Argentina

EL COMANDO SUR, CHINA Y LAS MALVINAS

Por Juan Gabriel Tokatlian*. – El real problema en política exterior es el dogmatismo por lo que la diplomacia de equidistancia es, esencialmente, anti-dogmática. Y en esa dirección sería un error garrafal para el país el dejarse ubicar en medio de la contienda entre Estados Unidos y China, en general, y respecto al Atlántico Sur, en particular, con sus consecuencias imprevisibles para el tema Malvinas.

La diplomacia de equidistancia es, esencialmente, anti-dogmática

Quien no está en busca de amigos es enemigo de sí mismo, escribió Shota Rustaveli, poeta medieval de origen georgiano, en el siglo XII. Para un país como la Argentina que perdió, en 1982, una guerra ante una potencia occidental que ha contado con varios aliados; que ha decidido, por distintos motivos, tener presupuestos de defensa módicos; y que se ciñe constitucionalmente a la recuperación pacífica del territorio en disputa, es un objetivo clave en la estrategia integral hacia las Islas Malvinas ampliar el número de amigos a su legítima causa. Como también lo es lograr que Gran Bretaña tenga cada vez menos acompañamiento y respaldo de la comunidad internacional. En otras palabras, la Argentina debe sumar amigos, entre ellos las grandes potencias y los poderes emergentes y debe procurar que Gran Bretaña los pierda. Y simultáneamente debe preservar el consenso socio-político interno respecto a Malvinas—a pesar de los vaivenes que han ocurrido desde 1983 a la fecha—y aprovechar mejor las fisuras existentes en el Reino Unido respecto a las islas.

La estrategia del victorioso, en este caso, Gran Bretaña, es la que usualmente despliegan los vencedores: asegurar su triunfo con una mayor presencia y control en el territorio disputado; mantener una postura intransigente para así fortalecer sus propios intereses estratégicos; y dilatar lo máximo posible una eventual solución. No es que los británicos sean malvados, es que es así se comportan los victoriosos. En especial si han manejado un vasto imperio.

Y, ¿Cuál es la estrategia del perdedor? La historia ofrece lecciones. Hay naciones que, con un gran esfuerzo, firmeza, paciencia y talento, han conseguido recuperar la soberanía. Hechos traumáticos para naciones que bajo distintas circunstancias padecieron pérdidas territoriales pudieron revertirse. En ese sentido, es pertinente recordar lo que señala Robert Putnam sobre la lógica de los juegos de doble tablero—el interno y el externo—en los que se produce una influencia recíproca en lo doméstico y lo internacional y sobre cómo reconciliar los imperativos en esos dos frentes. Subraya que la posición del “halcón” que solo busca satisfacer a los actores y objetivos del tablero interno no necesariamente culmina en logros efectivos, al tiempo que la posición de la “paloma” que se interesa por satisfacer más a actores y objetivos de las contra-partes tampoco obtiene, por lo general, dividendos concretos. En pocas palabras, lo esencial es evitar las posturas extremas y tener preciso un mapa de ruta; una estrategia, que permita avanzar en pos de la recuperación cierta de las islas.

Por una diplomacia de equidistancia

En esa dirección, es indispensable poseer un diagnóstico certero del entorno global, así como de la rivalidad creciente entre Estados Unidos y China expresada, en particular, en el terreno de la competencia naval. Bajo ese marco de referencia, por primera vez desde la década de los 80, Londres se ha auto-infligido un error no forzado a raíz del Brexit. Cualquiera sea la interpretación del origen y del alcance de esa decisión refrendada por el voto, Gran Bretaña tiene hoy, al menos temporalmente, menos amistades e influencias en la Unión Europea, al tiempo que produjo una sensación de abandono y frustración entre los isleños en Malvinas, actuando según las preferencias e intereses de Londres (ni siquiera del Reino Unido en su conjunto).

