume que alcance para ocultar el hedor.

Raúl Larull* Periodista y comunicador. Militante internacionalista. Miembro del FMLN.

Imagen de portada: nationalgeographic.e

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