El presidente de El Salvador aprovechó la oportunidad, como lo hace habitualmente, para hacerse propaganda, explotar publicitariamente sus escasos minutos de participación y difundir la idea entre sus seguidores, de haber dejado sentada alguna extraordinaria posición en el concierto de naciones.
Como todos los años, esto no sucedió, sus palabras pasaron inadvertidas para el mundo, salvo para unas pocas cadenas locales y medios dedicados a cubrir todo lo que acontece en el ámbito de la ONU.
Otra cosa es la campaña mediática operada desde el aparato de manipulación estatal salvadoreño, orientado a la desinformación y exaltación narcisista para establecer agendas mediáticas distractoras ante problemas y agobios de una sociedad golpeada por políticas de hambre, miseria y represión, que el régimen busca ocultar con espejos de colores.
Aún se recuerda la primera actuación del mandatario en ese escenario internacional cuando, intentando explotar sus elevados niveles de popularidad, en virtud de su puesta en escena como “joven milennial” disruptivo y desenfadado, optó por iniciar su presentación tomándose una foto (“selfie”).
En aquella oportunidad, se dedicó a subvalorar la importancia de la ONU y de la reunión misma. Actuando más como un CEO de grandes multinacionales de las tecnologías de la información que como un estadista, anunció el canto del cisne de la Organización de Naciones Unidas como la conocemos, en favor de las modernas formas de desarrollo tecnológico para las comunicaciones.
Aquel inusitado debut fue tema de portada en más de un medio internacional. Lo cierto es que fue la última oportunidad en que el presidente fue retratado más o menos favorablemente en esas circunstancias.
Pasaron los años y llega hoy al podio de la ONU un personaje asociado a lo siniestro, evocativo no ya de lo rupturista y desenfadado, sino de la violación masiva y desalmada de derechos humanos, al aplastamiento de todo tipo de división de poderes, y a la persecución política por vía judicial, protector de la corrupción de sus socios, y responsable de un fraude masivo al cambiar arbitraria e ilegalmente las reglas de juego electoral, que ahora le favorecen de forma burda, descarada e inconstitucional. Para ello cambió, persiguió, expulsó o compró a cada funcionario que necesitara para lograr sus objetivos. De todo eso fue a vanagloriarse ante las Naciones Unidas.
El presidente, reflejo de un régimen erigido a su imagen y voluntad, ha profundizado sus inclinaciones autoritarias y despóticas, al punto que hoy es incapaz de separar escenarios. Le da lo mismo hablar ante una cámara solitaria, en un frío despacho de casa presidencial, mientras sus asesores le garantizan que detrás de esa lente hay todo un pueblo que requiere de una voz fuerte y autoritaria a la que escuchar para ser guiado, que hablar – en el mismo tono insultante y desafiante- a los pueblos soberanos del mundo y sus líderes.
No parece distinguir entre aquella fría cámara y el registro histórico que queda en los servidores de la ONU, donde ya se puede encontrar el video de un aspirante a dictador alabando los métodos represivos de su régimen, que incluyen exterminio de prisioneros sin juicio (entre 185 y 200 muertes registradas por los organismos independientes de DDHH. Una persona muere cada cuatro días en las cárceles del régimen, según Infobae de esta semana), desaparición de personas, juicios colectivos de hasta 900 personas con jueces sin rostro, en cortes kafkianas donde los prisioneros no cuentan ni siquiera con una mínima defensa. A su estilo, insultando la inteligencia de la audiencia, justificó sus acciones proponiéndolas al mundo como solución al problema de la violencia.
Al mismo tiempo, y como para el régimen y sus personeros la justicia equivale a venganza, y sus críticos, sean locales o internacionales, se convierten automáticamente en enemigos, el jefe de estado salvadoreño dedicó una parte importante de su tiempo a denostar -como lo hace habitualmente contra periodistas, opositores, iglesias, organismos de DDHH, sindicatos y partidos – a cada institución internacional y gobierno que cuestionó la implementación de un régimen de excepción cada vez más enfocado a controlar las expresiones populares de resistencia.
Por su boca habla un régimen que se ha consolidado con sus formas más acabadas de neofascismo, que justifica cada acción violatoria de derechos ciudadanos y humanos sobre el hipotético bien social superior.
Ese régimen decide pasar por encima del sistema judicial y establece quien sale y quien queda en prisión, más allá de lo que cualquier juez pueda sentenciar. Las pruebas abundan, así como los casos de prisioneros muertos en las mazamorras del régimen, a pesar de haber sido absueltos por jueces que ordenan libertades inmediatas, pero que el jefe de penales, Osiris Luna, a quien tarde o temprano habrá que llevar a la justicia por cada una de esas instancias de las cuales él ha sido el último responsable, se niega a liberar. ¿Alegará entonces, ocupando alguna de las celdas que él mismo inauguró, que sólo cumplía órdenes, como solían argumentar cobardemente viejos dictadores y represores de las dictaduras sureñas de hace 50 años?
El chantaje del neofascismo ascendente
El espejo salvadoreño es, lamentablemente, uno en el que debe mirarse más de una sociedad en América Latina. No se trata sino del chantaje del neofascismo ascendente, que irrumpe a lo largo y ancho del continente, apelando no solo a las frustraciones de los pueblos, a sus rencores y desesperanzas, sino a un simplismo radical y binario, que establece los términos de análisis de la realidad entre buenos y malos, amigos y enemigos, nosotros y ellos.
A caballo de las frustraciones de los pueblos, cansados de promesas incumplidas, de democracias limitadas que tampoco garantizan superaciones de la pobreza, y de la creciente precarización de las condiciones de vida de los pueblos, las nuevas expresiones del fascismo van tomando ventaja en la batalla por el sentido común social.