Es muy probable que ello la lleve a acercarse militarmente más a Estados Unidos para asegurar la desequilibrada “relación especial” con Washington que se ha debilitado debido, entre otras cosas, a que Londres ha deteriorado su interlocución con Bruselas. De hecho, desde hace tiempo la relación británico-estadounidense está desbalanceada por la pérdida de poder relativo del Reino Unido que intentará compensar mediante un vínculo más decidido en el campo de la seguridad y la defensa. En el plano naval es muy posible que se estrechen aún más los lazos entre los dos países. Y habrá que ver cómo evolucionan en los hechos esos lazos. Esto tendría que ser una misión central de la inteligencia estratégica de la Argentina, que debiera proponerse el incremento de la cantidad y calidad de los apoyos mundiales y regionales a favor de una solución negociada en torno a la soberanía de las islas.

En otro orden de cosas, he sugerido para América Latina—y retomo el asunto para el caso argentino—el despliegue de la diplomacia de equidistancia frente a Washington y Beijing. Este tipo de diplomacia apunta a disponer de los medios para establecer con la mayor independencia posible las propias prioridades y, a su vez, impedir ser el epicentro de un juego de suma-cero. Esto último, demanda mitigar los costos derivados de las respectivas estrategias de proyección de poder en la región de Estados Unidos y de China. Ello no supone una política de confrontación ni de sumisión hacia Estados Unidos y China, sino que se inclina por la prudente cercanía a distancia segura. Por lo anterior, resulta crucial identificar con suficiente precisión las condiciones que pueden habilitar o inhibir el ejercicio de una diplomacia equidistante. Ello significa evaluar los fenómenos, fuerzas y factores internacionales, continentales, regionales (en especial, respecto a Brasil en el contexto de América Latina) y nacionales que pueden hacer viable o inviable tal diplomacia. Se espera que la misma genere beneficios y reduzca los riesgos para un país: por lo tanto, la diplomacia de equidistancia no significa un acto voluntarista carente de cálculo. En el tema de Malvinas, a mi entender esa diplomacia equidistante encontrará un test importante.

Mirando a Estados Unidos

En ese sentido, es bueno analizar brevemente la política naval de Estados Unidos y China en torno al Océano Atlántico. Varios documentos e informes durante la administración del Presidente Donald Trump son puntos de referencia ineludibles. En diciembre de 2017 se publicó la Estrategia de Seguridad Nacional estadounidense, que abandonó el énfasis en las amenazas no estatales (Al Qaeda se mencionó en 9 ocasiones) y se concentró en la competencia inter-estatal (nombró a China 33 veces). Un enfoque similar caracterizó la Estrategia de Defensa Nacional de enero de 2018. En diciembre de ese año el Departamento de Defensa presentó un balance de la expansión china remarcando cómo Beijing venía ampliado sus operaciones militares más allá de la vecindad.

En noviembre de 2019 la US-China Economic and Security Review Commission hizo público el informe anual sobre China, en el que se recalcaron las ambiciones globales de Beijing y su voluntad de moldear el escenario internacional, y se señaló que China tenía cierta capacidad de llevar a cabo incursiones expedicionarias en el Océano Atlántico. Cabe subrayar que, en este informe, anterior a la asunción del Presidente Alberto Fernández, la Argentina se menciona más veces (26) que la suma de Venezuela (17) y Brasil (7).

