África Análisis del equipo de PIA Global

Malí: el relato como campo de batalla. JNIM y la disputa por la hegemonia mediática

Escrito Por Beto Cremonte

Por Beto Cremonte*-
El avance del JNIM en Malí no sólo refleja la violencia del terrorismo sino la lógica del neocolonialismo contemporáneo: potencias que fabrican el caos, financian el desorden y luego lo administran. Mientras los medios occidentales instalan la narrativa del miedo, el pueblo maliense intenta recuperar su voz, su territorio y su verdad.

 “El terrorismo en África no surge del vacío: es la herramienta más eficaz del neocolonialismo contemporáneo.”

El avance del Jama’at Nusrat al-Islam wal-Muslimin (JNIM) en Malí no puede comprenderse sin reconocer la trama geopolítica que lo sostiene. Lejos de ser un fenómeno espontáneo o puramente religioso, el auge del yihadismo en el Sahel responde a una estrategia histórica de las potencias occidentales: crear, financiar y mantener estructuras de caos controlado que aseguren su dominio económico, militar y simbólico sobre África. Los mismos actores que dicen combatir el terrorismo —Estados Unidos, Francia, la OTAN y sus socios del Golfo— han sido los principales beneficiarios de ese desorden, usando a grupos como JNIM o Al Qaeda como instrumentos para mantener abiertas las venas coloniales del continente.

Terrorismo inducido y economía del caos

El auge de JNIM y de las franquicias de Al-Qaeda en el Sahel no es un fenómeno espontáneo: es el resultado de una arquitectura del caos montada tras la destrucción del Estado libio en 2011, que liberó armas, combatientes y rutas clandestinas hacia Malí, Níger y Burkina Faso. Paneles de expertos de la ONU documentaron desde 2012 el flujo sostenido de armamento y violaciones del embargo que “derramaron” inestabilidad hacia el Sahel, creando el ecosistema material en el que hoy se mueven los grupos yihadistas.

En el plano humanitario, el costo es masivo y creciente. Para 30 de junio de 2025, los reportes operativos de ACNUR registran cientos de miles de personas desplazadas internamente y flujos de refugiados en y desde Malí; las actualizaciones del segundo trimestre de 2025 confirman el deterioro en múltiples regiones por violencia y bloqueos. En paralelo, la propia página país de ACNUR sitúa el orden de magnitud en ~400.000 desplazados internos y ~334.000 refugiados malienses en el exterior. Estas cifras no son “ruido de fondo”: son el resultado directo de la estrategia de guerra social de JNIM (hostigamiento de rutas, cierres de escuelas, presión sobre mercados y combustible).

Los patrones de violencia confirman el salto cualitativo. Los partes regionales de ACLED para 2024-2025 describen picos de actividad y expansión a corredores antes “marginales”, con ofensivas y acciones coordinadas que incluyen sabotaje logístico y ataques a convoyes (incluidos camiones cisterna) que sostienen la vida urbana —un indicio claro de la guerra económicaque el grupo despliega para deslegitimar al Estado.

Esa guerra económica se monta sobre una economía política del conflicto: oro artesanal, contrabando transfronterizo, secuestros y tributación coercitiva. La UNODC detalla cómo el tráfico de oro en el Sahel —con Mali, Burkina y Mauritania como nodos— se ha convertido en vector central de ingresos ilícitos para actores armados; la FATF (GAFI) y el CTED del Consejo de Seguridad subrayan el vínculo entre explotación de recursos naturales y financiamiento del terrorismo, con esquemas que mutan rápido y mezclan flujos locales y externos.

En Malí, el oro es el corazón de la ecuación. La producción industrial cayó 32% interanual a 26,2 t a agosto de 2025 por el parate de Loulo-Gounkoto (Barrick) y tensiones regulatorias; al mismo tiempo, el segmento artesanal (fuente clave de rentas para intermediarios y grupos armados cuando el Estado no logra controlarlo) ronda unas 30 t anuales, según reportes de prensa y medidas recientes del gobierno para frenar accidentes y cerrar la brecha de seguridad en ese circuito. El choque entre declive industrial, presión artesanal y rutas ilícitas crea un triángulo perfecto para la captura de valor por actores violentos.

La prensa maliense recoge el rostro cotidiano de esa estrategia: ataques y quema de cisternas en ejes Kayes-Bamako y Sikasso, checkpoints y amagos de “blocus” de carburante que paralizan ciudades y fuerzan a las FAMa a escoltar convoyes. Aun con desmentidas oficiales puntuales, la evidencia periodística local muestra una capacidad sostenida de interrupción logística que impacta en escuelas, hospitales y abastecimiento urbano. El mensaje político es transparente: sin gobernanza territorial ni soberanía económica, la capital es vulnerable.

