En un mundo caracterizado por la volatilidad geopolítica, las disrupciones tecnológicas aceleradas y la reconfiguración de las cadenas de poder global, la capacidad de una nación para interpretar correctamente su entorno internacional y diseñar estrategias coherentes con sus intereses soberanos se ha convertido en un factor determinante de supervivencia y proyección.
El XXII Foro Internacional de Discusiones Valdái, celebrado recientemente en Rusia, representa mucho más que un evento diplomático o académico: constituye un modelo de construcción de pensamiento estratégico nacional que merece un análisis profundo por parte de cualquier nación que aspire a navegar exitosamente las turbulentas aguas del siglo XXI.
El Foro de Valdái no es simplemente una plataforma de debate; es una institución que refleja la madurez de un Estado capaz de generar espacios permanentes de reflexión donde convergen académicos, diplomáticos, estrategas y líderes políticos para elaborar diagnósticos complejos sobre la realidad internacional.
Este modelo institucional demuestra una verdad fundamental que muchas naciones parecen haber olvidado: sin una elite nacional sabia, sensata y genuinamente comprometida con el interés nacional, es imposible formular políticas exteriores coherentes o estrategias de desarrollo sostenibles.
La intervención del presidente Vladimir Putin en esta edición del foro ofrece un marco interpretativo de particular relevancia para comprender no solo la visión rusa del orden mundial emergente, sino también para extraer lecciones aplicables a cualquier proyecto nacional que busque preservar su soberanía en un contexto internacional cada vez más complejo.
El diagnóstico ruso
La tesis central expuesta por Putin en Valdái parte de una observación histórica incontrovertible: el intento occidental de imponer un orden mundial liberal unipolar no solo ha fracasado en resolver los problemas globales, sino que ha generado tensiones internas profundas en los propios Estados que intentaron ejercer ese rol hegemónico. Esta afirmación no es meramente retórica; refleja una lectura histórica de las últimas tres décadas que cualquier analista serio debe confrontar con honestidad intelectual.
“El poder de Estados Unidos y sus aliados alcanzó su punto álgido a finales del siglo XX”, señaló Putin, pero añadió con contundencia: “No existe ni existirá una fuerza capaz de gobernar el mundo, de dictar a todos qué hacer y cómo hacerlo, cómo respirar”. Esta declaración encierra una comprensión profunda de las limitaciones inherentes a cualquier proyecto hegemónico en un mundo caracterizado por la diversidad civilizacional, la complejidad tecnológica y la creciente conciencia soberana de naciones que durante décadas fueron relegadas a roles secundarios.
El análisis ruso identifica con precisión la mecánica del orden liberal que colapsó: un sistema jerárquico donde la mayoría de las naciones debían aceptar un rol subordinado a cambio de cierta previsibilidad y acceso limitado a beneficios sistémicos. Como explicó Putin: “¿Cuáles son las reglas? Simplemente acepta las condiciones propuestas, intégrate en el sistema, obtén la parte que te corresponde y sé feliz. No pienses en nada, otros pensarán y decidirán por ti”. Esta descripción, desprovista de adornos diplomáticos, captura la esencia de un modelo que prometía estabilidad a costa de soberanía, que ofrecía desarrollo condicionado a la renuncia de la autodeterminación estratégica.

La ilusión de la gobernanza global centralizada
Uno de los aspectos más relevantes del discurso de Putin es su crítica a las instituciones de gobernanza global creadas en épocas anteriores, que “no funcionan o han perdido gran parte de su eficacia”. Esta observación no implica necesariamente un rechazo al multilateralismo, sino un reconocimiento de que las instituciones diseñadas para un momento histórico específico —la posguerra de 1945— no pueden adaptarse mecánicamente a un contexto radicalmente transformado.
La pregunta que emerge de este diagnóstico es fundamental para cualquier estrategia nacional: ¿cómo navegar un mundo donde las instituciones formales de coordinación internacional están en crisis, pero donde la interdependencia económica, tecnológica y ambiental hace imposible el aislamiento total?
La respuesta rusa, según Putin, pasa por reconocer que “el sometimiento de la mayoría a la minoría está dando paso a un enfoque multilateral y más cooperativo, basado en acuerdos entre los principales actores y en la consideración de los intereses de todos”.
Este es un punto crucial que merece reflexión profunda: el multipolarismo emergente no es simplemente la fragmentación caótica del orden anterior, sino la construcción gradual de un sistema donde múltiples centros de poder deben negociar, coordinar y competir simultáneamente. Es un orden más complejo, menos predecible, pero potencialmente más justo porque no presupone la superioridad intrínseca de ninguna civilización o modelo político sobre otros.
Tensiones internas y agotamiento imperial
Una de las observaciones más penetrantes de Putin se refiere al costo que paga cualquier nación que intenta ejercer un control hegemónico global: “El intento de controlarlo todo y a todos crea una tensión excesiva que afecta a la estabilidad interna y suscita preguntas legítimas entre los ciudadanos de los países que intentan desempeñar ese papel”. Esta reflexión toca una dimensión frecuentemente ignorada en los análisis geopolíticos: el nexo entre política exterior expansiva y cohesión social interna.
