El mito fundacional y sus contradicciones
Cuando Alfred Nobel estableció en 1895 su premio para quienes trabajaran por “la fraternidad entre las naciones”, lo hacía desde el corazón del sistema imperial europeo en su apogeo. Nobel era un industrial sueco cuya fortuna provenía de la dinamita y otros explosivos que facilitaron tanto la expansión colonial como las guerras entre potencias europeas. La contradicción fundacional es difícil de ignorar: un premio a la paz financiado por las ganancias de la destrucción, administrado desde una Europa que mantenía bajo dominación colonial a la mayor parte de la humanidad.
El “espíritu de 1901” que muchos romantizan era, en realidad, profundamente eurocéntrico. La “fraternidad entre las naciones” significaba, en la práctica, la paz entre potencias imperiales europeas, no la liberación de los pueblos colonizados. Este sesgo original no fue un accidente corregible, sino la matriz ideológica del premio: la paz se concebía como estabilidad del orden existente, no como justicia o emancipación.
Roosevelt: el imperialismo premiado y celebrado
El caso de Theodore Roosevelt en 1906 no es meramente controvertido: es obsceno. Premiado por mediar en la guerra ruso-japonesa, Roosevelt era en ese momento el arquitecto y símbolo más visible del imperialismo estadounidense. Su “Corolario Roosevelt” a la Doctrina Monroe (1904) había transformado una declaración defensiva contra la intervención europea en América en una licencia explícita para que Estados Unidos actuara como “policía internacional” en el hemisferio, interviniendo militarmente cuando lo considerara necesario.
Bajo Roosevelt, Estados Unidos invadió Cuba, anexó Puerto Rico, colonizó Filipinas masacrando entre 200,000 y 1 millón de filipinos que resistían la ocupación, fabricó la separación de Panamá de Colombia para controlar el canal, y estableció el patrón de “diplomacia del garrote” que dominaría las relaciones interamericanas durante el siglo XX. Roosevelt declaraba abiertamente que las razas “inferiores” debían ser civilizadas por la fuerza, y celebraba la expansión imperial como deber moral del hombre blanco.
Que el Comité Nobel premiara a este paladín del imperialismo revela la verdad incómoda: desde sus inicios, el premio no cuestionaba el colonialismo ni el racismo estructural del orden internacional, sino que los legitimaba. La “paz” que Roosevelt supuestamente promovía era la pax americana impuesta a punta de fusil sobre pueblos que luchaban por su autodeterminación. Este precedente contaminó irreversiblemente el ADN del premio.

Las ausencias calculadas: Gandhi y el pacifismo inconveniente
La negativa sistemática a premiar a Mahatma Gandhi no fue un error, sino una decisión política. Nominado cinco veces entre 1937 y 1948, Gandhi representaba todo lo que el establishment europeo temía: un anticolonialismo radical que cuestionaba no solo los métodos del imperio, sino su misma legitimidad moral. Los documentos del Comité revelan que consideraban a Gandhi “demasiado nacionalista”, un eufemismo transparente para decir que su lucha contra el Imperio Británico lo hacía inaceptable.
La ironía es brutal: el ícono del pacifismo más consecuente del siglo XX, fue considerado demasiado peligroso para recibir un premio de paz. ¿Peligroso para quién? Para el orden colonial que el Comité Nobel protegía. Mientras tanto, el premio se otorgaba a reformistas moderados y figuras que no cuestionaban las estructuras fundamentales del poder imperial.
Esta exclusión se repitió con innumerables líderes anticoloniales africanos, asiáticos y latinoamericanos. Frantz Fanon, Amílcar Cabral, Patrice Lumumba, Fidel Castro, Salvador Allende; ninguno de los grandes pensadores y líderes de la descolonización fue siquiera considerado seriamente. El mensaje era claro: la resistencia al colonialismo, sin importar cuán pacífica sea o cuanta paz produjera, no calificaba como “paz” en el vocabulario del Comité Nobel.