El “terrorismo” en Malí opera como dispositivo de disciplinamiento estructural: se alimenta de los escombros geopolíticos de 2011, monetiza recursos (oro y corredores comerciales), y usa el bloqueo económico para partir la legitimidad del Estado. El resultado —desplazamiento, parálisis, caída productiva— no es un efecto colateral: es el objetivo de una economía del caos que beneficia a intermediarios locales y a intereses externos que administran la inestabilidad.

La arquitectura financiera y geopolítica del terrorismo

El terrorismo en el Sahel no sobrevive solo con fusiles. Se alimenta de una red financiera transnacional que combina contrabando, lavado de dinero, oro, hidrocarburos y cooperación de actores estatales y privados que se mueven entre la legalidad y la sombra. Los informes del GAFI (2024) y del Centro de Contraterrorismo de la ONU (CTED) confirman que el financiamiento del JNIM y de sus ramas afines depende de tres pilares:

1. Economías ilícitas locales (oro artesanal, tráfico de ganado, secuestros, impuestos a rutas y comercio);

2. Flujos regionales y externos desde redes del Golfo Pérsico y actores privados de seguridad;

3. Tolerancia o connivencia de potencias occidentales que usan el terrorismo como instrumento de control geopolítico.

En el caso de Malí, el oro es el corazón del conflicto. La producción industrial cayó 32% en 2025, mientras la minería artesanal —difícil de fiscalizar— aumentó su peso y se convirtió en la principal fuente de ingresos para los grupos armados. La UNODC calculó que entre 30 y 40 toneladas de oro salen anualmente por canales no declarados, financiando redes de contrabando y estructuras armadas en el Sahel occidental. El país es el cuarto productor africano con exportaciones estimadas de unos 60 t anuales, aunque casi la mitad sale por canales no declarados. El oro artesanal, explotado en zonas como Kéniéba, Yanfolila o Kangaba, genera ingresos paralelos que los grupos armados transforman en efectivo mediante contrabando hacia Senegal o Mauritania.

A esto se suman los flujos financieros externos: fundaciones “caritativas” del Golfo, contratistas occidentales en el sector minero y empresas de seguridad que operan en zonas grises. En varios casos, los mismos actores que proveen asistencia militar son los que controlan los contratos extractivos. La guerra se convierte así en un modelo de negocio. La inestabilidad se transforma en una industria global, donde las potencias que dicen combatir el terrorismo son las que más se benefician de él.

En Malí, el oro se ha convertido en el principal lubricante del conflicto.

Informes de la UNODC de 2024 estiman que los grupos vinculados al JNIM pueden obtener entre 100 y 150 millones USD anuales de esa economía informal, combinando “impuestos” y control de rutas.

El tráfico de armas sigue otro circuito: proviene de los arsenales libios, pasa por Níger y Argelia, y se redistribuye hacia el Sahel occidental. La OTAN, al desmantelar Libia en 2011, abrió un corredor que sigue activo: un “efecto boomerang” del intervencionismo europeo.

A ello se suma el factor financiero externo. Diversas investigaciones independientes —incluyendo las de The Intercept y Middle East Eye— han señalado financiamiento indirecto desde fundaciones y bancos del Golfo hacia redes islámicas en África occidental. Los capitales pasan por fundaciones de caridad o proyectos de desarrollo que terminan filtrando dinero a mediadores tribales o religiosos vinculados a los grupos armados. En paralelo, contratistas de seguridad privados occidentales operan en zonas mineras estratégicas, muchas veces “sin registro público” y con cobertura diplomática. En esos espacios grises, el terrorismo y la seguridad se confunden: un mismo circuito de dinero alimenta al enemigo y al contratista que cobra por combatirlo.

Así, la “guerra contra el terrorismo” funciona como una industria multinacional. Las potencias que financian operaciones antiterroristas son, a la vez, beneficiarias del oro, el uranio y el petróleo africanos. La inestabilidad no es un costo: es el modelo de negocio.

La narrativa occidental: fabricar el enemigo, borrar las causas

Si el terrorismo es el cuerpo de la dominación, los medios occidentales son su voz. Ningún sistema de poder subsiste sin relato, y el relato del Sahel se construye desde París, Londres o Washington, no desde Bamako o Gao. En los discursos de The Guardian, Reuters o Le Monde, el Sahel aparece como un territorio fallido y sin futuro, incapaz de sostenerse sin tutela extranjera. Esa narrativa reemplaza el análisis político por la administración del miedo.