Los imperios, historicamente, no colapsan principalmente por presiones externas, sino por la incapacidad de sostener internamente los costos materiales, políticos y morales de la hegemonía. La ciudadanía de las potencias hegemónicas eventualmente cuestiona la racionalidad de sacrificar recursos, vidas y oportunidades domésticas en favor de proyectos de dominación global cuyos beneficios son cada vez más difusos y cuestionables.
Este fenómeno es observable en las sociedades occidentales contemporáneas, donde crecen los movimientos políticos que cuestionan los costos de las intervenciones militares permanentes, los compromisos de seguridad globales ilimitados y las políticas económicas diseñadas para mantener el liderazgo global a expensas del bienestar de las clases medias y trabajadoras nacionales.
El análisis ruso captura esta contradicción fundamental del orden liberal: prometía prosperidad universal pero generó desigualdades insostenibles tanto entre naciones como dentro de ellas.
La centralidad de Rusia en el equilibrio global
Una de las afirmaciones más audaces de Putin en Valdái fue su declaración de que “el equilibrio mundial no se puede construir sin Rusia. Ni económico, ni estratégico, ni cultural, ni logístico, ninguno”. Esta afirmación podría parecer, superficialmente, una expresión de grandeza nacional desmedida.
Sin embargo, una evaluación objetiva de los recursos, la posición geográfica, las capacidades militares y la herencia cultural rusa sugiere que esta afirmación tiene fundamentos sólidos.
Rusia ocupa una posición única como puente civilizacional entre Europa y Asia, controla vastos recursos naturales esenciales para la economía global, mantiene capacidades militares estratégicas de primera magnitud y posee una tradición intelectual y cultural que ha contribuido profundamente al desarrollo humano.
La resiliencia demostrada por Rusia ante el régimen de sanciones más extenso en la historia moderna —que Putin mencionó explícitamente— no es un dato menor: revela capacidades de adaptación, autoabastecimiento y movilización nacional que muchos analistas occidentales habían subestimado.
Esta resiliencia rusa plantea interrogantes fundamentales sobre las premisas que guiaron la estrategia occidental de presión máxima. ¿Fue realista esperar que un país con la historia, el tamaño y las capacidades de Rusia simplemente colapsara bajo presión económica externa? ¿O esta expectativa reflejaba una comprensión superficial de la psicología nacional rusa, su memoria histórica de invasiones y su capacidad de movilización ante amenazas existenciales?

Lo que Valdái enseña a otras naciones
El modelo institucional que representa Valdái ofrece lecciones valiosas que trascienden el caso específico ruso. En primer lugar, demuestra la importancia de crear espacios permanentes de reflexión estratégica donde se pueda debatir abiertamente, sin las restricciones del corto plazo electoral o las presiones mediáticas inmediatas, sobre los grandes desafíos nacionales e internacionales.
Muchas naciones, especialmente en el Sur Global, carecen de estas instituciones robustas de pensamiento estratégico. Sus elites políticas operan con horizontes temporales limitados, sus comunidades académicas están frecuentemente desconectadas de los centros de decisión, y sus aparatos de Estado carecen de las capacidades analíticas necesarias para procesar la complejidad del entorno internacional contemporáneo. El resultado es previsible: políticas reactivas, incoherentes y frecuentemente subordinadas a intereses ajenos que se presentan como imperativos técnicos inevitables.
La construcción de capacidades nacionales de análisis estratégico requiere varios elementos fundamentales, en primer lugar una elite intelectual y política genuinamente comprometida con el interés nacional, capaz de trascender los particularismos sectoriales, regionales o ideológicos para pensar el proyecto nacional en términos de largo plazo.
Esta elite no puede ser simplemente importada o formada exclusivamente en instituciones extranjeras; debe estar profundamente enraizada en la historia, la cultura y las aspiraciones de su propia sociedad.
También son necesarias instituciones académicas y think tanks que gocen de autonomía suficiente para producir análisis críticos, pero que estén suficientemente conectadas con los centros de decisión para que sus investigaciones tengan impacto real en la formulación de políticas. El equilibrio entre independencia intelectual y relevancia práctica es delicado pero esencial.
A la vez que debe contar con una cultura política que valore el debate serio, la argumentación fundamentada y el conocimiento profundo sobre las posturas simplistas, los eslóganes mediáticos y las soluciones mágicas.
Esto requiere sistemas educativos que formen ciudadanos capaces de pensamiento crítico, medios de comunicación dispuestos a tratar temas complejos con rigor, y líderes políticos que no teman la complejidad ni la incertidumbre.
La cuestión de las elites nacionales
Quizás la lección más importante que emerge del análisis del Foro de Valdái y del discurso de Putin no se refiere a cuestiones técnicas de estrategia militar o diplomática, sino a algo más fundamental: la calidad de las elites nacionales como factor determinante del destino de las naciones.