Kissinger: cuando la máscara cayó definitivamente
Si Roosevelt reveló el sesgo imperial del premio, Henry Kissinger en 1973 lo convirtió en farsa obscena. Premiado junto al vietnamita Le Duc Tho por los Acuerdos de Paz de París, Kissinger era el arquitecto de crímenes de guerra masivos: la expansión secreta e ilegal de la Guerra de Vietnam a Camboya y Laos, con bombardeos que mataron a más de 500.000 civiles; el apoyo al golpe de Pinochet en Chile que derrocó al gobierno democrático de Allende; el respaldo a la dictadura genocida en Bangladesh; la luz verde a Indonesia para invadir Timor Oriental, resultando en 200.000 muertes.
Le Duc Tho rechazó el premio con dignidad, señalando que la paz real no había llegado a Vietnam. Dos miembros del Comité Nobel renunciaron en protesta. Pero el daño estaba hecho: el premio había sido entregado a un criminal de guerra en activo, blanqueando su reputación y legitimando décadas de intervencionismo estadounidense. Kissinger usaría el Nobel como escudo moral mientras continuaba apoyando dictaduras y masacres en Argentina, Uruguay y África.
Desde una perspectiva del Sur Global, este momento fue revelador: el Nobel de la Paz no era un reconocimiento a la paz, sino un instrumento de legitimación del poder imperial estadounidense en plena Guerra Fría. Los bombardeos sobre campesinos vietnamitas, camboyanos y laosianos eran compatibles con el concepto de “paz” del Comité; la resistencia armada de los pueblos del Tercer Mundo contra el imperialismo, no.
Obama: la guerra perpetua con rostro progresista
Barack Obama recibió el premio en 2009 por su “extraordinaria labor para fortalecer la diplomacia internacional”, apenas nueve meses después de asumir el cargo y sin ningún logro concreto. La decisión fue un acto de fe en la retórica, un premio a las expectativas que el primer presidente negro estadounidense generaba en el imaginario europeo liberal.
Lo que siguió fue predecible para cualquiera que analizara la estructura imperial estadounidense más allá de la identidad de su presidente. Obama expandió dramáticamente el programa de asesinatos con drones, bombardeando siete países distintos y normalizando el concepto de “listas de muerte” extralegales. Miles de civiles murieron en Pakistán, Yemen, Somalia, Libia, Afganistán, Siria e Irak. En 2015, su administración bombardeó el hospital de Médicos Sin Fronteras en Kunduz, Afganistán, matando a 42 personas en lo que la organización denunció como crimen de guerra.
Obama intensificó la guerra en Afganistán, destruyó el Estado libio mediante intervención militar, mantuvo Guantánamo operativo, supervisó la mayor expansión de vigilancia masiva de la historia, y deportó más inmigrantes que cualquier presidente previo. El laureado Nobel de la Paz perfeccionó la “guerra permanente” heredada de Bush, pero con un marketing más sofisticado y una apariencia cosmopolita que sedujo a las élites europeas.
Desde América Latina, África y Medio Oriente, el premio a Obama confirmó lo que ya sabíamos: el Nobel puede otorgarse a quien mantiene el orden imperial, sin importar cuántos cuerpos de personas racializadas se acumulen en el proceso. La diferencia con Kissinger era meramente estética: Obama mataba con drones “inteligentes” y retórica de derechos humanos; Kissinger con bombardeos masivos y cinismo abierto. El resultado para las víctimas era idéntico.

La invisibilización conveniente: las Madres de Plaza de Mayo
El premio a Adolfo Pérez Esquivel en 1980 ilustra otra dimensión de la política del Nobel: cuando finalmente se reconoce a una figura del Sur Global, debe ser bajo términos cuidadosamente controlados. Pérez Esquivel, arquitecto y activista argentino, había fundado el Servicio Paz y Justicia y denunciado la dictadura militar argentina, sufriendo prisión y tortura por ello. Su labor era genuina y valiente, y merece reconocimiento.
Pero la decisión de premiar a un individuo en lugar de a las Madres de Plaza de Mayo, el movimiento colectivo de mujeres que desafiaba semanalmente a la dictadura más brutal del Cono Sur, no fue accidental. Las Madres representaban algo más perturbador para el establishment internacional: un movimiento autónomo, liderado por mujeres de clase trabajadora, sin mediación institucional ni discurso diplomático palatino. Su consigna “Aparición con vida” y su demanda de justicia sin perdón ni olvido amenazaban con cuestionar no solo la dictadura argentina, sino el sistema de impunidad que Estados Unidos y Europa habían construido para proteger a sus aliados autoritarios en el Cono Sur.
