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El nombre de América: panorama histórico-ideológico

Por Raphael Machado*. – La cuestión de los nombres de países y continentes parece nimia, pero a menudo genera grandes controversias. El debate sobre los nombres suele estar entrelazado con disputas políticas y culturales, con intentos de afirmar, negar o transformar una identidad nacional o civilizacional.

El significado de los nombres de los países se discute cada vez con más frecuencia. Al fin y al cabo, ¿quién dio nombre a un país? ¿El propio pueblo o algún otro pueblo? ¿Tiene el nombre raíces históricas o fue inventado por intelectuales extranjeros y popularizado por el poder blando?

Irán es un caso clásico. El país, que antes se llamaba Persia, pasó a llamarse Irán en 1935. Pero éste había sido el nombre tradicional del país al menos desde los aqueménidas. Persia, a su vez, es el nombre griego del país, un nombre que los iraníes absorbieron tarde en su sometimiento a la influencia cultural europea.

Y es curioso que mencionemos «griego» aquí, porque a todos los soberanistas griegos les irrita desde hace tiempo el nombre internacional de su país, «Grecia», derivado del latín «Graecia». Llaman a su país «Hellas» y «República Helénica», y a muchos también les gustaría exigir que los países con los que mantienen relaciones diplomáticas cambiaran los nombres con los que se refieren a su país. En portugués, «Hellenia» podría ser interesante, y nos recordaría el papel de la Guerra de Troya en la construcción de una identidad macroétnica griega (o helénica).

Más recientemente, hemos visto cómo Turquía cambiaba oficialmente su nombre por el nombre turco de su país, Türkiye, mientras que India planea cambiar su nombre por el tradicional y antiguo Bharat.

Napoleón III quería un mecanismo a través del cual pudiera proyectar la influencia francesa a escala intercontinental. Además de otras proyecciones macroculturales, los franceses desarrollaron un «panlatinismo» con ellos a la cabeza.

Ahora bien, no pretendo discutir aquí el nombre de Brasil, aunque también existen controversias sobre sus verdaderos orígenes. Me interesa más en este momento la discusión (que no existe en Brasil) sobre el nombre de nuestro continente.

Yo, en particular, casi nunca me refiero a nuestro ámbito civilizatorio como «América Latina», a diferencia de casi todo el mundo. Siempre utilizo el término «Iberoamérica» y el gentilicio «iberoamericano». Se trata de una elección personal, que considero históricamente fundamentada, pero el debate sobre el tema viene de lejos y puede glosarse.

Hay poca controversia sobre la parte «América» del nombre. Es un homenaje al explorador italiano Américo Vespucio que, al servicio de las coronas española y portuguesa, exploró y ayudó a cartografiar el macrocontinente americano entre 1497 y 1502. El término pasó a ser utilizado por los cartógrafos a partir del erudito alemán Martin Waldseemüller, que en un planisferio creado en 1507 quiso rendir homenaje al explorador.

El término pasó de los cartógrafos a las figuras políticas y se popularizó a partir del siglo XVII. Hasta entonces, el espacio americano se denominaba comúnmente «Indias Occidentales» o «Nuevo Mundo». Hubo, sin embargo, algunos impulsos para denominar al continente Colombia, Columbia o Columba, en honor a Cristóbal Colón. Personalidades como fray Bartolomeu de las Casas emprendieron esta «lucha», condenada al fracaso. Sin embargo, en el siglo XIX, el geógrafo francés Élisée Reclus seguía insistiendo en dejar el término «América» para la parte septentrional del continente y el término «Colombia» para la parte meridional. Podría habernos preguntado. Pero en cualquier caso, para entonces el término «América» ya se había consolidado para denominar a todo el macrocontinente.

Este término «América» suele ir unido a otras palabras que podrían escudriñarse, con la excepción de «Norte», «Sur» y «Central», que son términos que se explican por sí mismos.

«América Latina» es el término preferido por la izquierda brasileña y, en la práctica, el término popularizado en general. El término, sin embargo, tiene un origen peculiar en el que la izquierda no se detiene ni muestra interés alguno. Fue inventado por el economista francés Michel Chevalier en la década de 1930 y adoptado durante el reinado de Napoleón III con un propósito político-geopolítico muy concreto.

