Multipolaridad Norte América

El ascenso de China (¿y la caída de Estados Unidos?)

Por Alfred McCoy*-
Las erupciones tectónicas en Eurasia erosionan el poder mundial de Estados Unidos.

De las cenizas de una guerra mundial que mató a 80 millones de personas y redujo grandes ciudades a escombros humeantes, Estados Unidos resurgió como un Titán de la leyenda griega, ileso y armado con un extraordinario poder militar y económico, para gobernar el globo. Durante los cuatro años de combates contra los líderes del Eje en Berlín y Tokio que asolaron todo el planeta, los comandantes de guerra estadounidenses -George Marshall en Washington, Dwight D. Eisenhower en Europa y Chester Nimitz en el Pacífico- sabían que su principal objetivo estratégico era hacerse con el control de la vasta masa continental euroasiática. Tanto si hablamos de la guerra del desierto en el norte de África, del desembarco del Día D en Normandía, de las sangrientas batallas en la frontera entre Birmania e India o de la campaña de salto de islas a través del Pacífico, la estrategia de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial consistió en restringir el alcance de las potencias del Eje a nivel mundial y luego arrebatarles ese mismo continente.

Ese pasado, aunque parezca lejano, sigue dando forma al mundo en que vivimos. Aquellos legendarios generales y almirantes, por supuesto, hace tiempo que se fueron, pero la geopolítica que practicaron a tal precio sigue teniendo profundas implicaciones. Del mismo modo que Washington rodeó Eurasia para ganar una gran guerra y la hegemonía mundial, Pekín está ahora inmersa en una repetición mucho menos militarizada de ese intento de alcanzar el poder mundial.

Y para ser francos, hoy en día, China gana y Estados Unidos pierde. Cada paso que da Pekín para consolidar su control sobre Eurasia debilita simultáneamente la presencia de Washington en ese continente estratégico y erosiona así su antaño formidable poder mundial.

Una estrategia para la Guerra Fría

Tras cuatro agitados años absorbiendo lecciones de geopolítica con su café matutino y sus copas de bourbon, la generación de generales y almirantes estadounidenses de la guerra comprendió, intuitivamente, cómo responder a la futura alianza de las dos grandes potencias comunistas de Moscú y Pekín.

En 1948, tras su traslado del Pentágono a Foggy Bottom, el Secretario de Estado George Marshall lanzó el Plan Marshall, dotado con 13.000 millones de dólares, para reconstruir una Europa Occidental devastada por la guerra, sentando las bases económicas para la formación de la alianza de la OTAN apenas un año después. Tras un traslado similar del cuartel general de los Aliados en tiempos de guerra en Londres a la Casa Blanca en 1953, el Presidente Dwight D. Eisenhower contribuyó a completar una cadena de bastiones militares a lo largo del litoral del Pacífico euroasiático mediante la firma de una serie de pactos de seguridad mutua: con Corea del Sur en 1953, Taiwán en 1954 y Japón en 1960. Durante los siguientes 70 años, esta cadena de islas se convertiría en la bisagra estratégica del poder mundial de Washington, fundamental tanto para la defensa de Norteamérica como para el dominio de Eurasia.

Tras luchar por conquistar gran parte de ese vasto continente durante la Segunda Guerra Mundial, los dirigentes estadounidenses de la posguerra supieron sin duda defender sus logros. Durante más de 40 años, sus incesantes esfuerzos por dominar Eurasia aseguraron a Washington la ventaja y, al final, la victoria sobre la Unión Soviética en la Guerra Fría. Para contener a las potencias comunistas dentro de ese continente, Estados Unidos rodeó sus 6.000 millas con 800 bases militares, miles de aviones de combate y tres enormes armadas navales: la 6ª Flota en el Atlántico, la 7ª Flota en el Océano Índico y el Pacífico y, algo más tarde, la 5ª Flota en el Golfo Pérsico.

Gracias al diplomático George Kennan, esa estrategia recibió el nombre de «contención» y, con ella, Washington pudo, en efecto, sentarse a esperar mientras el bloque chino-soviético implosionaba por culpa de errores diplomáticos y desventuras militares. Tras la ruptura Pekín-Moscú de 1962 y el posterior colapso de China en el caos de la Revolución Cultural de Mao Zedong, la Unión Soviética intentó repetidamente, aunque sin éxito, salir de su aislamiento geopolítico: en el Congo, Cuba, Laos, Egipto, Etiopía, Angola y Afganistán. En la última y más desastrosa de esas intervenciones, que el líder soviético Mijaíl Gorbachov llegó a denominar «la herida sangrante», el Ejército Rojo desplegó 110.000 soldados durante nueve años de brutal combate afgano, con una hemorragia de dinero y personal que contribuiría al colapso de la Unión Soviética en 1991.