Las Madres, con su radicalidad plebeya y su rechazo a cualquier reconciliación que no incluyera verdad y justicia, eran demasiado incómodas. Premiar al movimiento habría requerido reconocer explícitamente el rol de Estados Unidos en la Operación Cóndor, el apoyo de corporaciones occidentales a las dictaduras, y la complicidad del sistema financiero internacional en el modelo económico neoliberal que las juntas militares implementaban mediante el terror. Era mucho más conveniente individualizar el reconocimiento.
Esta misma lógica se repetiría: premiar a Rigoberta Menchú (1992) pero no al movimiento maya guatemalteco.
Corina Machado: la oposición funcional al imperio
La nominación de Corina Machado al Nobel de la Paz en 2025 representa la continuación lógica de esta tradición. Machado es presentada en Occidente como “defensora de la democracia” frente al autoritarismo chavista venezolano, pero su trayectoria revela un patrón diferente: es una figura de la oligarquía venezolana que ha apoyado explícitamente golpes de Estado, llamado a la intervención militar extranjera contra su propio país, y celebrado las sanciones económicas que han causado una crisis humanitaria devastadora.
En 2002, Machado firmó el Decreto Carmona que disolvió todas las instituciones democráticas venezolanas durante el golpe contra Hugo Chávez. Posteriormente ha pedido reiteradamente invasión militar estadounidense y recibido financiamiento de agencias estadounidenses como NED (National Endowment for Democracy) y USAID, conocidas por su rol en operaciones de cambio de régimen. Su agenda económica ultraliberal promete la privatización de los recursos venezolanos y la reversión de todas las políticas sociales del chavismo.
¿Por qué Machado es candidata seria al Nobel mientras innumerables defensores de derechos humanos que desafían al poder estadounidense o sus aliados son ignorados? La respuesta es transparente: Machado es funcional a los intereses geopolíticos de Estados Unidos y Europa en un momento de disputa por los recursos venezolanos y de confrontación con el eje alternativo al orden occidental que Venezuela simboliza junto a Cuba, Nicaragua, Rusia, China e Irán.
Compare el tratamiento a Machado con el silencio ensordecedor sobre Julian Assange, encarcelado durante años por exponer crímenes de guerra estadounidenses, o sobre los activistas palestinos que resisten el apartheid israelí. El Comité Nobel premia la “disidencia” que desafía a enemigos del orden occidental; criminaliza o ignora la disidencia que cuestiona ese mismo orden.
La selectividad reveladora: a quién se premia y a quién se ignora
La historia del Nobel de la Paz está marcada por una selectividad que expone su naturaleza política. Durante la Guerra Fría, se premió sistemáticamente a disidentes del bloque soviético: Andrei Sakharov (1975), Lech Walesa (1983), el Dalai Lama (1989). Estos reconocimientos eran legítimos en términos de la entrega individual de los laureados, pero formaban parte de una estrategia geopolítica occidental.
Simultáneamente, se ignoraba o criminalizaba a figuras equivalentes que desafiaban dictaduras pro-occidentales. Ningún disidente de la dictadura de Pinochet, apoyada por Estados Unidos y Europa, fue premiado. Ningún líder de la resistencia palestina contra la ocupación israelí. Ningún activista que denunciara las dictaduras del Golfo, aliadas occidentales. Nelson Mandela tuvo que esperar hasta 1993, cuando ya era “seguro” premiarlo, y aun así compartió el premio con De Klerk, el último presidente del apartheid, en un gesto de equivalencia moral obsceno.
En el siglo XXI, el patrón continúa: Liu Xiaobo (China, 2010), Ales Bialiatski (Bielorrusia, 2022), Narges Mohammadi (Irán, 2023). Todos disidentes en países considerados adversarios de Occidente. El caso de Mohammadi es particularmente revelador: su premio en 2023 coincidió perfectamente con la campaña occidental de presión máxima contra Irán, en un momento de intensificación de sanciones y amenazas militares. El Comité Nobel instrumentaliza las luchas de las mujeres de Mohammadi, las supervisibiliza y pretende que tiene una influencia y despliegue que no tienen en la realidad, para impugnar globalmente la Revolución Islámica.
