La puesta en escena del 1 de junio por la noche en el Teatro Nacional de El Salvador pretendió dar un sentido solemne a lo que no fue más que el primer aniversario de un fraude institucionalizado, un asalto al poder, ilegal e inconstitucional, abonado con muertos, presos, miedo, persecución y amenazas, bendecido por organismos y funcionarios corruptos, al servicio del dictador.
Nuevamente, el protagonista se disfrazó de emperador. Colocó en los balcones del teatro al cuerpo diplomático a modo de decoración internacional y completó el patio de butacas con funcionarios de gobierno como comité de aplausos. Por supuesto, la prensa no fue autorizada a entrar al recinto.
Aquella puesta en escena mostró su verdadera esencia cuando el actor principal abrió la boca. Allí todo quedó en evidencia. Los insultos, las bajezas, las mentiras y las amenazas pusieron a cada uno en su lugar, al orador, el primero. La verdadera razón del show se develó mientras las palabras surgían como ladridos.
Acusaciones contra organismos internacionales, teorías conspirativas, victimización y negación de todas las acusaciones de complicidad con el crimen organizado, de corrupción institucionalizada, del retroceso de 40 años en todas las mediciones de país, las culpas a gobiernos anteriores y prensa de investigación, la insistencia hasta el hartazgo en el tema de la seguridad, fueron el preámbulo de las amenazas a quien cuestionara el poder absoluto.
Uno de los puntos salientes de la noche fue reconocer que quien gritaba desde el centro del escenario era también el juzgador inapelable. “Nunca saldrán” (de las cárceles) sentenció a quienes ni siquiera han sido juzgados; posiblemente a quienes ni siquiera han sido aún detenidos.
Si algo tuvo esa ceremonia nauseabunda, impropia de cualquier república, inaceptable en cualquier sistema donde se valore la decencia y el respeto por la vida, la dignidad y las libertades, no solo individuales sino colectivas, es que fue transparente. Algo inusual en un régimen que se caracteriza por su oscuridad.
Transparentó sus verdaderas intenciones. Dejó claro que la ceremonia no era para recordar que un año antes había asaltado el poder como le había dado la gana, que tampoco era para rendir cuentas o informar, porque un dictador no se siente obligado a rendir cuentas a nadie, sino que el acto era para anticipar lo que vendría.
El tiempo de la tiranía ha comenzado y ya no necesitan una imagen agradable. “Me tiene sin cuidado que me llamen dictador” fue la fórmula para advertir que empieza la época de los garrotes, de la persecución abierta, que se acabaron los tiempos de la aparente (e inexistente, más allá de la narrativa oficial) “libertad de expresión”; que quien opine, denuncie o señale a colaboradores del gobierno, será perseguido y condenado. Podemos agregar, aunque no se dijo explícitamente, que será juzgado y condenado por una sola persona y que la decisión será inapelable. Maximiliano Hernández Martínez versión 2.0
En la misma semana esos dichos se hicieron realidad, aunque siguieron ocultando algo que también es verdad, que la dictadura reconoce tácitamente su debilidad insuperable, que sin régimen de excepción permanente, sin un país sometido a escuchas ilegales, a seguimientos de inteligencia, a la construcción de redes de delatores, el modelo no puede funcionar. La receta son cárceles como solución para todo, en un Estado policial donde uno de cada 57 salvadoreños está preso.
Les resulta imprescindible seguir imponiendo el criterio de “culpabilidad preventiva” y la doctrina del enemigo interno, el cuento de las amenazas permanentes, para que incómodos críticos eviten ser capturados saliendo “voluntariamente” del país y que nada contradiga el relato oficial.
Debilidad que la represión no oculta
Prohibido pensar, y (cada vez más) prohibido hablar, movilizarse o actuar contra el régimen autoritario en el poder. Mucho menos denunciar el desmantelamiento y saqueo del Estado en favor del clan familiar y sus socios.
Todos estos mensajes desde el poder constituyen símbolos de profunda debilidad. El 1 de junio, la dictadura asumió su derrota. Se agotó el plan de distracción que prefabricó la imagen del “dictador cool” para entretener incautos, dentro y fuera del país.
Su continuidad descansa en la fuerza, la represión, la persecución y las amenazas. Su mundo es el de los Bannon, Trump, Bolsonaro, Milei, Abascal, Rubio. El resto no existe.
Para el resto, amenazas. Y las cumple. El sábado 7 de junio la dictadura detuvo a otro abogado, Salvador Enrique Anaya, constitucionalista y crítico de la usurpación del poder y de la violación constitucional; como en otros casos, se le adjudican delitos económicos (es la “guerra contra la corrupción” anunciada hace un año como herramienta de persecución política).
