A ello le agregan el acercamiento geopolítico a Estados Unidos y el desarrollo productivo a partir de aprovechar la deslocalización industrial de las transnacionales del Norte Global, insertándose como una especie de enorme maquila mundial.
Este es un ejemplo más del tipo de relatos que refuerzan la estrategia de “retirar la escalera”, en palabras de Ha-Joon Chang, es decir, la recomendación de políticas y medidas que no tienen nada que ver y son totalmente contrarias a las que tomaron los países centrales para alcanzar el desarrollo. Es más, la adopción de dichas políticas producen el efecto contrario (bajo crecimiento, pobreza, desigualdad, pérdida de complejidad productiva, etc.), como se vio en América Latina a partir de los años 70’ y 80’, cuyo declive contrasta con el ascenso de Asia Pacífico [i].
Obviamente que hay una parte de verdad en el relato, como suele ocurrir para que tenga algo de eficacia. Las reformas de mercado encabezadas por Deng Xiaoping por supuesto que se hicieron. Aunque hay una importante diferencia entre reformas de mercado y transformación capitalista neoliberal –quizás un triunfo clave de la ideología neoliberal haya sido el de confundir el concepto de mercado con el de capitalismo—, claramente este no fue el camino seguido por China, en donde se fueron hibridando modos de producción, dando lugar a lo que hoy se conoce como socialismo de mercado y sobre lo que existen profundos debates, que desarrollaremos en próximas publicaciones.
El “aprovechamiento” por parte de China de la deslocalización industrial y la transnacionalización económica se hizo desde un proyecto de desarrollo nacional que implicó, entre otras cuestiones, el establecimiento (obligatorio) de empresas conjuntas entre el capital extranjero y sectores productivos nacionales, la protección industrial nacional, y la exigencia de transferir tecnología y de reinvertir en China las ganancias obtenidas. Además, China mantuvo el control de la economía nacional mediante grandes conglomerados estatales que canalizan el excedente hacia una enorme inversión para desarrollar las fuerzas productivas nacionales (los cuales conquistaron el mercado mundial [ii]), cuyo modo de acumulación no está centrado en la obtención de ganancias sino en otorgar empleo, alcanzar mayores niveles tecnológicos, asegurar la provisión de recursos naturales o conquistar mercados a nivel mundial. También fue fundamental la reconversión y potenciación de un conjunto de empresas bajo formas de propiedad social y comunitaria que emplean a buena parte de los trabajadores chinos; como el mantenimiento de la propiedad colectiva de la tierra a la que se habilitó su utilización para producir para el mercado con el objetivo de aumentar la productividad. Es decir, lejos estuvo China de adoptar un modelo de privatización salvaje, extranjerización de la matriz productiva y las famosas “reconversiones productivas” que terminaron siendo, bajo las experiencias comandadas por el programa financiero neoliberal, grandes procesos de desindustrialización y destrucción de la complejidad productiva.
Por otro lado, China impidió que las redes financieras globales del Norte Global controlen ese territorio y lo absorban en el proceso de financiarización, más allá de establecer acuerdos específicos en que ambas partes obtienen lo suyo, como los joint venture entre la gran banca estadounidense y británica (JP Morgan, Citibank, HSBC, etc.) y entidades o actores financieros nacionales a partir de los años 90’, por los cuales China obtuvo un proceso de aprendizaje clave de la administración financiera estratégica sin poner en manos de la banca internacional el ahorro nacional. Recién ahora cuando ese aprendizaje se hizo, los cuatro primeros bancos del mundo por activos son chinos y el país cuenta con una importante fortaleza financiera nacional, se les habilitó a los bancos extranjeros a ser dueños totales de sus actividades en China.
Para el recetario neoliberal, el estado empresario, la propiedad social de los medios de producción, el proteccionismo industrial, la imposición de las reglas de juego a las transnacionales, el control de los flujos de dinero e información y de la cuenta de capital, la industrialización por sustitución de importaciones (a lo que se le agrega la orientación exportadora), la planificación estatal para el desarrollo de las fuerzas productivas a través de planes quinquenales o sistemas políticos que se alejen del republicanismo liberal nacido en las revoluciones burguesas occidentales es todo lo contrario a las políticas recomendadas para alcanzar el desarrollo. El problema, entonces, es cómo explicar el desarrollo de China, que es el mayor contra ejemplo contemporáneo y pone en evidencia, una vez más, la estrategia de “retirar la escalera”, como en su momento lo fue el ascenso de Estados Unidos, Alemania, Japón o la propia Rusia luego de la revolución soviética. Y es allí, en este problema, en donde resulta funcional el relato de la conversión China hacia el capitalismo neoliberal a partir de las reformas de Deng Xiaoping, que no resiste ningún análisis pero tiene un increíble éxito de izquierda a derecha.