El contraste es instructivo: mientras se premia la disidencia contra el gobierno iraní, el Comité ignora sistemáticamente a las activistas feministas en Arabia Saudita, donde las mujeres enfrentan restricciones peores, pero cuyo régimen es aliado clave de Occidente. Loujain al-Hathloul, encarcelada y torturada por exigir el derecho de las mujeres a conducir en Arabia Saudita, nunca fue considerada seriamente. La activista yemení que denuncia los crímenes de guerra saudíes, financiados con armas occidentales, permanece invisible para el Comité. El mensaje es transparente: el Nobel premia el feminismo que desafía a enemigos de Occidente, ignora el feminismo que cuestiona a sus aliados.
Mientras tanto, el premio nunca ha ido a quienes desafían al apartheid israelí en Palestina, a los defensores de derechos humanos asesinados masivamente en Colombia (con gobierno aliado de Estados Unidos), a los movimientos que resisten el extractivismo corporativo occidental en África, Asia y América Latina.
El caso omitido: Aung San Suu Kyi y la imposibilidad de la rectificación
Aung San Suu Kyi recibió el Nobel en 1991 mientras estaba bajo arresto domiciliario en Myanmar, convertida en ícono de la resistencia pacífica contra la dictadura militar. Su caso fue celebrado como triunfo del activismo no-violento. Pero cuando llegó al poder y su gobierno supervisó la limpieza étnica de la minoría rohingya en 2017 —descripta por Naciones Unidas como posible genocidio con más de 700.000 refugiados y miles de muertos— el Comité Nobel se encontró en una posición imposible.
La política del Comité de nunca revocar premios, diseñada para proteger la “santidad” del galardón, se convirtió en una trampa moral. Suu Kyi retenía su Nobel mientras defendía públicamente las masacres. El mensaje implícito era devastador: una vez que el establecimiento occidental ha invertido capital simbólico en una figura, esa figura obtiene impunidad permanente, sin importar qué atrocidades cometa posteriormente.
Desde una lectura anticolonial, el caso Suu Kyi revela otra dimensión: fue premiada cuando desafiaba a una junta militar que rechazaba alinearse con Occidente; fue protegida cuando su gobierno perpetraba genocidio contra una minoría musulmana. El Comité podía tolerar la limpieza étnica de rohingyas mucho más fácilmente que una Myanmar no alineada con intereses occidentales.
La cooptación de la ONU y el Nobel: destinos paralelos
La historia del Nobel de la Paz corre paralela a la degradación de otro proyecto supuestamente universalista: las Naciones Unidas. Ambas instituciones nacieron con aspiraciones de superar el sistema imperial y guerrero que había producido dos guerras mundiales. Ambas fueron rápidamente capturadas por las mismas estructuras de poder que pretendían trascender.
La ONU fue diseñada en 1945 con retórica universalista, pero su Consejo de Seguridad consagró la desigualdad: cinco potencias con poder de veto, tres de ellas imperios coloniales activos (Reino Unido, Francia, Estados Unidos). Este pecado original garantizó que la ONU nunca podría cuestionar efectivamente el imperialismo de sus miembros más poderosos. Mientras condenaba retóricamente el colonialismo, la ONU fue incapaz de impedir las guerras coloniales francesas en Argelia e Indochina, la invasión soviética de Afganistán, las invasiones estadounidenses de Vietnam, Irak, o la ocupación israelí de Palestina.
El Nobel siguió una trayectoria similar. Nacido con la aspiración de premiar el pacifismo genuino, fue rápidamente transformado en un instrumento que premia la “paz” definida desde los intereses de las potencias occidentales. Cuando la ONU misma recibió el Nobel en 2001, junto con su entonces Secretario General Kofi Annan, el premio celebraba una institución que había demostrado ser estructuralmente incapaz de desafiar el unilateralismo estadounidense, que apenas dos años después invadiría Irak ilegalmente sin autorización del Consejo de Seguridad.
Los premios anticipados: apostar por la impunidad
Una de las estrategias más perniciosas del Comité Nobel en las últimas décadas ha sido premiar “procesos de paz” antes de que produzcan resultados verificables, apostando por futuros inciertos que legitiman a líderes políticos cuestionables. Esta táctica convierte al premio en un instrumento de presión política disfrazado de reconocimiento moral.