La prensa hegemónica europea repite los mismos marcos desde hace dos décadas: “terrorismo islamista”, “Estados fallidos”, “intervención humanitaria”. Detrás de esa aparente neutralidad hay un proyecto ideológico: reinstalar la necesidad del control colonial bajo el disfraz de la seguridad global. Entre enero y septiembre de 2025, el 90 % de las notas publicadas por Reuters, Le Monde, BBC Africa y The Guardian sobre Malí usaron las expresiones “yihadistas”, “extremistas”, “colapso” o “estado fallido”. En cambio, menos del 8 % mencionaron términos como “neo-colonialismo”, “control de recursos” o “interferencia extranjera”.

La estadística no es trivial: muestra que el lenguaje del miedo sustituye el análisis estructural.

Mientras tanto, en los portales malienses, los titulares son distintos: «Blocus du carburant: le pays à l’arrêt» (Bloqueo de combustible: el país paralizado), «Les djihadistes imposent la zakat sur les routes du Sud» (Los yihadistas imponen el zakat en las carreteras del sur), «Les villages abandonnés se réorganisent autour de la résistance» (Las aldeas abandonadas se están reorganizando en torno a la resistencia). Allí no se habla de “Estado fallido” sino de pueblos resistiendo. La prensa africana —Maliweb, L’Essor, Sahel Tribune— presenta un relato que reconoce la gravedad del conflicto pero lo enmarca en una lucha por la soberanía. Las notas describen los bloqueos de combustible, la parálisis urbana, los impuestos religiosos y la respuesta popular. No hablan de “colapso”, sino de “resistencia”. En esa diferencia semántica se juega la dignidad africana.

Los medios occidentales omiten, además, un detalle esencial: la expansión del JNIM coincide con la retirada francesa y la reducción de la presencia militar extranjera, y cada informe alarmista sobre el “avance del extremismo” se publica justo cuando la Confederación del Sahel (Malí-Burkina – Níger) fortalece su cooperación. El mensaje implícito es claro: sin Occidente, África se hunde.

El control de la narrativa mediática es, entonces, una forma de guerra psicológica. Se criminaliza la independencia africana y se santifica la injerencia extranjera. Se convierte al terrorismo en enemigo útil y al soberano africano en villano autoritario.

Así se produce lo que Achille Mbembe llamó “la administración del miedo”: un régimen discursivo que paraliza la imaginación política africana y legitima la vigilancia permanente sobre el continente.

Voces del Sahel y soberanía informativa: reconstruir la realidad desde adentro

En el corazón del Sahel, la guerra contra JNIM también se libra en el terreno de la información. Los medios locales, comunicadores populares y el propio Estado maliense disputan el derecho a narrar su historia sin intermediarios coloniales. Allí, medios locales, comunicadores populares y el propio Estado maliense libran una guerra simbólica por recuperar el derecho a nombrar su realidad sin filtros coloniales.

En Maliweb.net, las crónicas del 2025 describen con detalle los bloqueos de combustible, la quema de camiones cisterna y el impacto directo de la guerra en la vida civil: escuelas cerradas, mercados vacíos, mujeres obligadas a caminar kilómetros para encontrar gasoil o alimentos. No es una retórica alarmista, sino un retrato de un país que enfrenta una guerra económica y psicológica planificada, donde el enemigo no sólo dispara, sino que impide que la nación respire.

La cobertura no idealiza al Estado, pero se aparta del fatalismo occidental: habla de una sociedad que se reorganiza desde abajo, que improvisa estructuras comunitarias y que sostiene la moral de resistencia pese a la asfixia. Los periódicos estatales, como L’Essor o los boletines de la Agence Malienne de Presse et de Publicité (AMAP), adoptan una narrativa de defensa nacional. Informan sobre operaciones del ejército (FAMa), homenajes a las víctimas, cooperaciones regionales y acuerdos con socios estratégicos como Rusia o Burkina Faso.

Su discurso subraya la idea de reconstrucción soberana: un país en guerra no sólo contra el terrorismo, sino contra la dependencia. “Controlar la información es también defender el territorio”, sintetizó un editorial de L’Essor en septiembre de 2025, en referencia a la expulsión de France 24 y RFI.

El gobierno de Assimi Goïta comprende que la comunicación es una trinchera política. Las potencias occidentales moldearon durante décadas la imagen de Malí como un Estado fallido, y hoy —ante el intento de emancipación política y militar— despliegan una guerra informativa para reinstalar la narrativa del caos.

Frente a esa ofensiva, Bamako apuesta por una estrategia de soberanía mediática: fortalecer medios nacionales, promover una prensa regional alineada con la Confederación del Sahel y tejer redes informativas con países que comparten la ruptura con el viejo orden colonial.

Las cifras acompañan este viraje. En 2025, el Estado maliense destinó más del 2 % de su presupuesto público a comunicación estratégica y medios públicos, duplicando el gasto de 2022. Paralelamente, los acuerdos con Rusia y China incluyen infraestructura de telecomunicaciones y programas de formación de periodistas africanos. Se trata de reconstruir la infraestructura simbólica del país, tanto como la material.

