Joe Biden decidió finalmente retirar lo que queda de las tropas estadounidenses en Afganistán, orden que también recayó sobre sus aliados/subordinados de la OTAN que fueron parte de la iniciativa militar.
Esta fue la guerra más duradera de los Estados Unidos, iniciada en octubre de 2001 luego de los atentados del 11/S. Constituyó la primera gran acción bélica de Estados Unidos y Occidente en su difusa y contradictoria “Guerra contra el Terrorismo”, inaugurada en 2001 y que tenía por objetivo estratégico hacer del siglo XXI un nuevo “siglo americano”, según formulaban los neoconservadores. Sin embargo, el resultado de la guerra en Afganistán se perfila como otra derrota estadounidense-occidental, que se suma al sinuoso derrotero iniciado en Vietnam y expresa su declive relativo. Por otro lado, el “nuevo siglo americano” es un sueño bastante más distante que hace 20 años atrás y avanzamos hacia un siglo asiático.
Biden fue vicepresidente de Barack Obama en cuyo gobierno se apostó muy fuerte para ganar esa guerra. Sin embargo, ahora no sólo entiende que debe parar el desangre que significa esta guerra eterna y re-equilibrar las fuerzas, lo que expresa cierta continuidad con el gobierno de Donald Trump. El problema es que tiene pocas opciones o posibilidades de maniobras.
Si miramos el mapa y vemos a Afganistán desde la óptica del juego de estrategia chino conocido como Go, se observa que ya es una posición perdida para los grupos dominantes de Estados Unidos y el Occidente geopolítico. En el Go es posible capturar una piedra o un conjunto de piedras (una “ficha” para nosotros) y eliminarlas del tablero si están completamente rodeadas por el color opuesto. Algo así terminó de suceder en dicho tablero geopolítico con el acuerdo firmado entre China e Irán que se selló este año. Lo que se suma a los lazos cada vez más estrechos que unen a China con Pakistán, los grandes avances de la Nueva Ruta de la Seda (la Iniciativa de la Ruta y el Cinturón) y la solidez en Asia central de la Organización para la Cooperación de Shanghái liderada por China y Rusia, que ahora avanzan hacia una Gran Asociación Euroasiática Integral.
Afganistán es un estado tapón surgido en el Gran Juego del siglo XIX entre el imperio británico y sus posesiones coloniales en la India que procuraba hacer avanzar hacia el norte hasta Asia Central y el imperio Ruso que buscaba una salida hacia el océano Índico. Ese choque fue decisivo en la delimitación de sus fronteras.
Allí se desgastó la URSS durante 14 años en la guerra afgano-soviética (1978-1992), lo que se convirtió en un símbolo de su derrota en la Guerra Fría. El juego estadounidense en esa guerra en apoyo al movimiento islamista conocido como los muyahididines pasó a la pantalla grande en 2007 con la película “Charlie Wilson’s War” protagonizada por Tom Hanks, Julia Roberts y Philip Seymour Hoffman –quizás una advertencia cinematográfica de lo que significaba para Washington adentrarse en ese territorio. Los muyahidines también fueron apoyados por Pakistán, China y Arabia Saudita, lo que muestra el marco de alianzas muy amplio contra la URSS. De ese proceso surgieron los talibanes, que tomarían el poder en 1996.
La caída de la URSS, la crisis y el declive de Rusia, la expansión de la influencia estadounidense y occidental sobre el espacio postsoviético, así como de otros jugadores como Turquía, hicieron de la región un posible foco central de inestabilidad. La amenazas de seguridad que planteaban para China tener la frontera oeste inestable y con creciente presencia de terrorismo islámico, la necesidad de resolver cuestiones limítrofes clave en Asia Central para que no devengan en conflictos que involucren a China y a Rusia (que contaban con un importante historial al respecto) y la necesidad de Moscú de impedir una mayor pérdida de su influencia y seguridad en la frontera sur, llevó a estas dos potencias a un proceso de acercamiento, trabajo en conjunto y cooperación a partir de 1996-1997, en el marco del grupo de los cinco de Shanghái.
Justamente, 1997 es el año en que Zbigniew Brzezinski (ex consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos) publica el famoso libro El gran tablero mundial: la supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos en donde presta especial atención a lo que él denomina como los “Balcanes Euroasiáticos”, una suerte de “agujero negro” en Asia central que comprendería a 9 países: Kazajistán, Kirguizistán, Tayikistán, Uzbekistán, Turkmenistán, Azerbaiyán, Armenia, Georgia (todos parte de la ex-URSS) y Afganistán. Allí establece varias premisas geopolíticas y geoestratégicas para EE.UU.:
- Se debe impedir el resurgimiento de un imperio euroasiático.