Juan Manuel Santos recibió el premio en 2016 por el acuerdo de paz con las FARC en Colombia. Semanas después, ese acuerdo fue rechazado en referéndum popular. Más importante aún, Santos había sido Ministro de Defensa durante la presidencia de Álvaro Uribe, supervisando la política de “seguridad democrática” que incluyó ejecuciones extrajudiciales masivas (los “falsos positivos”: más de 6400 civiles asesinados por el ejército y presentados como guerrilleros muertos en combate). El Nobel blanqueó su historial militarista.
Abiy Ahmed recibió el premio en 2019 por firmar un acuerdo de paz con Eritrea. Un año después, lanzó una guerra brutal en la región de Tigray que causó cientos de miles de muertos, hambruna masiva, y violaciones sexuales sistemáticas como arma de guerra. El Comité Nobel guardó silencio sepulcral mientras su laureado supervisaba atrocidades.
Estos premios anticipados no son errores de cálculo, sino parte de una estrategia: premiar a líderes que la diplomacia occidental considera “moderados” o “pragmáticos”, proporcionándoles capital simbólico que pueden usar para neutralizar a la oposición interna más radical y consolidar acuerdos que favorecen los intereses geopolíticos dominantes.

La guerra de narrativas: disidentes funcionales vs. resistencia genuina
El Nobel de la Paz se ha convertido en un campo de batalla de la guerra narrativa global. Occidente premia a “disidentes” en países adversarios mientras criminaliza o ignora la disidencia contra sus propias estructuras de poder y las de sus aliados. Esta doble moral no es hipocresía accidental, sino política deliberada.
Edward Snowden, quien expuso el sistema de vigilancia masiva estadounidense que viola los derechos humanos de millones globalmente, vive exiliado y nunca fue considerado seriamente. Chelsea Manning fue encarcelada por revelar crímenes de guerra estadounidenses. Julián Assange enfrentó persecución implacable por publicar evidencia de esos crímenes. Ninguno recibió apoyo del Comité Nobel, que prefiere celebrar la transparencia y libertad de expresión en abstracto, nunca cuando desafía al poder occidental.
En contraste, figuras como Liu Xiaobo son elevadas a mártires. Su disidencia era funcional a la narrativa occidental de confrontación con China. No estamos cuestionando la legitimidad de luchas individuales, sino la selectividad sistemática del Comité: solo la disidencia que desafía a enemigos geopolíticos de Occidente recibe reconocimiento; la que desafía a Occidente o sus aliados es ignorada o criminalizada.
El dinero habla: lobbying y campañas por el Nobel
Detrás de cada nominación hay una maquinaria de relaciones públicas, presión diplomática y lobbying que el Comité Nobel raramente reconoce públicamente. Gobiernos, fundaciones, ONGs y corporaciones lanzan campañas sofisticadas de años de duración para promover a sus candidatos. Estas campañas requieren recursos masivos: acceso a medios internacionales, cabildeo en Noruega, producción de documentales y libros, organización de conferencias académicas.
Esta realidad estructura fundamentalmente quién puede aspirar al premio. Un activista comunitario en el Congo que enfrenta corporaciones extractivas occidentales no tiene acceso a estos recursos. Un líder indígena amazónico asesinado por defender su territorio contra petroleras no tiene fundaciones europeas promocionándolo. Pero Corina Machado, respaldada por think tanks estadounidenses, la OEA bajo influencia estadounidense, y medios corporativos occidentales, tiene una maquinaria de relaciones públicas completa trabajando por su candidatura.
El proceso mismo está diseñado para favorecer a figuras que ya tienen capital simbólico en círculos occidentales, creando un circuito cerrado: solo quienes ya son visibles para las élites europeas pueden ser considerados, y esa visibilidad está determinada por cuán funcionales sean a narrativas e intereses occidentales.
La trampa de la “paz” como concepto despolitizado
El Nobel de la Paz opera bajo una ficción peligrosa: que la “paz” es un valor universal separable de cuestiones de justicia, redistribución de poder y transformación estructural. Esta despolitización convierte a la paz en la estabilización del status quo, donde las víctimas de la violencia estructural deben aceptar su subordinación con resignación pacífica.
