“¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!
Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón…
¡Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches
se ha mezclao la vida, y herida por un sable sin remaches
ves llorar la Biblia junto a un calefón!”
— Enrique Santos Discépolo, Cambalache (1934).
“Nos quedamos con el petróleo, tenemos el petróleo, el petróleo está seguro; dejamos tropas solo por el petróleo”.
Declaración de Trump sobre Siria (2019).
Como presagió Discépolo desde el barrio porteño de Balvanera en su tango visionario, el mundo sigue siendo un cambalache donde lo noble y lo vil se confunden. Nunca su letra ha sido más actual que ahora, cuando el Comité del Nobel de la Paz decide galardonar a un pitiyanqui, cuyo historial está marcado por llamados explícitos a la intervención militar extranjera contra su propia patria. La decisión de otorgarle el premio no es solo una contradicción grotesca; es la consagración oficial de un galardón que ha muerto moralmente, convertido en un instrumento más de la guerra multiforme contra los pueblos que se atreven a desafiar el dominio imperial.
En una carta que debería leerse como acta de defunción ética del premio, Adolfo Pérez Esquivel, sobreviviente de los vuelos de la muerte de la dictadura argentina, desnuda la farsa. Con la autoridad de quien recibió el Nobel por salvar vidas, no por ponerlas en riesgo, Esquivel señala la obscenidad de premiar a quien “se aferra a los Estados Unidos” para conseguir lo que no ha logrado ni por la vía de los votos ni por la vía de la violencia. La pitiyanqui lo que ha hecho ha sido alinearse, atornillarse, al mismo poder que la promociona para refrescar la iniciativa internacional contra la Revolución. El imperialismo, actúa bajo su propia lógica perversa, premiar a sus facilitadores locales y desprestigiar a sus críticos.
Este premio lleva años en estado de descomposición, pero la elección de la pitiyanqui representa su putrefacción final. Es el mismo galardón que premió a Obama, el presidente dron, y a Kissinger, el arquitecto de genocidios. Ahora premia a una figura cuya retórica belicosa –llegando a sugerir que “Caracas estaba más cerca que Teherán” para un ataque estadounidense– la convierte no en pacificadora, sino en anunciadora de bombas. Y cómo habría de ser de otro modo para quien celebra cada embarcación reducida a polvo en el Caribe.
De los mismos creadores del Tren de Aragua o el Cartel de los Soles, el Premio Nobel de la Paz es una mentira más para justificar una intervención militar sobre Venezuela. Piezas de un mismo rompecabezas. Los enemigos de la Patria han escalado las acciones contra el país en una nueva fase del plan. En este complejo tablero geopolítico, la agresión contra Venezuela ha entrado en una segunda fase, más sutil pero igual de peligrosa. Esta nueva etapa no se caracteriza por invasiones directas, sino por una campaña meticulosa de legitimación internacional que busca justificar acciones futuras. Lejos de la épica de un “frente interno” unido contra la Revolución, lo que existe es un pueblo cohesionado alrededor de su soberanía, un dato que los estrategas en Washington no pueden ignorar.
La hipocresía convertida en galardón queda también expuesta por el pueblo venezolano, conocedor de su realidad, dice no a esta farsa fraguada en las entrañas de la conspiración entre 2201 C Street NW y Washington, D.C. 20520. Según datos de la firma Hinterlaces recogidos entre fines de septiembre y principios de octubre, el 93% rechaza la intervención militar extranjera; un 83% está dispuesto a tomar las armas para defender su patria; y el 89% identifica con claridad meridiana que el verdadero objetivo es el petróleo. Estas cifras demoledoras revelan la verdadera naturaleza del conflicto, no es una lucha por la “libertad”, sino la última fase del viejo colonialismo, del imperialismo decadente disfrazado de palomita de la paz. La ultraderecha conservadora global quiere recomponerse con la Madre Teresa de Calcuta trajeada de camuflaje o de Dress Blues del cuerpo de marines de los Estados Unidos.
El “Nobel de la Paz” al pitiyanqui no es un error de criterio; es la máscara cayendo. Es la admisión descarada de que este premio ha sido completamente cooptado como arma geopolítica. Ya no pretenden premiar la paz, sino legitimar la guerra. Ya no buscan honrar a quienes construyen puentes, sino a quienes allanan el camino para las invasiones. ¿Qué sigue ahora? ¿La Décima Cumbre de las Américas, convocada en República Dominicana, sirva para legitimar una fuerza de intervención militar en Venezuela? ¿Una acción de conmoción nacional que afecte la unidad nacional y provoque la acción militar interna?
El principal campo de batalla ha migrado al “frente externo”. Tras un período de cansancio y derrotas políticas y diplomáticas para los sectores más agresivos, era necesario reiniciar la ofensiva. Había que encontrar la manera de recolocar a Venezuela en la agenda de los grandes poderes, que en los últimos meses habían centrado su atención en los conflictos en Gaza y Ucrania, así como en las disputas comerciales de Trump con la Unión Europea y con China. Venezuela había quedado momentáneamente fuera del foco, y eso era una derrota para la estrategia de cerco. Volver a la narrativa del “narco-estado” es necesario colocar nuevamente en primera página antes del inicio de la próxima Cumbre de las Américas. Recordemos que en el 2019, un conjunto de países agrupados en aquel denominado “Grupo de Lima”, habían solicitado a la OEA la activación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). Una de las voces más rabiosas y resueltas en activar este mecanismo interventor de la OEA, fue la propia pitiyanqui nobel de la paz. ¿Se imaginan esta suerte de María teresa de Calculta de la Guerra interviniendo vía videoconferencia en la Cumbre de las Américas solicitando nuevamente la activación del TIAR, en nombre de la libertad y la democracia?
A esto habría que sumarle a la ecuación la llegada de figuras como el hoy Secretario de Estado, Marco Rubio, lo que relanza esta ofensiva. Su retórica incendiaria y sus constantes llamados a la acción contra el gobierno venezolano no son actos aislados; son parte de la columna vertebral de la agresión. En este contexto, instrumentos como el llamado “premio Nobel” a una pitiyanqui no son más que la “Nobel de la ignominia“, un intento cínico de otorgar una pátina de legitimidad a una campaña de desprestigio. Es la materialización, la “sustanciación” concreta de la agresión en el plano narrativo. Su objetivo es único, crear un relato donde Venezuela sea un “Estado fallido”, un “narco-estado”, una amenaza regional que debe ser “neutralizada”. Es la fabricación de un pretexto, una narrativa diseñada para ser consumida por la comunidad internacional y justificar, en un futuro, cualquier tipo de acción.
Ante esta sofisticada maquinaria de agresión, es vital la claridad del colectivo llamado, Venezuela. La proximidad geográfica y la demostrada capacidad de resistencia del pueblo venezolano son factores que los estrategas enemigos se ven forzados a calcular. No se enfrentan a un gobierno débil, sino a una nación entera que conoce el precio de la soberanía. Esta nueva fase de agresión, sustentada en premios ignominiosos y narrativas falsas, debe ser enfrentada con la verdad y la unidad. Es la “sustanciación de la agresión”, sí, pero también es la evidencia de que la lucha por la paz y la autodeterminación es hoy, más que nunca, una batalla por nuestro futuro, por nuestra historia, escrita por libertadores.
Miguel Salazar* Profesor en Ciencias Sociales del Instituto Pedagógico de Caracas (IPC). Miembro del equipo editorial de la revista digital puebloenarmas.com de Venezuela
Este artículo ha sido publicado originalmente en el portal serviralpueblo.org/
Foto de portada: Serviralpueblo