Es por ello que, por lo general, se conocen en la actualidad los números del llamado “milagro” económico de China, que muestran un asombroso crecimiento económico en los últimos 40 años a una tasa del 9,4 % anual, 800 millones de personas salen de la pobreza o tener un PIB industrial de 4 billones de dólares igual a la suma de Estados Unidos, Alemania y Japón. Estas cifras se mencionan articuladas dentro del relato neoliberal y se “venden” como el resultado natural de la globalización. Pero en general se ocultan completamente los números del período anterior (1949-1976) que, por ejemplo, marcan que China tuvo un crecimiento promedio del PBI de 6% anual, aun considerando el período de retroceso causado por el fallido Gran Salto Adelante [iii]. También se observa en ese período una importante y acelerada mejora en los indicadores de alfabetización y escolaridad, como en los de salud y variables fundamentales con las que se mide el desarrollo.
Claro que algunos posicionamientos de Beijing, como por ejemplo los recientes discursos a favor del libre comercio mundial, pueden reforzar ese tipo de miradas ideológicas que invisibilizan los procesos históricos, siempre y cuando se desconozca que, como en su momento lo hicieran Inglaterra y Estados Unidos, cuando las potencias ascendentes alcanzan la primacía productiva dejan de ser proteccionistas y se abrazan al librecambismo. Simplemente porque eso es lo que más le conviene. Como, en sentido inverso, vimos en Estados Unidos, promotor de la globalización y el librecambismo, emerger en los últimos años fuerzas político-sociales con proyectos ligados a profundizar el proteccionismo industrial y el nacionalismo económico, acaudilladas por Trump, los “neohamiltonianos” y las fracciones de capital retrasadas asentadas en las industrias tradicionales, junto con sectores del Pentágono para los cuales la capacidad industrial nacional es una cuestión de seguridad nacional.
También es cierto que el acercamiento geopolítico entre Washington y Beijing, como quedó de manifiesto en la visita de Richard Nixon a China en 1972 y los acuerdos con Mao para “normalizar” las relaciones entre ambas potencias, resultaron claves en esta historia. De hecho, fue fundamental la ruptura entre la Unión Soviética y China para modificar profundamente el escenario de poder mundial a favor de Estados Unidos y, a su vez, sortear los bloqueos geopolíticos que tenía Beijing para destrabar el exponencial desarrollo de las últimas décadas. Pero ese acercamiento no implicó de ninguna forma una subordinación estratégica de Beijing, ni consistió en un “desarrollo a convite” con el que siempre se ilusionan buena parte de elites brasileras. China no devino en un “vasallo” con el territorio militarmente ocupado como Alemania y Japón luego de sus respectivas derrotas en la Segunda Guerra Mundial, donde les fue “permitido” re-emerger pero bajo esa condición. De hecho, es tal el desarrollo de las fuerzas armadas chinas que ya eclipsaron la primacía que tenía Estados Unidos en el Pacífico occidental.
Para entender por qué China pudo llevar su re-emergencia son completamente insuficientes los relatos neoliberales, como los análisis “milenaristas” anclados en la dimensión cultural, que sin dejar de aportar elementos fundamentales para comprender ese pueblo, invisibilizan procesos políticos clave y describen la emergencia de China como si fuera un hecho natural producto de su evolución milenaria. En este sentido, resulta inevitable remitirse a la revolución nacional y social de 1949 protagonizada por el campesinado pobre y el liderazgo del PCCH para entender el desarrollo de China en los últimos 70 años. Dicha revolución puso fin a un siglo de “humillación” (como resalta el discurso oficial de Beijing), caracterizado por la subordinación colonial y neocolonial en manos del imperialismo capitalista occidental y el acelerado proceso de periferialización del gigante asiático que hasta principios del siglo XIX era por lejos la mayor economía mundial. Su derrota fue, entonces, político-militar. Este fue el elemento central de su periferialización más que cierto mito sobre la baratura de las mercancías británicas que en realidad no tenía nada para ofrecer en términos competitivos al mercado Chino salvo el opio. La “competitividad” vino después y se construyó a fuerza de conquistas, donde la revolución industrial fue fundamental en su aplicación para la industria armamentística. Parecido fue lo que sucedió con la India, en donde la destrucción político-militar de su industria textil por parte del imperialismo inglés, produjo que los trabajadores indios se transformaron por la fuerza de los principales competidores de las industrias textiles europeas en grandes productores de alimentos baratos y materias primas para Europa ascendente [iv].
Es a partir del proceso de liberación victorioso que se cristaliza en la revolución de 1949 cuando comienza la reconstrucción del poder nacional de China, en donde las fuerzas nacionales-populares protagonizadas por el campesinado pobre aprovechan la oportunidad estratégica del período de guerra interimperialista 1914-1945, en plena transición histórico-espacial mundial. El despertar del “gigante dormido”, en palabras de Napoleón, se dio a partir de un proceso de luchas de liberación nacional de sus clases populares, que coincidió con un auge mundial de insubordinación de los pueblos de la periferia y semi-periferia, en plena crisis de la hegemonía británica, como los nacionalismos populares en América Latina o la revolución de independencia de la India (1947). En los comienzos de esa transición, donde su producen la revolución mexicana (1910) o la revolución rusa (1917), ya observamos en la conformación de la República China de 1912, presidida por Sun Yat-sen, dirigente del movimiento nacionalista chino, el comienzo del proceso de revolución nacional y social que se resuelve en 1949.