En aquel embriagador momento de aparente victoria como única superpotencia que quedaba en el planeta Tierra, una generación más joven de dirigentes de política exterior de Washington, formados no en los campos de batalla sino en los grupos de reflexión, tardó poco más de una década en dejar que aquel poder mundial sin precedentes empezara a esfumarse. Hacia el final de la Guerra Fría, en 1989, Francis Fukuyama, un académico que trabajaba en la unidad de planificación política del Departamento de Estado, ganó fama instantánea entre los iniciados de Washington con su seductora frase «el fin de la historia». Sostenía que el orden mundial liberal de Estados Unidos pronto arrastraría a toda la humanidad en una marea interminable de democracia capitalista. Como dijo en un ensayo muy citado: «El triunfo de Occidente, de la idea occidental, es evidente… en el agotamiento total de alternativas sistémicas viables al liberalismo occidental… visto también en la ineluctable propagación de la cultura occidental consumista».

El poder invisible de la geopolítica

En medio de esa retórica triunfalista, Zbigniew Brzezinski, otro académico sobrio por una experiencia más mundana, reflexionó sobre lo que había aprendido sobre geopolítica durante la Guerra Fría como asesor de dos presidentes, Jimmy Carter y Ronald Reagan. En su libro de 1997 The Grand Chessboard (El gran tablero de ajedrez), Brzezinski ofreció el primer estudio estadounidense serio de geopolítica en más de medio siglo. En el proceso, advirtió que la profundidad de la hegemonía global de Estados Unidos, incluso en este pico de poder unipolar, era inherentemente «superficial».

Para Estados Unidos y, añadió, para todas las grandes potencias de los últimos 500 años, Eurasia, que alberga el 75% de la población y la productividad mundiales, siempre fue «el principal premio geopolítico». Para perpetuar su «preponderancia en el continente euroasiático» y preservar así su poder mundial, Washington tendría, advirtió, que contrarrestar tres amenazas: «la expulsión de Estados Unidos de sus bases en alta mar» a lo largo del litoral del Pacífico; la expulsión de su «percha en la periferia occidental» del continente proporcionada por la OTAN; y, por último, la formación de «una entidad única asertiva» en el centro en expansión de Eurasia.

Para defender la centralidad de Eurasia tras la guerra fría, Brzezinski se basó en gran medida en la obra de un académico británico olvidado hace tiempo, Sir Halford Mackinder. En un ensayo de 1904 que dio origen al estudio moderno de la geopolítica, Mackinder observó que, durante los últimos 500 años, las potencias imperiales europeas habían dominado Eurasia desde el mar, pero que la construcción de ferrocarriles transcontinentales estaba desplazando el centro de control a su vasto «corazón» interior. En 1919, tras la Primera Guerra Mundial, también argumentó que Eurasia, junto con África, formaba una enorme «isla mundial» y ofreció esta audaz fórmula geopolítica: «Quien gobierna el Heartland comanda la Isla Mundial; Quien gobierna la Isla Mundial comanda el Mundo». Está claro que Mackinder se adelantó unos 100 años en sus predicciones.

Pero hoy, combinando la teoría geopolítica de Mackinder con la glosa de Brzezinski sobre la política mundial, es posible discernir, en la confusión de este momento, algunas tendencias potenciales a largo plazo. Imaginemos la geopolítica al estilo de Mackinder como un sustrato profundo que da forma a acontecimientos políticos más efímeros, del mismo modo que el lento rechinar de las placas tectónicas del planeta se hace visible cuando las erupciones volcánicas rompen la superficie terrestre. Ahora, tratemos de imaginar qué significa todo esto en términos de geopolítica internacional en la actualidad.