El discurso de la seguridad ya no sirve en un país que se muere de hambre. La dictadura sabe que la cuenta atrás ha comenzado y espera perdurar golpeando a los sectores inconformes. Golpeando antes de que se organicen y unifiquen.
No les queda tiempo, y por eso han dejado de cuidar las formas. Ocultan hasta las acusaciones judiciales contra sus opositores, y como las cosas no se calman, “advierten” desde cuentas oficiales, que no se mencione a jueces prevaricadores al servicio del régimen, a fiscales encargados de hacer el trabajo sucio del Ejecutivo, a policías y militares en contubernio con el poder.
Un régimen así no tiene larga vida. Su enfermedad terminal ya comenzó; el oxígeno se le acabará más temprano que tarde. Posiblemente, desde ahora no podrá confiar ni en los que hoy cree fieles y sumisos subordinados. Está perdiendo los nervios.
Derrotas
Kilmar Ábrego ya se encuentra en EEUU, y los cómplices internacionales de este fascismo de nuevo tipo, se apresuraron a inventarle causas para asegurar que la derrota tarde lo más posible en materializarse. El detenido se había convertido en un símbolo incómodo; hoy es una derrota simbólica, y sabemos lo mal que toma esta gente sus derrotas.
Hay otra derrota, aunque no lo parezca. Se acaba de cerrar un largo capítulo de una infamia. Los máximos responsables militares del asesinato de cuatro periodistas holandeses en El Salvador, incluido un otrora todopoderoso Ministro de Defensa, el General José Guillermo García, fueron condenados, 43 años después del hecho. Todavía viven, y terminarán sus vidas en la cárcel. La justicia tardó, pero llegó. Mala noticia para quienes hoy en su arrogancia se creen impunes.
Por otra parte, el reconocimiento de que sólo la represión y la persecución puede sostener esta dictadura es una derrota en sí misma. El modelo que pretendían exportar solo tiene de novedoso el concepto de país colonial carcelario. Repugnante.
Pero la gran derrota, la derrota de todas las derrotas no se la infligió (todavía) el pueblo salvadoreño. Ya llegará, aunque cueste aún bastante dolor y sufrimiento.

De Maximiliano Hernández Martínez a Bukele, de Benito Juárez a Sheinbaum
En estos días el régimen debería presentir otra derrota. Una que viene del ejemplo de otro pueblo, digno y combativo, que supo de dictaduras y violencias, de arbitrariedades y autoritarismos, y que todo lo derrotó, con tiempo, paciencia, organización y lucha. México acaba de dar una lección al mundo.
Mientras en El Salvador un personaje asume la actitud intolerante de acusar y condenar a sus opositores, todo a la vez y sin mucho protocolo; mientras ese personaje destituye arbitrariamente jueces, fiscales, cortes enteras, y reemplaza todo el aparato judicial por lacayos, amenazando a cada uno con castigos ejemplares si no juzgan y sentencian como la dictadura espera, en México el pueblo abrió la puertas y ventanas de un edificio judicial corrupto y decadente.
El 1 de junio, mientras en El Salvador alguien degradaba el poder y se autocalificaba dictador, México elegía democráticamente, por primera vez en su historia, a jueces, ministros y magistrados de la Corte Suprema de Justicia y de Tribunales de diferente orden. Un paso tan radical y esencial será, sin duda, ejemplo para otros pueblos.
Desagradable ejemplo para autócratas como el salvadoreño, pero enorme guía para el pueblo de El Salvador, que no solo ahora, bajo la dictadura, sufre injusticia institucionalizada.
Comparar el gobierno autocrático de El Salvador y la democracia viva y popular de la presidenta de México deja en muy mal predicamento al centroamericano. Es una derrota para la dictadura, para su justicia al servicio de un poder deshumanizado, corrupto y vengativo.
Si hay alguien que se compara al mandatario salvadoreño es el dictador Hernández Martínez, a la presidenta Sheinbaum bien puede asociársela con Benito Juárez, sobre todo porque, siglo y medio después, una persona de origen indígena presidirá la más alta Corte de Justicia de su país.
El ejemplo de México, tan luminoso para su pueblo y para los pueblos del mundo, hace aún más vergonzosa la imagen de la dictadura salvadoreña. Esa también es una derrota, aunque jamás la vayan a aceptar.
Raúl Llarull* Periodista y comunicador. Militante internacionalista. Miembro del FMLN. Colaborador de PIA Global
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