En mayo de 2020 la Casa Blanca emitió un informe sobre la aproximación estratégica que se implementaría hacia China. Allí, entre otras cosas, se acusa a Beijing de desplegar “prácticas económicas predatorias”, de tener una “conducta maligna” y de ocupar “el primer lugar en el mundo” en materia de pesca ilegal. En septiembre de ese año el Departamento de Defensa presentó su informe anual sobre China destacando el creciente despliegue naval chino. Tiempo después, en noviembre, el Departamento de Estado difundió otro informe sobre China donde sobresalía la preocupación respecto a Beijing por cuanto “su influencia geopolítica (en América Latina) se expande en el patio trasero de Estados Unidos”. En diciembre de 2020 la US-China Economic and Security Review Commission elevó al Congreso un nuevo informe anual sobre las relaciones bilaterales: allí se mencionaron, en referencia a Beijing, 194 veces el sustantivo amenaza y el verbo amenazar, al tiempo que se indicó el reto que significaba que China tuviera “la capacidad de proyectar poder en el Atlántico Sur”. Y en ese mismo mes, la Armada, el Cuerpo de Marines y la Guardia Costera presentaron conjuntamente un informe en el que afirmaron su “alarma ante el creciente poder naval de la República Popular de China”; lo cual hace de Beijing la “más apremiante amenaza estratégica de largo plazo”. El documento enfatizó que China ya no centra su despliegue marítimo en el Pacífico, sino que ha extendido su proyección naval a los Océanos Índico y Atlántic, al Ártico y a la Antártida. En ese sentido, un investigador (James Jay Carafano) del think-tank conservador The Heritage Foundation, un ex alto consejero (Kiron Skinner) del Secretario de Estado Mike Pompeo y un ex director interino (David Shedd) de la Defense Intelligence Agency reclamaron en el mes final de la administración Trump el diseño de una estrategia para “el patio trasero” estadounidense: la región del Atlántico (de norte a sur) cada vez más disputada. En buena medida ese reclamo pone en evidencia que Estados Unidos no ha podido impedir el acceso de China a ese Océano. No debe sorprender entonces que en su alocución en el Pentágono del 10 de febrero de 2021, el Presidente Joe Biden se refiriera a una nueva Task Force sobre China.

Por lo general las superpotencias modifican poco y lentamente los pilares de su política exterior y de defensa: en el caso de la rivalidad entre Estados Unidos y China es muy probable que haya más continuidad que cambio; una continuidad que posiblemente lleve a exacerbar las tensiones bilaterales. Conviene recordar que Biden como vicepresidente acompañó al Presidente Barack Obama en la idea de que China era más que un competidor temporal y parsimonioso. Entre 2011 y 2012 el mandatario adoptó un conjunto de medidas para “re-equilibrar” la política exterior y de defensa en lo que se conoció como la “estrategia pivote”: una iniciativa diplomática, económica y militar orientada a re-balancear la proyección de Estados Unidos en el Sudeste Asiático, acompañada de una política dirigida a cercar gradualmente a China y limitar su capacidad de acción internacional. Cabe recordar que en la administración inaugurada el 20 de enero de 2021 el Secretario de Estado, Antony Blinken, y la Subsecretaria de Defensa, Kathleen Hicks, fueron arquitectos de aquella estrategia, al tiempo que la Representante Comercial estadounidense, Katherine Tai, ha sido una fuerte crítica de China. En la audiencia de confirmación de Janet Yellen como Secretaria de Tesoro anunció una amplia gama de acciones e instrumentos para frenar las prácticas comerciales abusivas de Beijing, mientras que la Embajadora ante Naciones Unidas, Linda Thomas-Greefield afirmó en la audiencia de confirmación que se comprometía a trabajar “agresivamente contra los esfuerzos malignos de China” en la ONU.

Lo mencionado se refleja de modo distinto y con variado alcance en el Sur global. En lo que hace a América Latina, y como bien expresa un texto elaborado en noviembre de 2020 para los y las congresistas estadounidenses sin distinción partidista, la transformación ha sido considerable. Según el mismo, durante los gobiernos de George W. Bush y Barack Obama, los funcionarios tenían cierta inquietud y reserva respecto a las relaciones entre China y América Latina. Sin embargo, apreciaban de modo relativamente positivo los vínculos económicos. Como parte del seguimiento de esos lazos, entre 2006 y 2015 Washington y Beijing tuvieron 6 rondas de consultas sobre América Latina. Con la llegada al poder de Donald Trump, las fricciones entre Estados Unidos y China fueron creciendo y el tema de Latinoamérica se ubicó en un triángulo más complejo. En ese nuevo marco aumentó la presión de Washington sobre la región bajo la lógica de quienes están con o contra Estados Unidos. Una vez más, como en la Guerra Fría, Washington recurrió a un enfoque agresivo de suma cero. Sin embargo, la Casa Blanca se enfrentó con dos obstáculos: por una parte, la exigencia de acatamiento venía acompañada de una clara ausencia de recursos materiales como compensación. Por otra, en la mayoría de los países del área no había actores poderosos (civiles, militares, empresariales, políticos, partidistas, religiosos) con capacidad de vetar el avance comercial y financiero de Beijing en América Latina. Pero no hay que confundirse, Joe Biden, con estilo y tono distintos a los de Trump, buscará más adhesión a Estados Unidos, mientras Xi Jinping hará sentir el ascenso cada vez más afirmativo de Beijing.