- El objetivo estratégico es desarmar el control ruso de la región, lo cual además de motivos geopolíticos tiene claros elementos de cálculo geoeconómico: si otros gasoductos y oleoductos cruzan el mar Caspio hasta Azerbaiyán y de allí se dirigen al mediterráneo a través de Turquía, y su alguno llega hasta Arabia a través de Afganistán, no habrá una única potencia que monopolice el acceso a los recursos.
- Hay varios jugadores importantes que buscan mantener o ganar grados de influencia en esa región: Rusia, Turquía, Irán y también China, ya que es fundamental en términos de transporte para conectar los dos extremos industriosos de Eurasia y allí existen enormes reservas de gas, petróleo y minerales.
- Los estados que merecen el mayor apoyo geopolítico de EE.UU. son Azerbaiyán, Uzbekistán y Ucrania. Todos ellos pivotes geopolíticos.
Frente a estas tendencias centrífugas en Eurasia e intenciones intervencionistas que iban de la mano con el avance de la globalización neoliberal, el Consenso de Washington y el mundo unipolar, China y Rusia acuerdan construir una institución de seguridad conjunta llamada Organización para la Cooperación de Shanghái (OCS), fundada finalmente en 2001, que incluyó desde el comienzo a la ex repúblicas soviéticas de Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán. La integración de este último país fue clave y estuvo en disputa porque para buena parte de las elites estadounidenses era un enclave geopolítico importante en su re-diseño de la región.
La OCS es expresión de nuevo momento en el mapa del poder mundial que se desarrolla entre 1997-2001 y establece el inicio de la transición geopolítica contemporánea, germen de la crisis del orden mundial y del desarrollo de una creciente multipolaridad relativa.
Hacia 1997 se desata la crisis del sudeste asiático y luego una ola de crisis (Rusia 1998, Brasil 1999, etc.) cuya resolución implican un avance de las redes financieras globales y de las transnacionales (principalmente estadounidense) sobre dichos territorios económicos, profundizando los procesos de desnacionalización y acumulación por desposesión. Ello desató una reacción político-social no sólo en Asia sino también en América Latina, cuando vuelve a emerger los proyectos nacionales-populares. Para esos años China recupera Hong Kong en 1997 y Macao en 1999, últimos vestigios coloniales territoriales del imperialismo occidental en su país, y comienza a mostrar ciertos límites a la política unipolar bajo comando de Washington.
Tres meses después de la fundación de la OCS y luego del ataque terrorista conocido como 11/S, Estados Unidos y aliados deciden, justamente, entrar en guerra en Afganistán, territorio sur de Asia central y punto clave desde el cual contener este incipiente eje de poder en el corazón de Eurasia, que además cuenta con un frente marítimo en el Pacífico, nuevo centro dinámico de la acumulación mundial. Obviamente que la razón esgrimida para avanzar con la guerra era perseguir a su ex aliado Osama Bin Laden, protegido por los talibanes (también ex aliados). Pero observando detenidamente la situación, a modo de hipótesis se pude advertir que esos argumentos son razones superficiales para legitimar la guerra, como las supuestas armas de destrucción masiva que tenía Irak y que sirvieron como excusas para invadir dicho país.
La semi-alianza entre China y Rusia que comienza a forjarse entre 1997-2001 y tiene como uno de sus puntos importantes la OCS desequilibró, desde inicio de siglo XXI, la ecuación de poder que sostenía la retomada de la hegemonía estadounidense-angloamericana a partir de los años 80’: la ruptura entre China y la URSS y la alianza de Beijing con Washington concretizada en 1972, que cambió el mapa del poder mundial y estableció las bases geopolíticas tanto para la victoria estadounidense, como para el propio despegue económico de China, inserta como semi-periferia industrial en la nueva división del trabajo “posfordista”, pero bajo un proyecto político estratégico autónomo con sólidas bases nacionales desarrolladas a partir de la revolución de 1949.
Que hacia el año 2016 se sumen formalmente como miembros plenos a la OCS nada menos que la India y Pakistán, lo que se definió en la cumbre de Tayikistán en 2014, mostró la capacidad de tracción de núcleo centrípeto que se está desarrollando en Eurasia y que se expresa en varias iniciativas. Además, en la OCS ya se encuentran como miembros observadores Irán, Afganistán, Bielorrusia y Mongolia, y aparecen como posibles futuros miembros Serbia, Birmania, Corea del Norte e Irán.
La incorporación de India y Pakistán, posterior al conflicto de Ucrania, resulta un claro avance estratégico de una articulación de poder encabezada por China y Rusia, que profundizan los acuerdos de seguridad a partir de 2014, cuando con dicho conflicto se inicia un nuevo momento geopolítico global y nos adentramos hacia una guerra mundial híbrida y fragmentada. Pero también muestra la compleja dinámica de la multipolaridad emergente, en dónde la India pivotea entre la OCS y mantiene sus históricos lazos con Rusia, a la vez que conforma con Washington un frente común contra China y el avance de la “Nueva Ruta de la Seda”.