El gambito geopolítico de China

En las décadas transcurridas desde el final de la Guerra Fría, el creciente control de China sobre Eurasia representa claramente un cambio fundamental en la geopolítica de ese continente. Convencida de que Pekín jugaría el juego global según las reglas de Estados Unidos, la política exterior de Washington cometió un grave error de cálculo estratégico en 2001 al admitirla en la Organización Mundial del Comercio (OMC). «En todo el espectro ideológico, en la comunidad de política exterior de Estados Unidos», confesaron dos antiguos miembros de la administración Obama, «compartíamos la creencia subyacente de que el poder y la hegemonía de Estados Unidos podrían moldear fácilmente a China a gusto de Estados Unidos… Todas las partes del debate político se equivocaron». En poco más de una década tras su ingreso en la OMC, las exportaciones anuales de Pekín a Estados Unidos se multiplicaron casi por cinco y sus reservas de divisas se dispararon de apenas 200.000 millones de dólares a la cifra sin precedentes de 4 billones de dólares en 2013.

En 2013, aprovechando esas enormes reservas de efectivo, el nuevo presidente de China, Xi Jinping, lanzó una iniciativa de infraestructuras de un billón de dólares para transformar Eurasia en un mercado unificado. Al tiempo que una red de ferrocarriles y oleoductos empezaba a cruzar el continente, China rodeó la isla tricontinental del mundo con una cadena de 40 puertos comerciales, desde Sri Lanka, en el océano Índico, hasta la costa africana y Europa, desde El Pireo (Grecia) hasta Hamburgo (Alemania). Al lanzar lo que pronto se convirtió en el mayor proyecto de desarrollo de la historia, 10 veces mayor que el Plan Marshall, Xi está consolidando el dominio geopolítico de Pekín sobre Eurasia, al tiempo que hace realidad el temor de Brzezinski al surgimiento de «una entidad única asertiva» en Asia Central.

A diferencia de Estados Unidos, China no ha dedicado grandes esfuerzos a establecer bases militares. Mientras Washington sigue manteniendo unas 750 en 80 países, Pekín sólo tiene una base militar en Yibuti, en la costa oriental africana, un puesto de interceptación de señales en las islas Coco de Myanmar, en el golfo de Bengala, una instalación compacta en el este de Tayikistán y media docena de pequeños puestos avanzados en el mar de China Meridional.

Además, mientras Pekín se centraba en la construcción de infraestructuras euroasiáticas, Washington libraba dos guerras desastrosas en Afganistán e Irak en un intento estratégicamente inepto de dominar Oriente Medio y sus reservas de petróleo (justo cuando el mundo empezaba a abandonar el petróleo en favor de las energías renovables). En cambio, Pekín se ha concentrado en la lenta y sigilosa acumulación de inversiones e influencia en toda Eurasia, desde el Mar de China Meridional hasta el Mar del Norte. Al cambiar la geopolítica subyacente del continente mediante esta integración comercial, está ganando un nivel de control no visto en los últimos mil años, al tiempo que desata poderosas fuerzas para el cambio político.

Los cambios tectónicos sacuden el poder de Estados Unidos

Tras una década de implacable expansión económica de Pekín por Eurasia, los cambios tectónicos en el sustrato geopolítico de ese continente han empezado a manifestarse en una serie de erupciones diplomáticas, cada una de las cuales borra otro aspecto de la influencia estadounidense. Cuatro de las más recientes podrían parecer, a primera vista, no relacionadas, pero todas están impulsadas por la implacable fuerza del cambio geopolítico.

El primero fue el repentino e inesperado colapso de la posición estadounidense en Afganistán, que obligó a Washington a poner fin a 20 años de ocupación en agosto de 2021 con una humillante retirada. En una lenta y sigilosa jugada de presión geopolítica, Pekín había firmado acuerdos de desarrollo masivo con todas las naciones centroasiáticas circundantes, dejando aisladas allí a las tropas estadounidenses. Para proporcionar apoyo aéreo crítico a su infantería, los cazas estadounidenses se veían obligados a menudo a volar a 3.000 kilómetros de su base más cercana en el Golfo Pérsico, una situación insostenible a largo plazo e insegura para las tropas sobre el terreno. A medida que el ejército afgano entrenado por Estados Unidos se derrumbaba y los guerrilleros talibanes se adentraban en Kabul a bordo de Humvees capturados, la caótica retirada estadounidense en la derrota se hizo inevitable.

Apenas seis meses después, en febrero de 2022, el presidente Vladimir Putin concentró una armada de vehículos blindados cargados con 200.000 soldados en la frontera de Ucrania. Si hemos de creer en Putin, su «operación militar especial» iba a ser un intento de socavar la influencia de la OTAN y debilitar la alianza occidental, una de las condiciones de Brzezinski para el desalojo de Estados Unidos de Eurasia.