Desde las epistemologías insurgentes del Sur y el pensamiento anticolonial, esta concepción de paz es violencia disfrazada. Benito Juárez dirá temprano que, “No hay paz sin justicia”. La paz auténtica requiere el fin de la dominación colonial, imperialista y capitalista que constituye violencia cotidiana contra miles de millones.
Bajo esta lógica, el Comité Nobel nunca premiaría la verdadera paz, porque eso requeriría premiar movimientos revolucionarios que desafían el orden establecido: los Panteras Negras, la resistencia palestina, las insurgencias suramericanas y caribeñas, los movimientos indígenas que bloquean oleoductos. Estos movimientos buscan paz, pero primero exigen justicia. Para el Nobel, eso los descalifica.
¿Reformar o abolir?
Algunos proponen reformas: internacionalizar el Comité incluyendo perspectivas africanas, asiáticas y latinoamericanas; establecer mecanismos de revocación; privilegiar movimientos colectivos sobre individuos; transparentar el proceso. Estas reformas son deseables pero probablemente insuficientes.
El problema es más fundamental: el Nobel está estructuralmente atado a un orden de poder que busca legitimarse, no transformarse. Está financiado por capital occidental, administrado por instituciones noruegas/occidentales, y opera bajo supuestos epistemológicos eurocéntricos sobre qué constituye paz y quién puede ser agente de paz.
Quizás la pregunta más honesta es: ¿necesitamos que instituciones europeas nos digan quién merece reconocimiento por trabajar por la paz? ¿No deberían los movimientos del Sur Global construir sus propios mecanismos de reconocimiento, basados en epistemologías y valores propios? El problema no es solo mejorar el Nobel, sino descentrarlo, quitarle el monopolio simbólico sobre quién es considerado constructor de paz.
El Premio Nobel de la Paz ha funcionado durante 124 años como un instrumento de legitimación del orden imperial, primero europeo, luego estadounidense, ahora occidental en su conjunto. De Theodore Roosevelt a Henry Kissinger, de la exclusión de Gandhi a la celebración de Obama, de ignorar a las Madres de Plaza de Mayo a premiar a Corina Machado, el patrón es consistente: se premia la paz que no cuestiona las estructuras fundamentales de dominación global.
Cada octubre, el anuncio del nuevo laureado es recibido en el Sur Global con una mezcla de escepticismo, indignación y risa amarga. Sabemos que no se premiará a quienes desafían al FMI y el Banco Mundial, que empobrecen a África y América Latina. No se premiará a quienes resisten las bases militares estadounidenses. No se premiará a quienes exponen los crímenes de corporaciones occidentales. No se premiará a quienes luchan contra el cambio climático bloqueando infraestructura de combustibles fósiles de empresas europeas y estadounidenses.
El Nobel de la Paz es el premio a la paz que el imperio puede tolerar: la paz que no toca sus privilegios, no redistribuye su riqueza robada, no cuestiona su violencia estructural. Es un premio a la paz de los cementerios, donde los oprimidos aceptan su opresión con dignidad paciente.
Quizás el mayor legado del Nobel de la Paz sea pedagógico: nos enseña, año tras año, que las instituciones del orden liberal internacional nunca serán aliadas de la liberación genuina. Nos enseña que debemos construir nuestras propias legitimidades, celebrar a nuestros propios mártires y héroes, definir nuestros propios valores. El rey está desnudo, y cada vez más personas en el Sur Global simplemente se encogen de hombros y miran hacia otro lado.
La paz real vendrá de los movimientos que el Nobel jamás premiará: los que plantan cara al imperio, redistribuyen tierra y riqueza, desmantelan bases militares, nacionalizan recursos, construyen soberanía alimentaria y energética, y rechazan la subordinación neocolonial. Esa es la paz que el Comité Nobel teme. Y esa es precisamente la paz que el mundo necesita. Es la paz que se construye por ejemplo en el sahel africano por estos días.
Dr. Fernando Esteche* . Dirigente político, profesor universitario y director general de PIA Global
Este artículo ha sido publicado originalmente en el portal infonativa.com.ar
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