En un artículo en The Economist titulado “Pax Sinica”, en el cual se analiza la mencionada cumbre de la OCS 2014 donde se anuncia la incorporación de India y Pakistán, se puede ver con claridad qué significa dicha institución emergente para una de las voces más destacadas entre los grupos dominantes del poder anglo-estadounidense: “(La OCS) en efecto, plantea un desafío al orden mundial encabezada por EE.UU., pero uno mucho más sutil […] China no es sólo un desafío al orden mundial existente. Poco a poco, desordenadamente y, al parecer sin un final claro a la vista, está construyendo una nuevo”.
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A fines de 2009, luego de la gran crisis con epicentro en Occidente y el lanzamiento de los BRICS que mostraba otra postura de los polos emergentes, el entonces presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, anunció un «aumento» de tropas para la Guerra de Afganistán, incrementando el número de soldados estadounidenses nada menos que en 100.000.
Ganar definitivamente dicho territorio fue una de las grandes apuestas de la administración globalista. La idea era abandonar progresivamente Irak, la guerra impulsaba por los neoconservadores de la administración “americanista” de George W. Bush, la cual llevaba a un resquebrajamiento de las alianzas occidentales (al perjudicar severamente intereses franceses y alemanes) y a enfrentarse con Irán, que en una situación de acorralamiento podía avanzar hacia un triángulo euroasiático contra-hegemónico contra China y Rusia.
En el otoño nórdico de 2011, la secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, promovió repetidamente el plan de Estados Unidos “Nueva Ruta de la Seda”, que tenía como objetivo establecer una red económica y de transporte internacional centrada en Afganistán, que conecte Asia Central y del Sur y se extienda a Oriente Medio. Por otro lado, con la iniciativa del Tratado Trans-Pacífico (TPP) y el impulso de una especie de OTAN Indo-Pacífico por parte de Washington, que eran parte fundamental del giro geoestratégico dado por la administración Obama, China quedaba rodeada por tierra y por mar.
La geoestrategia del TPP puede resumirse en las siguientes frases del propio presidente de los Estados Unidos, Barack Obama: “Sin este acuerdo, los competidores que no comparten nuestros valores, como China, decretarán las reglas de la economía mundial”. “Cuando más del 95% de nuestros clientes potenciales viven más allá de nuestras fronteras, no podemos dejar que países como China decreten las reglas de la economía mundial.”
Wang Jisi, decano de la Escuela de Relaciones Internacionales de la Universidad de Beijing, fue uno de los intelectuales que promovió el re-equilibrio de la política exterior china para mirar más hacia el oeste. Él explicaba en un artículo en el periódico Global Times en 2012 que a partir de la administración Obama en Estados Unidos se desarrolló la idea de un “reequilibrio estratégico” con el tema de “volver a Asia-Pacífico” y, a su vez, las principales fuerzas globales como Rusia, India y la Unión Europea también ajustaron sus geoestrategias, la competencia geopolítica y geoeconómica de los grandes países se volvió cada vez más feroz. Para Wang, cuando el enfoque estratégico de Estados Unidos era moverse hacia oriente y Europa, India y Rusia también estaba mirando hacia oriente, China no debía limitar su visión a las zonas costeras y en los tradicionales competidores y socios, sino “ir hacia el oeste”.
En este escenario, China buscó enfrentar los desafíos planteados mediante un conjunto de respuestas con centro en Eurasia pero de escala global, que también está en relación a modificaciones en su propio modelo de desarrollo. Por un lado, en la cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC, por sus silgas en inglés) en noviembre de 2014, Beijing además de sellar un conjunto de acuerdos políticos, comerciales y militares con distintos países, logró el apoyo de 21 países a una “hoja de ruta” para crear una zona de libre comercio en la región Asia Pacífico (la mayor área de libre comercio del mundo) y con Beijing como centro. La propuesta de una Asociación Económica Integral Regional o RCEP en inglés, que explica el 31% de las exportaciones mundiales y el 39% del PIB mundial, finalmente se firmó en 2020 y constituyó una muestra más de cómo la pandemia aceleró las tendencias estructurales de la actual transición histórico-espacial.