Mirando al Comando Sur

Desde hace lustros Washington ha estado reforzando la relevancia y proyección de su Armada como parte de la gran estrategia de preservar su preponderancia. Históricamente el Atlántico Sur ha sido una zona segura y de prioridad secundaria. Eso se ha venido transformando en la medida en que Washington fue identificando una concatenación de diversas amenazas estatales y no estatales en materia de seguridad en el área. En su manifestación regional se puede observar en lo siguiente:

  • desde su creación formal en 1963, el Comando Sur ha sido dirigido por comandantes del Ejército (solo en tres ocasiones lo fue por Marines y una por la Fuerza Aérea);

de los últimos cinco comandantes, tres han sido de la Armada. El Almirante James Stavridis (2006-2009), quien reactivó la Cuarta Flota (localizada en Florida) disuelta en 1950 y robusteció la relación con la Escuela Naval de Entrenamiento e Instrucción Técnica de Lanchas Patrulleras (localizada en Mississippi); el Almirante Kurt Tidd (2016-2018) quien destacó que la principal amenaza de China al momento era más económica que militar pero que Estados Unidos debía incrementar la vigilancia y presencia en la región; y el Almirante Craig Faller (2018-a la fecha) quien considera a China (y a Rusia) “actor maligno” que debe ser repelido ante el aumento de su influencia regional.

En síntesis, el Southcom es más que en otros momentos un comando naval. No al azar el teniente de la Armada, Andrew Kramer, reclamaba en un artículo en Proceedings, la publicación emblemática del US Naval Institute, que el precio de la negligencia ante el avance de China en América Latina sería muy caro y que, en consecuencia, era urgente una “nueva Doctrina Monroe”. En ese contexto, en septiembre de 2020 la Guardia Costera estadounidense presentó la estrategia frente a la pesca ilícita, particularmente orientada contra China. En noviembre de 2020 Estados Unidos señalaba su disposición a colaborar con Chile, Perú, Ecuador y Colombia en su esfuerzo combinado para enfrentar la pesca ilegal china en el Pacífico Sur. En noviembre también, el Vice-Almirante, Don Gabrielson, junto al General Phillip Frietze al frente del US Marine Corps Forces South, presentó el Plan de Apoyo a la Campaña Marítima con el propósito, entre otros, de responder “al resurgimiento de la competencia de largo plazo de China y Rusia”.

Un mes después se inició, con el respaldo del Comando Sur, la Operación Cruz del Sur (Operation Southern Cross); una operación dirigida al combate de la pesca ilegal china en el Atlántico Sur; fenómeno que afecta seriamente a la Argentina. En palabras del Vice-Almirante Steven Poulin, al frente de la Guardia Costera en el área del Atlántico, ese tipo de pesca constituye un “asunto global” que demanda una acción conjunta para su superación. A esto hay que agregar los dichos del Almirante Faller en el sentido de que el objetivo de Estados Unidos es expandir el espacio de competencia en América Latina, en clara referencia a China; en especial.