Enfrentado a la Commonwealth británica (y a sus relaciones a veces conflictivas, a veces simbióticas, con Estados Unidos), al naciente pangermanismo y al paneslavismo promovido por Rusia, Napoleón III quería un mecanismo a través del cual pudiera proyectar la influencia francesa a escala intercontinental. Para ello, necesitaba garantizar su hegemonía sobre nuestro continente, lo que le permitiría hacer frente a otras «pan-ideas» de la época. Frente a otras proyecciones macroculturales, los franceses desarrollaron por tanto un «panlatinismo» con ellos a la cabeza. Francia, «hija mayor de la Iglesia», «corazón cultural del mundo», etc., sería la cabeza de una latinidad europea y americana.

Así pues, el proyecto abogaba por suplantar las raíces luso-españolas haciendo hincapié en una latinidad más general que incluiría a Francia como centro. El «alma» de América Latina estaría en París.

El término «América Latina», y el proyecto implícito en él, se extendieron con facilidad por toda Iberoamérica en las décadas siguientes debido a la subalternidad cultural real en relación con Francia, que en aquel momento ejercía una envidiable e innegable influencia cultural sobre gran parte del planeta.

Incluso Mario Vargas Llosa, considerado uno de los más grandes escritores de la «tradición latinoamericana», diría que fueron los franceses quienes descubrieron el «alma de América Latina». Las élites civiles, militares e intelectuales se educaron todas en París o según las normas parisinas.

La izquierda brasileña abrazó el término con entusiasmo y sin apenas cuestionarlo, consagrándolo en obras como «Las venas abiertas de América Latina» y en los discursos de sus dirigentes políticos, a pesar de sus orígenes poco propicios y antipatrióticos, básicamente porque esta izquierda es extremadamente afrancesada intelectualmente.

Todas las principales referencias intelectuales de la «izquierda antiimperialista» brasileña de los años 50-90 proceden de Francia: de Foucault a Deleuze, de Althusser a Derrida, de Beauvoir a Sartre. Mayo del 68 sigue ejerciendo un magnetismo insuperable sobre la «vieja guardia» de la izquierda brasileña, especialmente sobre la izquierda con tendencias más «libertarias».

Esto se ve reforzado por la aceptación pasiva de la designación «latino» por parte de EE.UU., también típica de la izquierda brasileña.

Por supuesto, el término puede reformularse porque tiene raíces más profundas que las pretensiones geopolíticas francesas del siglo XIX y principios del XX. Al fin y al cabo, la idea de «latinidad» también puede referirse a una herencia cultural y civilizadora romana que se hunde en la noche de los tiempos. Pero como nada de esto se hace, nos quedamos con un término con claros propósitos hegemonistas.

Los términos «Iberoamérica» e «Hispanoamérica» también aparecieron a principios del siglo XIX, de forma más orgánica y espontánea, pero no menos política.

En general, los padres de los movimientos independentistas de Nuestra América, como Simón Bolívar, se consideraban «panamericanos». Su visión de los EE.UU. era muy positiva y consideraban que los países de nuestra civilización y los EE.UU. estaban empeñados en la misma lucha contra la injerencia europea en las Américas.

Pero poco a poco, cuando la Doctrina Monroe empezó a resonar en todo el continente, surgió la desconfianza en las élites de muchos países del continente y empezaron a sentir instintivamente la necesidad de distanciarse de EEUU. Así es como empezaron a popularizarse conjugaciones como «iberoamericano» e «hispanoamericano», como una forma de pensar en «Nuestra América» como algo separado de la América anglosajona.

En general, ambos términos se distinguen por su amplitud. «Hispano» se referiría únicamente a los países que España ayudó a construir, mientras que «Ibérico» incluiría la obra portuguesa, es decir, Brasil. Esta distinción es aceptable, aunque hay que señalar que la palabra «Hispania» designaba originalmente para los romanos el conjunto de la Península Ibérica.

Los indigenistas rechazan el término «América» por considerarlo una imposición europea. El término más popular en este contexto es Abya Yala, prácticamente oficial entre los indigenistas contemporáneos desde su aceptación general por el Consejo Mundial de Pueblos Indígenas en 1977.

Es necesario hacer una aclaración sobre una confusión común: mucha gente piensa que el término «Iberoamérica» (o «Hispánica») incluiría a Portugal y España. Por supuesto que no, aunque la Conferencia Iberoamericana contribuya a confundir la cuestión al incluir en sus filas a los países iberoamericanos e ibéricos.

