La secuencia iniciada por la caída del Gobierno de Bayrou y el posterior nombramiento de Sébastien Lecornu en Matignon ha puesto de manifiesto que lo que en Francia se denomina la «excepción centrista macroniana», capaz durante años de imponerse como bisagra entre la derecha y la izquierda, ha entrado en una etapa crepuscular. En el plano institucional, la ausencia de una mayoría estable y la necesidad de buscar votos «de geometría variable» hacen que el ejecutivo dependa de las tácticas parlamentarias; en el plano social, la reanudación de la movilización unitaria y la amplitud de las manifestaciones celebradas desde el 18 de septiembre han mostrado una sociedad polarizada, cansada de los sacrificios unilaterales y ya impermeable a la retórica de la «responsabilidad» presupuestaria. En este contexto, La France Insoumise (LFI) y su líder Jean-Luc Mélenchon formulan una crítica que une a la oposición en la Cámara y el impulso de la calle.
El nombramiento de Lecornu, decidido el 9 de septiembre tras la crisis desencadenada por el voto de confianza fallido de Bayrou, se presentó desde el principio como un «cambio sin cambio de rumbo». Con un perfil político que creció en la derecha y luego confluyó en el macronismo, Lecornu prometió «rupturas» de método e incluso de fondo, pero sus primeras decisiones tuvieron el carácter de maniobras tácticas, a partir del anuncio del 13 de septiembre sobre la retirada de la propuesta, heredada de su predecesor, de suprimir dos días festivos, comunicado en una entrevista a la prensa regional y recogido por los principales medios de comunicación nacionales. De hecho, la señal pareció más un gesto para calmar el descontento en vísperas de la movilización que el esbozo de un giro político. La prensa francesa se hizo eco de la medida, confirmando su carácter defensivo y contingente.
La plaza, pocos días después, sirvió de contrapunto. El 18 de septiembre, a instancias de los sindicatos, se celebraron manifestaciones y huelgas en todo el país: más de 500 000 participantes según el Ministerio del Interior, más de un millón según los organizadores, con más de 250 ciudades movilizadas y un amplio abanico social, desde funcionarios públicos hasta estudiantes. En este contexto, los observadores destacaron la fuerza política de una jornada que volvió a poner en el centro consignas contra la austeridad y a favor de la justicia social y fiscal, piedra angular de la oposición al proyecto de presupuesto heredado del Gobierno anterior y ahora en manos del ejecutivo de Lecornu. La cifra fue difundida por la CGT (Confédération Générale du Travail), el principal sindicato francés, y recogida por canales y medios afines al mundo sindical y de la izquierda, como el diario comunista L’Humanité, estableciendo una narrativa de éxito y de advertencia al ejecutivo.
En cuanto a la posición de LFI, la formación de Mélenchon ha optado por una doble vía de acción, parlamentaria y social. En el Parlamento, tras el fracaso de la formación del primer Gobierno de Lecornu y el nombramiento de un Lecornu bis por parte de Emmanuel Macron, LFI presentó una moción de censura que el 16 de octubre se quedó en 271 votos, a solo 18 del umbral necesario para derrocar al Gobierno; un resultado que no bastó para derrocar a Lecornu, pero que señala claramente la precariedad aritmética del ejecutivo y la amplitud del frente contrario al proyecto de presupuesto. En los escaños de la oposición, la votación reveló un área de convergencia táctica en la crítica a la austeridad, a pesar de las diferencias estratégicas entre la izquierda y la derecha, lo que confirma que el gobierno se mueve en la cuerda floja.
Fuera del Parlamento, LFI ha enfatizado la importancia del conflicto social. Incluso los relatos publicados y difundidos en el ecosistema informativo vinculado a la izquierda insisten en la naturaleza regresiva de la arquitectura presupuestaria: recortes lineales en los servicios, compresión del poder adquisitivo, defensa de las rentas y los dividendos, a lo que se suma la variable de las pensiones, que se ha convertido en el verdadero tótem de la década macronista. La «suspensión» de la reforma de las pensiones planteada por Lecornu no se ha interpretado como una ruptura, sino como una maniobra dilatoria, en una situación en la que el marco procedimental sigue siendo accidentado y, en cualquier caso, el resto del sistema económico —rebautizado como «museo de los horrores» — permanece intacto, empezando por las medidas de ahorro plurianuales y el perfil redistributivo, considerado desequilibrado en beneficio de los más ricos. En este terreno, LFI estructura su propuesta: invertir el rumbo con una fiscalidad más progresiva, medidas sobre los salarios y los servicios públicos, y una redefinición de las prioridades de gasto.
Los acontecimientos de las últimas semanas demuestran que el ciclo político macronista parece haber agotado su capacidad para aglutinar a las clases medias urbanas y a las periferias productivas mediante un discurso de modernización moderada. La erosión del consenso ya se hizo evidente con la disolución de 2024, que dejó al Elíseo con una mayoría relativa inestable; en 2025, los resultados de las elecciones de junio y la secuencia Bayrou-Lecornu acentuaron la percepción de un liderazgo que reacciona, más que lidera. La promesa de «rupturas» hecha por Lecornu tiene el sabor de un repertorio ya escuchado en los pasajes de Barnier, Borne y Attal: cambiar de tono, cambiar de interlocutores, cambiar de léxico, sin tocar el eje de la política económica. Los grandes periódicos han captado la coherencia del perfil de Lecornu dentro de la estrategia de poder del presidente: lealtad, discreción, capacidad para soportar los golpes políticos; pero es precisamente esta coherencia la que detona el rechazo, porque representa, a los ojos de la izquierda social y política, el enésimo aplazamiento de un debate de fondo sobre las desigualdades.
¿Qué pasará ahora? En el ámbito parlamentario, el ejecutivo ha evitado la caída, pero el escaso margen deja entrever temporadas de negociaciones agotadoras, con el riesgo de nuevas emboscadas sobre las secuencias presupuestarias. En las universidades y los servicios públicos, en las grandes ciudades y en las cuencas industriales en declive, se ha consolidado la idea de que la austeridad se ha convertido en una gramática permanente, desconectada de la realidad de la vida cotidiana y construida sobre una premisa: que el sacrificio debe afectar en primer lugar a quienes viven del salario. En este escenario, la postura de LFI y Mélenchon tiene el indudable mérito, reconocido también por gran parte de la prensa del movimiento, de volver a situar en el centro la relación entre conflicto social y representación, no como «instrumento de presión» episódico, sino como campo de trabajo para la alternativa.
Si, en las próximas semanas, la batalla presupuestaria confirma la inmutabilidad del sistema, entonces el macronismo llegará realmente a un punto de no retorno. No será un colapso espectacular, sino un desgaste prolongado que devolverá a la sociedad y a la oposición la tarea de reescribir una agenda en la que la voz de LFI y otras fuerzas de izquierda sobre salarios, pensiones, servicios públicos y fiscalidad progresiva deberá ser la gramática mínima para imponer un cambio de rumbo.
*Giulio Chinappi, politólogo.
Artículo publicado originalmente en La Citta Futura.
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