En resumen, después de finalizada la Guerra Fría el Southcom encontró en las “nuevas amenazas”—en particular, en la “guerra contra las drogas”—una misión que significó, a su vez, un nicho de financiamiento para un comando usualmente inferior en capacidad, poderío e incidencia. El gradual desafío de China para Estados Unidos a nivel global y la proyección económica de Beijing en América Latina en medio de un debilitamiento relativo de los lazos materiales entre Washington y la región le permitieron al Comando Sur ampliar el repertorio de sus misiones y con ello se tornó más relevante la dimensión naval. Paradójicamente, mientras estallaba la Gran Recesión de 2008 en ese mismo año se relanzaba la Cuarta Flota. De ahí en más, y aún con presupuestos austeros, los jefes del Comando Sur fueron localizando en China una de las graves amenazas. La valoración del Atlántico creció también en la medida en que la presencia de Rusia en el Océano fue en aumento. En diciembre de 2020 el Secretario de la Armada, Kenneth Braithwaite, anunció el retorno del US Atlantic Fleet. Cabe destacar que la Fuerza Submarina de la Flota del Atlántico está compuesta de 32 submarinos. En su medida, el Southcom, con la Guardia Costera y el Cuerpo de Marines, procuran un mayor despliegue en el Atlántico como parte de una respuesta de perfil más alto frente a China y en el marco de una competencia geopolítica en franco aumento.

Adicionalmente es relevante tomar en consideración el hecho de que en relación al Océano Atlántico la proyección naval de Rusia es de singular importancia. Tanto los documentos e informes del Pentágono como los del Comando Sur apuntan en esa dirección. Y en ese sentido, es prioritario tener en claro el tipo de vínculo concreto entre Beijing y Moscú: ¿se trata de

  • una amistad estrecha en el campo de la seguridad,
  • un matrimonio de conveniencia temporal,
  • una coalición temática y pragmática,
  • un acercamiento integral,
  • una alianza en gestación,
  • un pacto estratégico?

Discernir eso para la Argentina es y será esencial.

Mirando a China

 El ascenso chino es indiscutible. Los datos económicos, sociales, diplomáticos y tecnológicos son elocuentes. En el terreno militar el auge de China no ha implicado una modificación de su política nuclear: su arsenal de ojivas llega a 350, ha sido bastante estable y está por debajo de las cabezas nucleares de Rusia y Estados Unidos. Lo que sí resulta evidente y revelador es su proceso de modernización naval que se intensificó con la llegada al poder del Presidente Xi Jinping en 2013. Es bueno recordar que en noviembre de 2012 el Presidente Hu Jintao había señalado que China debía convertirse en una “potencia marítima”. Ello pudo desarrollarse en el marco de presupuestos de defensa que fueron creciendo por encima del 10% desde 2000 hasta 2016.

En 2015 ese acento naval ganó ímpetu en buena medida como producto de una profunda reestructuración de las fuerzas armadas. Y en ese contexto hubo una doble referencia a la Argentina. Por un lado, US-China Economic and Security Review Commission publicó un informe sobre las relaciones militares entre Buenos Aires y Beijing y sus implicaciones para Estados Unidos. Es importante señalar que dicha comisión no ha hecho ningún estudio sobre Brasil, Venezuela o Cuba y su impacto en la relación entre Estados Unidos y China. Allí el tema central era (y sigue siendo) la Estación de Espacio Lejano ubicada en Neuquén, que fue acordada durante el gobierno de la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner, aprobada por el Congreso y ratificada y terminada durante la administración del Presidente Mauricio Macri.