«Ibérico» e «hispano» son términos que pretenden especificar «América». ¿Qué América? La América ibérica/hispánica. Por supuesto, por la propia naturaleza del lenguaje, si de hecho nos refiriéramos, por ejemplo, a las relaciones «iberoamericanas», habría una confusión evidente sobre si se trata de relaciones entre los países de Nuestra América o entre éstos y los países ibéricos. La confusión, sin embargo, puede resolverse fácilmente transformando «ibero-« en «ibérico-« en el caso de estas relaciones internacionales entre América e Iberia.

Estos términos son los más utilizados entre los intelectuales soberanistas de los países vecinos de Brasil, como Marcelo Gullo, Alberto Buela y otros. Se considera que términos como «América Ibérica» expresan perfectamente el carácter mestizo de Nuestra América, como fusión/síntesis entre el mundo americano precolombino y el mundo europeo que tiene lugar en estas tierras, destacando el carácter específicamente luso-español de este «mundo europeo» que participó en la formación de Brasil. Pero aquí en Brasil, el debate o la reflexión sobre el tema es simplemente inexistente, con algunas excepciones.

Como pequeño excurso, podría incluir aquí que una pequeña rama intelectual extranjera, de raíces católicas germano-polacas, intenta popularizar términos como «América romana» o «América románica», por oposición a la «América fenicia», el norte anglo-protestante, que tiene sus méritos simbólicos.

Por último, también hay rechazos radicales del propio término «América», por no hablar de adjetivos supuestamente «colonialistas» como no sólo «latina», sino también «ibérica» e «hispánica».

Los indigenistas rechazan el término «América» como una imposición europea sobre un continente que «ya existía» antes de Colón y Vespucio.

El término más popular en este contexto es Abya Yala, nacido entre los gunas panameños. Este término es prácticamente oficial entre los indigenistas contemporáneos desde su aceptación general por el Consejo Mundial de Pueblos Indígenas en 1977, en el contexto de la Segunda Cumbre Continental de Pueblos y Nacionalidades Indígenas, celebrada en Suecia. Existen otros, sin embargo, como Anauhuac, Tawantinsuyu, Pindorama, Yvy Marãe’ỹ, etc.

Los problemas con los términos indigenistas son evidentes.

En primer lugar, es una falsificación un tanto racista, en el sentido de que nivela las cosmovisiones indígenas y las trata a todas como una sola. Abya Yala, por ejemplo, no es un término que designe un continente, sino sólo el ámbito delimitado de las tierras ancestrales de los gunas.

Lo mismo ocurre con otros términos. El Pindorama «tupí», por ejemplo, nunca fue el nombre de «Brasil», y mucho menos de las «Américas», sino sólo el término utilizado para designar las tierras ocupadas por los tupíes. Estos y otros términos de los antiguos pueblos americanos son autorreferenciales y situados. No se referían a abstracciones geográficas como «continentes»; y por supuesto, no tienen correspondencia directa con las naciones surgidas de la independencia americana.

Peor aún es el hecho de que, inspirados en el «descolonialismo», la intención política de sustituir América por estos términos es intentar deshacer «simbólicamente» el hecho histórico de la construcción de nuestros pueblos y políticas a partir del proceso de conquista, ocupación, colonización y mestizaje luso-español.

La historia, la cultura, la gramática y todo lo demás son anulados en favor de una «revancha» que intenta negar los últimos 500 años de sincretismo e integración.

Este panorama demuestra que detrás de algo tan simple como el nombre de un país o continente puede haber mucho bagaje cultural, así como disputas ideológicas, históricas, geopolíticas y culturales.

Raphael Machado* Licenciado en Derecho por la Universidad Federal de Río de Janeiro, Presidente de la Associação Nova Resistência, geopolitólogo y politólogo, traductor de la Editora Ars Regia, colaborador de RT, Sputnik y TeleSur.

Este artículo fue publicado en el portal gazetadopovo.com.b/ geopolitika.ru/traducido por Enric Ravello Barber

Foto de portada: Napoleão III, o governante interessado no nome América Latina para colocar-se à frente do pan-latinismo.| Foto: Hipolyte Flandrin/Domínio público

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