Esta política comunicacional —criticada por ONG europeas como “censura”— es entendida en el Sahel como una forma de autodefensa cognitiva. No se trata de silenciar disensos, sino de romper la dependencia narrativa de agencias como AFP o Reuters, cuya cobertura sigue sirviendo a los intereses económicos y militares de sus gobiernos.

En esa dirección, medios como L’Essor, Sahel Tribune o Radio Mali desempeñan hoy un rol doble: informan sobre el frente interno, pero también reconstruyen la legitimidad simbólica de un Estado que había sido reducido al silencio. Las radios rurales, por su parte, han asumido una tarea pedagógica: explicar a la población los objetivos del gobierno, desmontar rumores y combatir el miedo que propagan tanto los grupos armados como la prensa occidental.

Esa revolución mediática africana forma parte del mismo proceso que encabezan los gobiernos de transición en Malí, Burkina Faso y Níger, unidos en la Confederación de Estados del Sahel. Allí la soberanía no se mide sólo por el control del oro o de las fronteras, sino por la capacidad de nombrar el mundo con voz propia.

La prensa del Sahel no es un simple instrumento del poder: es una herramienta de emancipación política y cultural, heredera del espíritu de Thomas Sankara y de la palabra panafricanista de Patrice Lumumba. Al devolver al pueblo la posibilidad de reconocerse en su propia narrativa, los Estados del Sahel están reescribiendo la historia reciente de África, una historia donde el silencio impuesto por Occidente deja paso a la afirmación de la identidad y la verdad africanas.

La independencia del siglo XXI se escribe en el Sahel

Malí no está solo enfrentando una organización terrorista: está enfrentando el modelo global que produce y administra el caos. El JNIM, Al Qaeda y las múltiples células que operan bajo su bandera no son causas, sino síntomas de un sistema mundial que necesita el desorden para sobrevivir. Allí donde un Estado africano intenta liberarse, aparecen las armas, el hambre o la “crisis humanitaria” como herramientas de castigo.

La resistencia del Sahel —liderada por Malí, Burkina Faso y Níger— es, en ese sentido, la primera revolución anticolonial del siglo XXI. Ya no se trata de expulsar soldados, sino de desarmar los mecanismos invisibles del dominio: la deuda, la propaganda, el miedo. En un contexto donde la dominación ya no se impone sólo por cañones, sino por narrativas y algoritmos, la independencia debe ser también epistemológica y comunicacional.

La lucha de Malí es doble: territorial y simbólica. En el plano militar, enfrenta una guerra híbrida donde los enemigos son tanto los grupos armados como las potencias que los sostienen. En el plano mediático, combate la colonización del sentido, la idea fabricada de que África sólo existe en el relato de otros. Cada titular europeo que anuncia “el colapso del Estado maliense” es una bala más en esa guerra semiótica que busca negar el derecho del pueblo africano a autodefinirse.

Las cifras reflejan la magnitud de esa disputa: más de 7.000 muertos y 2 millones de desplazados en toda la franja del Sahel entre 2022 y 2025 (según ACLED y la ONU), miles de escuelas cerradas, pérdidas de más de 400 millones de dólares en producción agrícola y minera por bloqueos terroristas. Pero también un aumento del 60 % en la producción de medios nacionales y la expansión del acceso a radios rurales y portales digitales impulsados por el propio Estado maliense y sus aliados del Sahel.

El campo de batalla se ha trasladado a la mente colectiva: allí donde antes la información era colonizada, hoy comienza a emerger una voz africana autónoma.

El nuevo Sahel se define por su voluntad de romper el monopolio del miedo. Las revoluciones encabezadas por Assimi Goïta, Ibrahim Traoré y Abdourahamane Tiani no buscan instaurar dictaduras militares, sino refundar Estados soberanos capaces de decidir sobre sus recursos, su educación y su comunicación.

Ese proceso —tormentoso, contradictorio, pero profundamente liberador— inaugura una etapa donde la independencia se mide por la capacidad de producir verdad propia.

Como en los tiempos de Lumumba o Sankara, África vuelve a hablar con su propia voz. Y Malí, con su historia de resistencia —desde Soundiata Keïta hasta Modibo y hoy Goïta—, encarna esa continuidad histórica de insumisión.

*Beto Cremonte,  docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la UNLP, Licenciado en Comunicación social, UNLP, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS UNLP.

Acerca del autor

Beto Cremonte

Docente, profesor de Comunicación social y periodismo, egresado de la Unlp, Licenciado en Comunicación social, Unlp, estudiante avanzado en la Tecnicatura superior universitaria de Comunicación pública y política. FPyCS Unlp

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