En el mismo sentido, es imposible entender el recorrido de Estados Unidos sin analizar su revolución independentista (1775-1783) por la cual evita que Inglaterra le imponga pagar los costos imperiales de la guerra por la primacía europea (y por lo tanto el empobrecimiento de dicha colonia próspera), así como también la guerra civil 1861-1865 en donde el norte industrial encabezado por su burguesía vence al proyecto de los terratenientes esclavistas del sur que buscaban mantener su inserción neocolonial primario exportadora con Inglaterra (recordemos que el 50% de las exportaciones de Estados Unidos eran de algodón, que se dirigía principalmente hacia las fábricas inglesas). Es luego de estas victorias político- estratégicas que se produce el despegue Estados Unidos, su pasaje de semi-periferia a centro, para convertirse hacia fines de siglo XIX en la principal economía nacional y el gran taller industrial mundial de tamaño continental, nueva escala del poder estatal [v]. Si pensamos desde este prisma, pero en sentido inverso, son las derrotas político estratégicas de las fuerzas nacionales y populares de América Latina en los años 70’ y 80’ y la desarticulación político-militar de los proyectos nacionales de desarrollo (que no alcanzan a establecer una escala continental) lo que lleva a su declive periférico relativo, reflejado en cantidad de indicadores, como por ejemplo la caída del PBI per cápita a precios de poder adquisitivo en relación al Norte Global: de representar el 40% a ser el 30% de éste en dos décadas [vi]. En países como la Argentina el declive se sintió mucho más fuerte porque el desarrollo relativo era mayor.
Retomando nuestro argumento, es central observar, entonces, que el acercamiento geopolítico de Beijing con Washington se hizo desde un lugar de fortaleza relativa en el sistema mundial, sobre un estado de dimensiones continentales y con la mayor población mundial organizada para llevar adelante una revolución nacional y social, cuya fortaleza militar ya había quedado demostrada en la Guerra de Corea cuando obligó a las fuerzas lideradas por Estados Unidos a retroceder al sur del paralelo 38. Con autonomía estratégica China aprovechó la crisis de la hegemonía estadounidense de 1970 para resolver el peligro de quedar atrapada en el juego de pinzan en el que la encerraba Moscú (lo que incluía una posibilidad de enfrentamiento bélico de gran escala luego del conflicto militar fronterizo de 1969 con la gran potencia nuclear euroasiática) y acercarse a Washington desde una posición de fortaleza, sin tener que hacer concesiones que dañen los intereses nacionales.
También desde esta perspectiva geopolítica puede entenderse el significado del giro que se produce a partir de 1996-1997 cuando, en plena era unipolar, se produce un acercamiento entre China y Rusia frente al expansionismo amenazante de Estados Unidos y la OTAN sobre puntos clave de Asia central. Esta alianza finalmente se cristalizará en la creación de la Organización para la Cooperación de Shanghái (OCS) en 2001 –junto a Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán— y desde ahí se fortalece para cambiar el escenario político-estratégico mundial. No es un dato casual que meses después del relanzamiento de la OCS, Washington y sus aliados inicien la guerra e invasión en Afganistán, justo en la frontera sur de dicha región, paso estratégico de las viejas rutas comerciales euroasiáticas y estado tapón que en su momento utilizó el imperio británico frente a la expansión hacia el sur del imperio ruso y donde también se detuvo el avance la URSS.
Si en la transición anterior China salió despojándose de su subordinación neocolonial y abrió su propio camino nacional-popular para escapar de su absoluta periferialización, en esta transición se observa el salto de semi-periferia a centro económico en sus núcleo más desarrollados (que enlazan a una población de 400 millones de personas con ingresos comparables a los de Europa occidental) y de potencia regional a gran potencia mundial, constituyéndose en un “rival sistémico” –como suelen poner en los documentos oficiales—, para la declinante primacía angloamericana y Occidental que lleva dos siglos.
Notas:
*Doctor en Ciencias Sociales.
REFERENCIAS
[iv] Giovanni Arrighi, Adam Smith in Beijing. Lineages of the Twenty-First Century, Verso, Londres, 2007.
[v] Alberto Methol Ferré, Los Estados Continentales y el Mercosur, Casa Editorial HUM, 2013.
[vi] Carlos Eduardo Martins, Globalización, neoliberalismo y dependencia en América Latina, Boitempo, San Pablo, 2011.
Fuente: El País Digital (ARG)