Por el otro, en marzo de aquel año el republicano Robert O’Brien, quien fuera después Consejero de Seguridad Nacional (septiembre 2018-enero 2021) en la administración de Donald Trump, escribió una nota sobre una posible base china en el Atlántico Sur. Su argumento se centraba en dos posibles alternativas facilitadas por Namibia o por la Argentina. En los dos casos sobresalía un hecho: en ambos países China había logrado localizar sendas estaciones espaciales (la de seguimiento, telemetría y comando de Swakopmund, Namibia es más pequeña y fue construida en 2001). La especulación de O’Brien—que nunca se concretó—era que Namibia le fuera a facilitar a China el puerto de Walvis Bay y que la Argentina retomara, aunque lo consideraba altamente improbable, las Islas Malvinas. El asunto era (y es) relevante pues mientras Estados Unidos tiene unas 800 bases alrededor del mundo, China tiene solo una en Djibouti. Y para los estrategas civiles y militares estadounidenses la creciente proyección de poder e influencia de China necesitará asegurarse el control de puertos y el manejo de bases. Washington se aproxima a Beijing como si fuera su espejo en materia de comportamiento de superpotencia sobreestimando eventuales acciones y medidas como la búsqueda y consolidación de un conjunto de bases en el mundo.

Hacia 2017 China fue configurando una estrategia específica para el Atlántico en el marco del anuncio por parte de Xi Jinping de que el país debía transformase en un “líder global” en 2050 para lo cual la capacidad militar resulta fundamental. En esa dirección, para 2019 Beijing se mostraba dispuesta a patrullar el Océano Atlántico. Sin embargo, sus operaciones se concentraron en el lado africano más que en el latinoamericano del Atlántico Sur: sus puertos de visita se ubican en África occidental. En breve, China se ha ido convirtiendo en un actor naval de paulatina importancia en ese Océano, aunque es exagerado hablar de China como una potencia marítima en el Atlántico: su presencia efectiva es aún modesta. El despliegue de Beijing no puede ser ignorado, pero tampoco sobredimensionado.

Paralelamente, es relevante analizar la evolución de las actividades de China en la Antártida donde posee cuatro estaciones y una quinta por completar en 2022. A su vez, tanto Beijing como Moscú han incrementado en años recientes su presencia y proyección en el polo Sur. Eso, a su turno, llevó a la administración Trump a anunciar en junio de 2020 un memorándum para salvaguardar los intereses nacionales de Estados Unidos en la Antártida. La dinámica de competencia antártica entre las grandes potencias debiera ser un punto de atención para un país como la Argentina en el que se entrecruzan las Malvinas, el Atlántico Sur y la Antártida.

Sin duda, todo lo dicho pone de manifiesto el poderío alcanzado por la Armada china y su proyección global. Sin embargo, el poderío militar estadounidense sigue siendo superior y aún en el terreno naval las ventajas de Washington son elocuentes. Esto último se continúa reflejando con creces en el Océano Atlántico.

Breve reflexión final

La Argentina necesita robustecer un consenso práctico y tener la suficiente calma y creatividad para desplegar una estrategia razonable en torno a Malvinas. Es vital establecer una mucho mejor coordinación respecto a las islas entre la Cancillería, los Ministerios de Defensa y Seguridad y la Agencia Federal de Inteligencia. La descoordinación será cada día más disfuncional para los intereses nacionales del país. Es el momento de una sintonía muy fina.

En el plano internacional es clave acumular amigos, aliados y acompañantes a la causa argentina. Para esto resulta indispensable ubicar la política hacia las islas en el marco de la diplomacia de equidistancia; diplomacia que rechaza la lógica binaria en el sentido de que una política exterior debe ser o ideológica o pragmática. Lo ideológico y lo pragmático siempre informan a la política exterior de un país. La presencia de la ideología (entendida como un conjunto de ideas y creencias) no es necesariamente censurable, ni el pragmatismo (entendido como una preferencia por lo práctico) es inexorablemente virtuoso. El real problema en política exterior es el dogmatismo por lo que la diplomacia de equidistancia es, esencialmente, anti-dogmática. Y en esa dirección sería un error garrafal para el país el dejarse ubicar en medio de la contienda entre Estados Unidos y China, en general, y respecto al Atlántico Sur, en particular, con sus consecuencias imprevisibles para el tema Malvinas. No es hora de internalizar una nueva Guerra Fría sino de procurar un uso estratégico y promisorio de la transición de poder en marcha.

Notas

*Vicerrector, Universidad Torcuato Di Tella

Fuente: El Cohete a la Luna