La iniciativa que se destaca en el objetivo de “ir hacia el oeste” es sin dudas la “Nueva Ruta de la Seda” impulsado Xi Jinping a partir de 2013 o la Iniciativa de la Franja y la Ruta, su traducción más correcta. Esta ya involucra a unos 70 países, en su mayoría en desarrollo y gran parte de los cuales se encuentran en Eurasia. Por medio de esta iniciativa, se impulsan seis corredores terrestres euroasiáticos que desarticulan puntos nodales de contención al desarrollo de China. En este sentido, el corredor junto a un nuevo puerto de Gwadar en Pakistán proporciona acceso directo al Océano Índico occidental y a la salida del Golfo Pérsico en el Estrecho de Ormuz, desde donde sale el 40% del Petróleo comercializado en el mundo, gran parte del cual se dirige hacia China. De igual forma, tanto el corredor China-Mongolia-Rusia como el corredor Nuevo Puente Terrestre de Asia permiten una conexión directa con Europa, una salida al Mediterráneo y una integración Euroasiática continental, reconstruyendo la vieja ruta de la seda y actuando como fuerza centrípeta central. Ello rompe el eje-tapón que separa territorialmente Asia-Pacífico y Europa.
En el marco de la “Nueva Ruta de la Seda” en 2016 llegó el primer tren chino con mercancías a la ciudad afgana de Hairatan, luego de un recorrido de 15 días que atravesó Xinjiang y pasó por Kazajistán. El comienzo de la retirada estadounidense y el fracaso occidental, contrastó con el rápido posicionamiento de Beijing desde 2014 en este país en el corazón euroasiático, donde viene desarrollando importantes inversiones. Ello resulta clave tanto para la iniciativa de la “Nueva Ruta de la Seda” como también por importantes razones de seguridad en la región china de Xinjiang, en donde el extremismo islámico separatista recibe apoyo desde Afganistán. La pacificación afgana contribuiría a proteger el Corredor Económico China-Pakistán y el nexo China-Irán.
El círculo a la posición estadounidense en Afganistán se cerró con el histórico acuerdo por 25 años con Irán, que establece un compromiso a largo plazo de inversiones chinas en infraestructura para modernizar la industria del país persa y abarca a los hidrocarburos, cuyas exportaciones se encuentran bloqueadas por Estados Unidos. El acuerdo desafía y, en parte, desarticula ese instrumento de guerra económica que desplegó Washington sobre Teherán (como también sobre Rusia, Venezuela o Cuba). También incluye compromisos en materia militar y para el desarrollo de carreteras y telecomunicaciones. Un punto importante es el desarrollo del estratégico puerto iraní de Chabahar, junto con un ferrocarril desde allí hacia Zahedán, en la triple frontera de Irán, Pakistán y Afganistán. Además, en el caso de la infraestructura ferroviaria el acuerdo pone el foco en la línea Teherán-Mashhad que conectará con Afganistán y el puerto seco de Khorgos, en Kazajistán, completando el recorrido del “Tren de la Ruta de la Seda”.
Con el BRI avanzando aceleradamente desde su lanzamiento y con el fracaso relativo de las iniciativas propuestas por Estados Unidos y aliados, resultan muy pertinentes las palabras y del inglés Halford Mackinder pronunciadas hace más de un siglo, sobre todo porque expresan en buena medida los actuales “temores” que se observan en las fuerzas dominantes de Occidente:
“Hace una generación, el vapor y el canal de Suez parecían haber aumentado la movilidad del poder marítimo con relación al poder terrestre. Los ferrocarriles funcionaron principalmente como tributarios del comercio oceánico. Pero los ferrocarriles transcontinentales están ahora modificando las condiciones del poder terrestre, y en ninguna parte pueden ejercer tanto efecto como en el cerrado “corazón continental” de Eurasia (…) ¿no se hace evidente una cierta persistencia de la relación geográfica? ¿No es la “región pivote” de la política mundial esa extensa zona de Eurasia que es inaccesible a los buques, pero que antiguamente estaba abierta a los jinetes nómadas, y está hoy a punto de ser cubierta por una red de ferrocarriles?”
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La presencia de tropas de la OTAN en Afganistán ya tiene poco sentido, es una posición perdida. En este breve recorrido sobre aspectos clave de la guerra de Afganistán y la cuestión Euroasiática podemos apreciar con claridad aspectos geopolíticos de la tendencia estructural sobre el ascenso de China y un articulación de poder alternativa con centro en Eurasia contra el declive relativo de Estados Unidos, occidente y el “atlantismo”. En algún sentido, parece que un siglo después las palabras de Mackinder son cada vez más ciertas y la era “post-colombina” (como él decía), o post-occidental es una realidad. Dicho proceso tiene nuevamente en Eurasia su eje clave, aunque todavía no está definido.
Notas:
*Docente en la Universidad Nacional de La Plata e investigador del CONICET. Integrante del grupo Geopolítica y Economía desde el Sur Global.
Fuente: www.elpaisdigital.com.ar