Hoy el fenómeno empieza a observarse en diversos lugares del continente, pero en 2019, El Salvador figuró entre los primeros exponentes en avanzar con discursos extremistas, mentiras evidentes y promesas imposibles de cumplir, sobre la voluntad manipulada mediáticamente de ciudadanos convertidos en mercado de votos, que desde entonces fueron enfrentando crecientes niveles de restricción a sus libertades, pero sobre todo, un incesante deterioro de sus condiciones de vida, pérdida de beneficios, conquistas y programas sociales, y un eterno clima de polarización y conflicto, bajo promesas de que se llegaría un eventual estado de felicidad colectiva, con niveles de vida del primer mundo (otro de los mantras permanentes de los neofascistas contemporáneos).
Hoy queda en evidencia el gobierno de una élite burguesa parasitaria, asociada a factores oligárquicos cooptados y a capitales especulativos transnacionales, que se fortalecen en su objetivo de devenir en grupo de poder hegemónico. Al principio, y para confusión de más de un sector progresista despistado de América Latina, -que hoy empieza a vislumbrar aquel peligro anunciado desde hace 4 años- el régimen adoptó una narrativa de apariencia antiimperialista, o antinorteamericana, cuando en realidad su retórica era contraria a la fuerza política atlantista que había conquistado Washington, desplazando a sus aliados (el trumpismo extremista y proteccionista Republicano).
Aquellas contradicciones, secundarias como lo eran, han sido superadas, sin que el rencoroso presidente salvadoreño deje de mantener su odio visceral a los Demócratas, lo cual no ha impedido al pragmatismo de Washington promover activos acercamientos, que lo llevaron de cuestionar inicialmente las violaciones a DDHH, las rupturas del orden constitucional y la virtual eliminación de la separación de poderes del Estado, a la actitud actual de “comprensión” hacia el régimen, de llamados “respetuosos” a que se pueda superar pronto el régimen de excepción, pero sin ejercer la mínima presión para que eso suceda, en la medida que, como lo veníamos afirmando desde hace cuatro años, si el régimen salvadoreño se demuestra exitoso en aplastar a las fuerzas populares, revolucionarias y antimperialistas, aunque sea temporalmente, este será abrazado por el imperio como modelo de dominación posible, si logra promoverlo en otros países de la región.
Esa misma lógica se aplica a su visión negacionista de la historia. En esto el régimen salvadoreño no es original; lo hizo Trump, lo hizo Bolsonaro, hoy lo proponen Kast en Chile, o Milei en Argentina. Mientras en El Salvador niegan la guerra y los acuerdos de paz, que ayer mismo alababan, porque les resultaban instrumentales para el aval democrático que les catapultó al Ejecutivo, hoy niegan aquellos hechos como un estorbo para sus proyectos autoritarios.
Las campañas de esta derecha retrógrada y neofascista se basa en la tradición del método de extorsión que adoptaban los regímenes fascistas del pasado y que siguen emulando los neofascismos del siglo XXI. En el sur de América prometen, como lo hace su referente centroamericano, seguridad a cambio de sacrificar derechos humanos (de los delincuentes, aclaran, pero mienten). Añaden la oferta de equilibrio económico a cambio de suprimir derechos laborales.
No es necesario extendernos demasiado en los detalles para, volviendo al discurso fallido presidencial salvadoreño en la ONU, encontrar las mentiras descaradas expresadas. La primera y principal es la fábula de pasar de ser el país más peligroso del mundo a ser el más seguro. La cadena Univisión lo desmiente esta misma semana con cifras. En efecto, El Salvador no es el país más seguro del mundo ni de América Latina y el Caribe -puesto que corresponde a Costa Rica-, sino que actualmente ocupa el lugar 15 en índices internacionales, incluso por debajo de Honduras, según afirma la cadena internacional de noticias.
También sobre las informaciones respecto al supuesto éxito del plan anti pandillero gubernamental aparecen contradicciones, tal como las señala el último informe de InsightCrime, que cuestiona el triunfalismo oficial, y lo hace sobre datos confidenciales de las propias autoridades de seguridad. Sin embargo, el supuesto éxito en este terreno, es uno de los avales de la popularidad del mandatario y sus políticas en la materia.
Finalmente, dos datos a cotejar. El presidente salvadoreño, en un reciente discurso oficial sostuvo que espera lograr lo que llamó una “reversión migratoria”, como si de golpe, ante los “éxitos” de su gobierno, la diáspora salvadoreña se dispusiera a retornar en masa al “nuevo país de las maravillas” que vende el régimen; o que el gobierno estuviera dispuesto a dejar de contar con los estimados 8.100 millones de dólares provenientes de las remesas familiares, único elemento que, por ahora, mantiene a flote al país con la menor inversión extranjera directa de la región (-101 millones U$S, frente al anteúltimo, Honduras, con +1082 mill. U$S) y con una caída permanente de las exportaciones en los últimos 6 meses de $413.8 millones (un 8.3 %) en comparación con el mismo período de 2022.
Lo cierto es que en El Salvador, la pobreza sigue aumentando mientras las posibilidades de incumplimiento de pagos internacionales, y la subsecuente profundización de la crisis local, que afecta a las grandes mayorías populares, son los problemas reales, que se niega a enfrentar un gobierno que prefiere seguir apostando al show del cripto-turismo, los concursos de belleza internacionales, y las promesas de obras faraónicas destinadas a seguir durmiendo multitudes a las que, sin embargo, el hambre y los engaños, tarde o temprano despertarán.
Raúl Larull* Periodista y comunicador. Militante internacionalista. Miembro del FMLN.
Imagen de portada: Reuters