La historia demuestra repetidamente que los recursos naturales, la posición geográfica o incluso las capacidades militares son insuficientes si una nación carece de elites capaces de interpretar correctamente su entorno, formular estrategias coherentes con sus capacidades reales y movilizar a la sociedad en torno a proyectos nacionales viables.
La decadencia de imperios y el fracaso de proyectos nacionales ambiciosos raramente se deben a la ausencia de recursos materiales; mucho más frecuentemente, se deben a la mediocridad, la corrupción o la subordinación cultural de sus elites dirigentes.
El concepto de “elite” en este contexto no se refiere necesariamente a un grupo cerrado o a una aristocracia tradicional, sino al conjunto de individuos e instituciones que ocupan posiciones de liderazgo en diversos ámbitos —político, económico, intelectual, militar, cultural— y cuyas decisiones e ideas configuran las trayectorias nacionales.
La pregunta crítica es si estas elites están genuinamente enraizadas en su sociedad, si comprenden profundamente su historia y cultura, si priorizan coherentemente el interés nacional sobre intereses sectoriales o personales, y si poseen las capacidades intelectuales y morales necesarias para navegar contextos de extrema complejidad e incertidumbre.
Rusia, a través de instituciones como Valdái y otras plataformas de reflexión estratégica, ha invertido consistentemente en la formación y consolidación de estas capacidades nacionales de pensamiento estratégico. Esto no implica que Rusia no enfrente desafíos significativos o que todas sus decisiones estratégicas hayan sido óptimas, pero sí sugiere que ha mantenido una coherencia estratégica de largo plazo que contrasta con la volatilidad y la incoherencia observable en muchas otras naciones, incluidas algunas potencias occidentales.

El imperativo de la lucidez estratégica
El Foro de Valdái y las reflexiones de Vladimir Putin sobre la reconfiguración del orden global ofrecen una ventana privilegiada para observar cómo una gran potencia con ambiciones de preservar su soberanía y proyectar su influencia piensa estratégicamente sobre su entorno y su futuro. Más allá de las valoraciones políticas o ideológicas que se puedan hacer sobre Rusia o sobre Putin específicamente, existe un conjunto de lecciones metodológicas e institucionales que cualquier nación seria debería considerar.
La primera lección es la importancia de institucionalizar espacios de reflexión estratégica de largo plazo, donde converjan diferentes perspectivas y especialidades para analizar con rigor y profundidad los desafíos nacionales e internacionales. La segunda es la necesidad imperiosa de formar elites nacionales genuinamente comprometidas con el interés colectivo, capaces de pensar con autonomía intelectual y de resistir las presiones para subordinar las prioridades nacionales a agendas externas. La tercera es el reconocimiento de que, en un mundo cada vez más complejo y multipolar, no existen atajos ni soluciones mágicas: solo la lucidez estratégica, la coherencia de largo plazo y la capacidad de adaptación pueden garantizar la supervivencia y el desarrollo nacional.
El orden global está, efectivamente, en un proceso de transformación profunda. Como señaló Putin, nadie puede ya imponer unilateralmente sus reglas al conjunto del planeta, pero tampoco nadie puede prosperar en aislamiento. El desafío para las naciones —especialmente aquellas que han ocupado históricamente posiciones subalternas en el sistema internacional— es desarrollar las capacidades institucionales, intelectuales y políticas necesarias para navegar esta transición sin subordinarse pasivamente a proyectos ajenos, pero también sin caer en ilusiones autárquicas o en nacionalismos reactivos que ignoran las realidades de la interdependencia global.
Por ende el Foro de Valdái no es importante solo por lo que allí se dice sobre Rusia o sobre el orden global, sino por lo que representa como modelo institucional de construcción de pensamiento estratégico nacional.
Es un recordatorio de que las naciones que sobrevivirán y prosperarán en el siglo XXI serán aquellas capaces de pensar con claridad sobre sí mismas y sobre el mundo, de formular estrategias coherentes basadas en evaluaciones realistas de capacidades e intereses, y de formar elites nacionales que prioricen efectivamente el bien común sobre las ventajas particulares.
La reconfiguración global está en marcha, con o sin nuestra comprensión. La pregunta no es si esta transformación ocurrirá, sino si nuestras naciones estarán preparadas para participar activamente en ella como sujetos soberanos o si serán meros objetos pasivos de fuerzas que no comprenden ni controlan.
El Foro de Valdái, con todas sus particularidades rusas, ofrece un modelo de cómo las instituciones de reflexión estratégica pueden contribuir a forjar esa preparación. La lección es universal, aunque cada nación deberá encontrar sus propias formas institucionales y sus propios contenidos estratégicos, acordes con su historia, su cultura y sus aspiraciones específicas.
Tadeo Casteglione* Experto en Relaciones Internacionales y Experto en Análisis de Conflictos Internacionales, Periodista internacional acreditado por RT, Diplomado en Geopolítica por la ESADE, Diplomado en Historia de Rusia y Geografía histórica rusa por la Universidad Estatal de Tomsk. Miembro del equipo de PIA Global.
*Foto de la portada: AP