Pero primero Putin visitó Pekín para cortejar el apoyo del presidente Xi, una tarea aparentemente difícil dadas las décadas de comercio lucrativo de China con Estados Unidos, por un valor alucinante de 500.000 millones de dólares en 2021. Sin embargo, Putin se anotó una declaración conjunta de que las relaciones entre ambas naciones eran «superiores a las alianzas políticas y militares de la época de la Guerra Fría» y una denuncia de «la ulterior expansión de la OTAN».

Sucedió que Putin lo hizo a un precio peligroso. En lugar de atacar Ucrania en febrero helado, cuando sus tanques podrían haber maniobrado fuera de la carretera de camino a la capital ucraniana, Kiev, tuvo que esperar a los Juegos Olímpicos de Invierno de Pekín. Así pues, las tropas rusas invadieron el país en el fangoso mes de marzo, dejando a sus vehículos blindados atrapados en un atasco de 65 kilómetros en una única carretera, donde los ucranianos destruyeron más de 1.000 tanques. Enfrentado al aislamiento diplomático y a los embargos comerciales europeos a medida que su derrotada invasión degeneraba en un conjunto de masacres vengativas, Moscú trasladó gran parte de sus exportaciones a China. Ello elevó rápidamente el comercio bilateral en un 30% hasta alcanzar un máximo histórico, al tiempo que reducía a Rusia a una pieza más en el tablero geopolítico de Pekín.

Por último, la administración Biden se quedó atónita este mes cuando el líder europeo por excelencia, el francés Emmanuel Macron, visitó Pekín para mantener una serie de conversaciones íntimas con el presidente chino Xi. Al término de ese extraordinario viaje, que reportó a las empresas francesas miles de millones en lucrativos contratos, Macron anunció «una asociación estratégica global con China» y prometió que no seguiría «el ejemplo de la agenda estadounidense» sobre Taiwán. Un portavoz del Palacio del Elíseo rápidamente publicó una aclaración pro forma de que «Estados Unidos es nuestro aliado, con valores compartidos.» Aun así, la declaración de Pekín de Macron reflejaba tanto su propia visión a largo plazo de la Unión Europea como actor estratégico independiente como los vínculos económicos cada vez más estrechos de ese bloque con China.

El futuro del poder geopolítico

Proyectando estas tendencias políticas una década en el futuro, el destino de Taiwán parece, en el mejor de los casos, incierto. En lugar de la «conmoción y pavor» de los bombardeos aéreos, el modo por defecto del discurso diplomático de Washington en este siglo, Pekín prefiere una presión geopolítica sigilosa y seductora. En la construcción de sus bases insulares en el Mar de China Meridional, por ejemplo, ha ido avanzando poco a poco -primero dragando, luego construyendo estructuras, después pistas de aterrizaje y, por último, emplazando misiles antiaéreos-, evitando así cualquier confrontación sobre su captura funcional de todo un mar.

Para que no lo olvidemos, Pekín ha construido su formidable poder económico-político-militar en poco más de una década. Si su fuerza sigue aumentando dentro del sustrato geopolítico de Eurasia, aunque sólo sea a una fracción de ese ritmo vertiginoso durante otra década, puede que sea capaz de ejecutar una hábil jugada de presión geopolítica sobre Taiwán como la que expulsó a Estados Unidos de Afganistán. Ya sea mediante un embargo aduanero, incesantes patrullas navales o cualquier otra forma de presión, Taiwán podría caer tranquilamente en manos de Pekín.

Si esta táctica geopolítica se impusiera, la frontera estratégica de Estados Unidos a lo largo del litoral del Pacífico se rompería, lo que posiblemente haría retroceder a su Armada a una «segunda cadena de islas» desde Japón a Guam, el último de los criterios de Brzezinski para el verdadero declive del poder global de Estados Unidos. En ese caso, los dirigentes de Washington podrían encontrarse de nuevo sentados en la proverbial barrera diplomática y económica, preguntándose cómo ha sucedido todo.

*Alfred McCoy es profesor de Historia en la Universidad de Wisconsin-Madison. Es autor de In the Shadows of the American Century: The Rise and Decline of U.S. Global Power. Su libro más reciente es To Govern the Globe: World Orders and Catastrophic Change.

Este artículo fue publicado por Tom Dispatch.

FOTO DE PORTADA: Alex Brandon/AP.

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